CUP y Juntos por el Si

CUP y Juntos por el Si: pasos descompasados

Vicent Sanchis

No era un mal augurio ni una profecía interesada. Era un cálculo razonable. El pacto de gobernabilidad entre Juntos por el Sí y la CUP se preveía áspero y difícil desde el primer momento. Porque lo que une Convergencia, ERC y la CUP también los separa. Les une el objetivo, que es la independencia, les separa la estrategia y la velocidad. Desde la oposición, Esquerra era extremadamente exigente con Convergencia. En el gobierno los negros se hacen blancos y viceversa. De pronto convergentes y republicanos cabalgan juntos de verdad. A pesar de las reticencias y los enfrentamientos internos, en el exterior entonan la misma canción. La canción de la prudencia. Con notas medidas y cuidadas que renuncian a la improvisación y al enfrentamiento con el gobierno y las instituciones del Estado.

Los dieciséis meses que quedan para cumplir el plazo que se marca Mas no serán de transgresión. Ahora ya sabemos que la “desconexión” se hará gradual, imperceptiblemente y en ningún caso contra la ley. Contra la ley del Estado. Los votantes de Juntos por Sí deberán ser devotos. Deberán hacer una profesión de fe en la articulación de las estructuras que permitan constituir el Estado catalán en algún momento impreciso.

En el otro lado está la CUP. Los diputados y los militantes de la izquierda rupturista tiran más por la directa. Querrían que la insubordinación se concretara de alguna manera en los dieciséis meses restantes. Sólo son devotos de la propia cofradía y no entienden de tácticas que tachan de dilatorias. Algunos de sus alcaldes y concejales han sido imputados judicialmente -perdón, investigados- por negarse a responder los requerimientos de los tribunales, que les exigían retirar la estelada del ayuntamiento, aclarar el apoyo municipal a la proposición del 9 de noviembre, que suspendió el Constitucional, o, simplemente, actuar de manera “sediciosa”. Son los únicos. En el otro lado de la balanza sólo están Artur Mas, Irene Rigau y Joana Ortega. Y eso es agua pasada para la CUP, que denuncia, airada, que republicanos y convergentes nunca encuentran el momento para “desobedecer”.

Quién tiene razón se hace difícil de averiguar . Sin una estrategia calculada, el “proceso” puede reventar por improvisación y temeridad estúpida. Pero también es cierto que alargar indefinidamente la transgresión terminaría siendo sólo obediencia.

El empate, sin embargo, se rompe cuando alguien, impertinente, lee el punto clave del acuerdo del 9 de noviembre : “Como depositario de la soberanía y expresión del poder constituyente, reitera que este Parlamento y el proceso de desconexión democrática no se supeditarán a las decisiones de las instituciones del Estado español, en particular del Tribunal Constitucional, al que considera deslegitimado y sin competencia a raíz de la sentencia de junio de 2010 sobre el Estatuto”.

Aquí la CUP tiene razón cuando denuncia que el gobierno ha presentado varios recursos contra suspensiones del Tribunal Constitucional. Sólo ellos cumplen el pacto y no se supeditan a las decisiones de las instituciones del Estado español. Han sido, pues, Convergencia y Esquerra quienes han alterado su compromiso. Y si era excesivo, contraproducente o, sencillamente, absurdo, no la deberían haber suscrito.

EL MÓN

 

 

Los tabúes constituyentes

FRANCESC MARC ÁLVARO

Que la CUP haría todo lo posible para complicar la labor del Govern Puigdemont estaba escrito. Que la CUP daría inestabilidad a la mayoría independentista del Parlament también se sabía. La CUP hace de CUP, no hay nada que decir. Aquella CUP de tres diputados liderados por David Fernández fue una extraña excepción y operó con un sentido de la responsabilidad que no se correspondía con la dinámica habitual de una organización pensada para la agitación. La CUP de verdad es la que dirige Anna Gabriel. El error de Junts pel Sí es haber pensado que después de la retirada de Mas podrían generar una colaboración eficaz con los anticapitalistas. Es un error que está convirtiendo la política parlamentaria en un psicodrama que desgasta las instituciones, los partidos soberanistas y la idea de la independencia.

Estas relaciones imposibles de Junts pel Sí y la CUP dan del proceso una imagen caótica. El proceso como olla de grillos, una estampa que hace las delicias de los contrarios a una Catalunya independiente. Para el votante soberanista, el espectáculo no puede ser más frustrante: el autogol es permanente. La distancia entre la complejidad del objetivo proclamado y una cotidianidad lastrada por la táctica y la reyerta entre socios es de difícil digestión. Los cuperos no dejan pasar ninguna oportunidad de descolocar a los soberanistas mayoritarios, lo cual incrementa –de rebote- las desconfianzas entre convergentes y republicanos. Añadamos a eso el nerviosismo del entorno de Junqueras por la sombra que la popularidad de Puigdemont puede hacer al líder de ERC y por la dureza evidente del reto asumido por el vicepresident. La interlocución que el republicano busca con Madrid es un arma de doble filo.

Con todo, la debilidad de fondo del independentismo en este momento no proviene sólo de la complicada correlación de fuerzas que nos dejó el 27-S. Hay una fragilidad que no depende de los partidos. Si salimos del Parlament, descubrimos que en la base del movimiento soberanista -en la calle y en las organizaciones cívicas- actúan con mucha fuerza unas premisas determinadas. Estas constituyen el encuadre pre-político de un proyecto político que, en la medida que debe concretar, corre el riesgo de perder transversalidad.

Por todo eso hay que preguntarse si ha sido muy inteligente mezclar los tiempos de la secesión democrática con los tiempos de un proceso constituyente, como si sobraran las energías para echar al mismo tiempo un pulso sin precedentes a los poderes del Estado y la formulación detallada de lo que debe ser una República. La explicación oficial es que un proceso constituyente servirá para ampliar la base de los partidarios de la independencia. La paradoja es que los sectores que el independentismo quiere seducir con eso –el mundo de Colau, ICV y Podemos, sobre todo- han hecho saber  que el proceso constituyente no tiene que acabar forzosamente con un Estado independiente, puede ser una revisión de la autonomía, hecha con mucha alegría y participación, una intención que me recuerda aquel bus del Estatut que se inventó en 2004 Joan Saura.

Hay dos debates que los ambientes soberanistas tienen gran dificultad de hacer porque ponen de relieve, precisamente, unas premisas pre-políticas muy arraigadas y de difícil revisión. Hablo de la discusión sobre el ejército y sobre la consideración de las lenguas catalana y castellana en una Catalunya independiente. Se trata de dos debates tabú que generan un nivel de discordia altísima entre los partidarios de la secesión. Estos tabúes constituyentes definen –sin querer- la concepción de muchas cosas, empezando por la idea que nos hemos hecho de la nación y de unos supuestos valores colectivos.

Fijémonos: nos cuesta ponernos de acuerdo sobre dos elementos claves de la vida de cualquier estado: la defensa y el idioma. Hablar del ejército es imprescindible pero nos desagrada, porque representa asumir la parte menos amable de la soberanía plena o cosoberanía europea. Es un dato muy significativo que en la encuesta que CDC ha hecho entre su militancia haya un 27,5% que rechaza frontalmente la creación de un ejército y un 44,4% partidario de delegar la defensa en un hipotético ejército supraestatal. ¿Qué nos dice eso sobre la idea de las relaciones internacionales que tienen muchos soberanistas? Hablar de la lengua es también imprescindible –lo hacen España y Francia constantemente- pero parece que entra en contradicción con un independentismo de nuevo cuño que ha escondido la base identitaria y ha subrayado las razones materiales y prácticas para llegar a más gente. Hoy se presenta un manifiesto de expertos que son críticos con las tesis soberanistas a favor del bilingüismo, una acción que otros sectores ven como la expresión de una preocupación carente de visión política de conjunto. Más allá de las razones de unos y otros, no deja de ser inquietante que el abordaje público de este asunto tan sensible se haga en unos términos que parecían superados.

Mientras Junts pel Sí y la CUP se pelean, todo esto va cociéndose a fuego lento.

LA VANGUARDIA