Con una piedra lisa por almohada, de lecho una tabla con un cilicio de pelo de cabra, Darío es el último ermitaño del valle libanés de la Qadisha, con sus santuarios, iglesias, grutas y cuevas suspendidas sobre el precipicio, excavadas desde hace siglos en las rocosas laderas. Fue refugio de los antiguos cristianos de Líbano, es un paraje abrupto, austero, un calvario de cruces, de difícil acceso, cubierto por las nieves en invierno.
“Un pastor de cabras limpia el camino de nieve -cuenta el padre Darío, nacido en la ciudad colombiana de Medellín- para que pueda visitar en Navidad el convento de san Antonio de Qozhaya, del que dependo”. De 75 años, después de dar tumbos por España y EE.UU. ejerciendo como profesor de teología y psicología o encargado de un hospital mental, el padre Darío vive desde el 2000 en esta ermita de Huqa.
En soledad y silencio obedece su regla diaria de 14 horas de oración, tres para el trabajo, dos para el estudio y cinco para dormir. Escogió este paraje por su aislamiento. Cuando una enferma de cáncer le prometió hacer un camino sobre el sendero de cabras si rezaba por ella, él contestó que rezaría aún más si no lo hacía.
Celebra misas en siriaco, árabe y español; come lo que siembra en su huerto, garbanzos, guisantes, fréjoles (la carne está prohibida por la regla), en una sola comida diaria excluyendo el ayuno de las seis Cuaresmas. Lector de obras místicas, espirituales, admira los libros del papa Benedicto, a quien considera ejemplo de sacerdote y teólogo, y antes de ser ermitaño leyó a los clásicos, los grandes autores de la literatura castellana, ahora una distracción para su vida contemplativa.
Sin teléfono, radio ni televisión -tiene un walkie-talkie para comunicarse en caso de emergencia con el superior de su convento-, del mundanal ruido sólo le distraen a veces las noticias del fútbol, sobre todo del Barça.
El padre Darío viste el hábito talar y la capucha de los monjes maronitas. Lo único que le disgusta es no poder cortarse la larga barba o el cabello, que tiene que enroscarse debajo de la capucha, porque lo prohíbe la regla. “Hay quien usa la barba -dice el eremita con ironía- para presumir de venerable o de sabio”.
Ser ermitaño es difícil. Su predecesor le aconsejó paciencia. Ha necesitado documentos pontificios para pasar del rito latino al maronita y oficiar en ambos ritos, y precisó autorizaciones eclesiásticas para ocupar la ermita. En su desnudo habitáculo, frío y humedad son sus compañeros. Aunque según la regla “el agua es sólo para beber”, construyó una ducha de agua caliente y un aseo para eliminar los malos olores que atraían a las hienas. El padre Darío cree que siempre habrá ermitaños en el mundo, pero que “sin un llamamiento de Dios, es imposible vivir esta vida”.rciendo como profesor de teología y psicología o encargado de un hospital mental, el padre Darío vive desde el 2000 en esta ermita de Huqa.
En soledad y silencio obedece su regla diaria de 14 horas de oración, tres para el trabajo, dos para el estudio y cinco para dormir. Escogió este paraje por su aislamiento. Cuando una enferma de cáncer le prometió hacer un camino sobre el sendero de cabras si rezaba por ella, él contestó que rezaría aún más si no lo hacía.
Celebra misas en siriaco, árabe y español; come lo que siembra en su huerto, garbanzos, guisantes, fréjoles (la carne está prohibida por la regla), en una sola comida diaria excluyendo el ayuno de las seis Cuaresmas. Lector de obras místicas, espirituales, admira los libros del papa Benedicto, a quien considera ejemplo de sacerdote y teólogo, y antes de ser ermitaño leyó a los clásicos, los grandes autores de la literatura castellana, ahora una distracción para su vida contemplativa.
Sin teléfono, radio ni televisión -tiene un walkie-talkie para comunicarse en caso de emergencia con el superior de su convento-, del mundanal ruido sólo le distraen a veces las noticias del fútbol, sobre todo del Barça.
El padre Darío viste el hábito talar y la capucha de los monjes maronitas. Lo único que le disgusta es no poder cortarse la larga barba o el cabello, que tiene que enroscarse debajo de la capucha, porque lo prohíbe la regla. “Hay quien usa la barba -dice el eremita con ironía- para presumir de venerable o de sabio”.
Ser ermitaño es difícil. Su predecesor le aconsejó paciencia. Ha necesitado documentos pontificios para pasar del rito latino al maronita y oficiar en ambos ritos, y precisó autorizaciones eclesiásticas para ocupar la ermita. En su desnudo habitáculo, frío y humedad son sus compañeros. Aunque según la regla “el agua es sólo para beber”, construyó una ducha de agua caliente y un aseo para eliminar los malos olores que atraían a las hienas. El padre Darío cree que siempre habrá ermitaños en el mundo, pero que “sin un llamamiento de Dios, es imposible vivir esta vida”.