Con los años uno ya está vacunado contra las versiones oficiales de la historia, vengan de cualquier estamento de poder o de cualquier intelectual que las adorne o justifique. De nuestros archivos históricos hemos aprendido a leer entre líneas, y en “El País de las Maravillas”, Alicia nos enseñó a dar a las palabras el significado que queramos darle. La cuestión es saber quién manda, o como dijo Malraux al ser preguntado por Bergamín sobre la Transición española, la cuestión es quién tiene los tanques.
En el País Vasco las palabras bárbaro, hereje, cismático, traidor, prófugo, fanático, delincuente, maleante, refractario, filibustero, carca, revolucionario o rojo-separatista, vertidas sobre nuestros antepasados por la España oficial, tienen para nosotros segundos significados, que nos predisponen a mirar con espíritu crítico los nuevos sambenitos. El de “terrorista” por ejemplo. Y si no nos dejamos engañar con el pasado, mucho menos vamos a hacerlo con nuestro ayer inmediato, del que hemos sido testigos presenciales, y hasta protagonistas en algunos casos.
Hemos conocido un tiempo en que sólo existían los “Caídos por Dios y por España”. Nadie reconocía entonces otras víctimas que las que lucían en las placas oficiales de nuestras calles y plazas. Un día, algunos comenzamos a descorrer el velo, frente al miedo general, el silencio pactado o las amenazas de los vivos por Dios y por España. Treinta años más tarde, el Parlamento, el mundo académico y la sociedad en general admite como ciertas hasta la última de las víctimas recogidas en nuestros estudios. Decíamos la verdad. Había otras víctimas que, además, tenían razón. Nos cabe la satisfacción de que algo aportamos al esclarecimiento de la verdad histórica. Pero ha costado 30 años.
No queremos esperar tanto tiempo para que se reconozca la verdadera contablidad del dolor en el conflicto vasco. Siento decirle a la profesora Miren Lurdes Oñederra que yo no critiqué a Atxaga porque no piensa como yo, sino porque decía cosas que no son ciertas. Más aún, la misma crítica que le hacía a Atxaga la traslado a ella misma, que vuelve a falsear la realidad en su artículo. Decir como dice que “venimos de un pasado tan cercano que es casi presente” en el cual “sólo ETA mataba”, no es ninguna opinión, es simplemente, una mentira.
Todos recordamos perfectamente las víctimas de ETA. Las hemos mantenido en los anaqueles de la memoria, con la ayuda generosa de todos medios de comunicación. (De paso, sugiero que la responsabilidad de muchas de esas víctimas se reparta entre bastantes miembros actuales del PSOE, IU, EA, PNV y otros, que en su día militaron, y mataron, en nombre de ETA y otras organizaciones armadas)
Pero resulta que sólo algunos parecemos recordar a otros muchos paisanos que han sufrido la violencia, antes, durante y después de la actividad de ETA. Y ese descarado olvido es el que reprocho a quienes como Atxaga u Oñaederra, hacen ahora de ETA el principio y el fin de todos los males. Lo mismo que hace Pío Moa con el período republicano.
En mi pueblo, antes de ETA, hubo presos, exiliados y hasta muertos y ciegos tras pasar por el cuartel de la Guardia Civil. Y tras la muerte de Franco, son cientos los vascos muertos por la violencia de Estado, en controles, en manifestaciones, en la guerra sucia, en enfrentamientos o en la tortura. ¿No le dicen nada a Oñaederra los nombres de Bordatxo, Montejurra, Gladys, Arregi, Zabalza, Sanfermines o Foz de Lumbier? ¿No le suenan a nada los nombres de la Triple A, el Batallón Vasco Español o el GAL? ¿Nadie contará el infierno que hay detrás de 5.000 denuncias de torturas? ¿Ni los cientos de años en prisiones preventiva sin cargo alguno? ¿No es un escándalo que, con cientos de muertos a cada lado, sólo una de las partes haya tenido la impunidad más absoluta?.
Ésa y no otra es la diferencia que nos separa. Que mientras algunos sólo saben contar con los dedos de la mano derecha, otros exigimos que se cuente también con la mano izquierda. Y una vez que todos sepamos contar, comenzaremos a discutir quién tuvo la razón o la culpa en esta coyuntura histórica.
Exigir eso no es intolerancia, ni maldad, ni rabia, ni simpleza mental, como me atribuye la profesora. Intolerancia (amén de sugerir que no se publiquen mis opiniones en el periódico) es no querer reconocer lo que todos hemos visto con nuestros propios ojos. No tragamos en su día con los “Caídos por Dios y por España”. Tampoco vamos a tragar ahora.
Josemari Esparza Zabalegi, Editor