Prendre partit, la obra del dramaturgo Ronald Harwood, ha llegado al teatro Goya dirigida y protagonizada por Josep Maria Pou, con un indiscutible don de la oportunidad. Se trata de la puesta en escena de los interrogatorios preliminares que sirvieron para acusar de complicidad con el régimen nazi al director de la Orquesta Filarmónica de Berlín, Wilhelm Furtwängler. El Tribunal de Desnazificación, en 1946, lo acabó absolviendo de todos los cargos, pero la sospecha de connivencia con el nazismo nunca más se la quitó de encima. La confrontación entre Furtwängler (Josep Maria Pou) y el militar norteamericano responsable del expediente (Andrés Herrera), en una actuación memorable, sirve para desarrollar una seria reflexión sobre las relaciones siempre controvertidas –y llenas de ambigüedad– entre cultura y poder político.
Prendre partit pone en evidencia que la confrontación entre cultura y poder político no tan sólo es inevitable, sino que es consustancial de su relación. El poder político recurre a la cultura para poder legitimar la existencia y cohesionar su ámbito de dominación, y la cultura necesita el apoyo directo o indirecto del poder político para poderse expresar y ser reconocida. Eso para no hablar de las relaciones de poder intrínsecas de la acción cultural (de competencia en el mercado, en las luchas por la notoriedad y el reconocimiento o en las diatribas entre posicionamientos ideológicos). Como en el caso del deporte, pedir que no se mezcle cultura y poder político es una absurdidad. En todo caso, lo que se puede discutir es de qué forma se deben relacionar a fin de que cada uno de los campos no traspase los límites de aquello que, según los diversos criterios, se considera su espacio legítimo de autonomía y libertad.
He dicho que Prendre partit llegaba en un momento oportuno porque si la relación entre cultura y poder político es siempre controvertida, en los momentos de incertidumbre y transformación política radical, todavía más. Cuando el compromiso del creador, del artista, del intelectual, se mueve en las plácidas aguas de un marco político hegemónico y estable, esta vinculación puede situarse en la confortabilidad de lo implícito y, en un cómodo ejercicio de autoengaño, puede hacerse invisible en los ojos de ambas partes. Y, claro está, del ciudadano que los observa. Es el mundo del “banal nationalism” –en expresión de Michael Billig–, o de las apelaciones fáciles a la independencia de los dos espacios. Pero cuando las hegemonías políticas quedan en entredicho, se acaba el tiempo de placidez y los compromisos dados por descontado se hacen visibles y son puestos en cuestión.
Son estas circunstancias de conmoción política las que descubren las espirales de silencio: las anteriores, en las que muchos habían vivido relajadamente, y las de nuevo cuño, de las que aquellos ahora se escandalizan. Es ahora cuando las nuevas correcciones políticas, en nombre de los principios retóricos nacientes, quieren imponerse sobre la vieja “buena educación”, convertida en convención inútil. Y es en estos tiempos que reaparecen los policías de la opinión legítima, siempre atentos a censurar y condenar a quien se aparte de los esquemas de pensamiento, bien sea de los tradicionales, bien sea de los que pretenden sustituir a los de la hegemonía anterior. En eso, nada parece cambiar.
Es también ahora, cuando el compromiso es más difícil de enmascarar, que se exacerban las estrategias para disimularlo. En este caso, la simulación de independencia crítica y creativa se ampara en un supuesto cosmopolitismo neutral o en un fingido cientifismo lleno de artificios para permitir la supervivencia hasta que las aguas vuelvan al cauce y se sepa cuál es la apuesta ganadora. En el campo de determinadas ciencias sociales, sorprende ver cómo los que nunca tuvieron escrúpulos a la hora de exhibir y usar su militancia para articular el espacio académico –cuando esta era hegemónica–, ahora se abstienen de tomar partido bajo el pretexto de una exquisita asepsia científica.
El disimulo del compromiso ideológico también puede llegar por parte del campo político. Porque una cosa es pedir legítimamente que el artista, el académico o el intelectual se comprometan políticamente como ciudadanos, y la otra sería refugiarse en este espacio para esquivar una definición precisa de los objetivos políticos a los que se adhieren. Ya lo advertía Karl Mannheim cuando recordaba que la intelectualidad no estaba en condiciones de constituir su propio partido. Y añadía: “Si alguien cree que un partido de intelectuales es necesario, es que ha errado la diagnosis sobre los intelectuales”. El mundo de la cultura, artistas, académicos e intelectuales, no está inmunizado de la tentación populista. Ahora mismo estamos asistiendo a un caso notorio en el que se utiliza la procedencia del campo universitario para disolver la confrontación entre derechas e izquierdas y sustituirla por un demagógico “los de abajo contra los de arriba”. Mannheim acababa la frase anterior –escrita, atención, en 1932– de esta manera: “Más aún: la formación de un partido de los intelectuales llevaría inevitablemente al fascismo”.
Ni que decir tiene que también habrá que ser muy cuidadoso, las próximas semanas, a la hora de concretar –si las hay– listas electorales de la “sociedad civil”, de independientes, de académicos o de expertos. El dilema del compromiso entre cultura y poder político se planteará de manera concisa, sin posibles subterfugios parapetados en retóricas abstractas. El compromiso puede nacer de la independencia de criterio a la hora de tomar partido, pero la independencia crítica no debería servir para enmascarar ni hacer más ligero el compromiso en circunstancias excepcionales. Por favor, pasen por el Goya.
LA VANGUARDIA