De banderas e imposiciones


CADA vez que contemplo la obra de Sorolla Tipos del Concejo del Roncal me produce una sensación de doble asombro, una por la obra en sí, y otra por la presencia de auténticos magistrados del pueblo, los seis o siete navarros que aparecen, que con sus trajes negros y sus cuellos blancos, me hacen permanecer absorto en su admiración. Pero aún hay algo más: la soberana majestad del alcalde mayor y el abanderado que enarbola el pendón del concejo, un estandarte con la cruz de San Andrés a los cuatro ángulos sobre formas geométricas de diversos colores al modo de tantas otras de Euskal Herria.

Es la bandera, la verdadera y única bandera -una más de la de entre tantos concejos y valles vascos- de un pueblo que se manifiesta como entidad soberana, un símbolo único creado por él y venerado de generación en generación. Una enseña, entre otras muchas, con las que los euskaldunes todos se alzaron en 1833 en defensa de sus libertades en una guerra que ya casi nadie discute que fue una auténtica sublevación para preservar la soberanía vasca amenazada mediante la imposición del unitarismo constitucional español.

Las banderas de los varios pueblos peninsulares…, las banderas de las naciones que hasta 1714 mantuvieron una normal convivencia confederal, las banderas que movían a sus naturales a morir por su soberanía en peligro cierto de destrucción. Banderas, pendones, estandartes…, verdaderos lábaros que serían sañuda y conscientemente destruidos por los vencedores -como sucedió con las catalanas al concluir la guerra de Sucesión, mandadas quemar por el primer Borbón hasta el extremo de no conservarse ni una sola-, y ello al exclusivo objeto de aniquilar la conciencia popular colectiva de las comunidades que las tenían por su santo y seña identificador.

Los carlistas no sólo respetarían esa variedad y libertad en las enseñas, sino que las mantuvieron en todas las sublevaciones y resistencias que se sucedieron hasta la mitad del XIX. Tan sólo las banderas de una pretendida, más que lograda, regulación del ejército carlista podría tenerse como una relativa uniformidad mediante la perpetuación de las conocidas como coronelas (blancas aspadas con escudos de sus diversos lugares de origen).

Frente a los voluntarios y guerrilleros de alguno de los primeros carlos, las fuerzas de represión y ocupación gubernamentales desplegarían la bicolor que aunque no oficial hasta los años cuarenta de ese siglo sí fue utilizada por la milicia nacional, de triste memoria por los numerosos asesinatos cometidos contra los carlistas, y ya de inmediato por la Guardia Civil creada, casi simultáneamente con la oficialización de la bandera nacional, para la persecución y aniquilamiento de las partidas carlistas que, especialmente en el Maestrazgo, La Mancha y Catalunya seguían manteniendo la resistencia.

Aquella bandera oficial de dos colores era, en definitiva, el símbolo de la constitucionalidad impuesta, o lo que es lo mismo, del más destructor centralismo, de la unificación armada contra la que miles de voluntarios carlistas luchaban.

Paradójicamente, el icono real legitimista por excelencia, el mítico garante y restaurador de los fueros, Carlos VII, no sólo aceptaría sino que adoptó esa bandera. Tal vez la explicación pueda hallarse en el control y fascinación padecida por aquel Borbón y Austria-Este, tras la infiltración de neos que encabezada por Aparisi y Guijarro instrumentalizó al carlismo para volver a la situación anterior a la Revolución de 1868, y la nefasta influencia de doña Berta. En el paquete adaptador a la España derribada y a restaurar estaba la bandera. Después, el símbolo se consolidaría, especialmente para contrarrestar mediante una militante confesionalidad españolista los desgarros destructores de integristas y mellistas al abandonar el barco. No obstante, diversos actos vasconavarros celebrados a finales del XIX e inicios del XX reafirmarían el foralismo carlista, pero para entonces el nacionalismo vasco había iniciado ya su andadura, y el carlismo no era la única fuerza a luchar por y para defender a la nación euskalduna.

Pero aún estaría por llegar la etapa más terrible de la historia carlista.

Pese a que al proclamarse la II República el hijo de Carlos VII, don Jaime, mostró su no oposición a la bandera tricolor, la reacción que una vez más se volvió a infiltrar en el partido a su muerte, junto con la exacerbación de lo religioso, tornaría al partido hacia el españolismo centralista y antiforalista más rancio e impresentable defendido por Calvo Sotelo. Como es norma consagrada en la derecha, se impusieron las formas, la aparente y folclórica anécdota foral al fondo, y la bandera del Estado, junto con la cruz de lo confesional, adquirió su protagonismo y trágica inevitabilidad, hasta el extremo de que en la confabulación militar/derechista contra el sistema republicano dirigida en el lado carlista por el abogado integrista sevillano Fal, que se vio desbordado y obligado por el cacique navarro Rodezno y los Oriol, aun cuando otros dirigentes como Tomás Caylá, jefe regional de Catalunya, se opusieran a ella, la única condición impuesta para enviar al frente a miles de hombres sería restablecer la bandera monárquica.

La bandera bicolor, que la propaganda tradicionalista presentaba como la gloriosa mortaja del voluntario carlista, sería tan sólo el trágico señuelo para enviarlo a la muerte para defender los zacutos de los de siempre, como bien reconocían muchos voluntarios al volver desengañados por el fascismo franquista.

Hoy el carlismo ha vuelto a sus raíces, y ya la bicolor ha sido puesta en el sitio que le corresponde como máximo símbolo del centralismo unificador destructor del soberanismo de raíz foral cuya defensa ha constituido la más permanente razón de su existir hasta hoy.

Sólo los pueblos, las naciones, tienen capacidad para decidir cuáles son los símbolos con los que quieren ser identificados, y ningún poder podrá ir contra ese principio, mucho menos en tierra vasca cuya máxima expresión de ejercicio soberanista ha sido siempre el se acata pero no se cumple, algo que sin duda inspiró la redacción de la placa instalada en la fachada de la Diputación Foral de Gipuzkoa y que de forma tan indigna ha sido recientemente sustraída.

No conviene por nadie olvidar que cuando a una nación, como la vasca, se la impide elegir su más visible y supremo signo identificador, la bandera, ésta, en lugar de símbolo de concordia se transforma en rechazada imposición de metrópoli.

* Firman este artículo: Evarist Olcina (ex secretario general federal) y Patxi Ventura: militantes del Partido Carlista

 

Publicado por Noticias de Navarra-k argitaratua