Mis palabras pueden parecer un lamento nostálgico; lo es; justamente la nostalgia que se merece la entrañable belleza de los paisajes y de los contextos perdidos. Y es al propio tiempo una denuncia, contra ese impúdico estribillo del “desarrollo sostenible”. ¿Sostenible? Más bien sostenido por los bemoles de políticos corruptos, buitres del cemento y del ladrillo y otros mafiosos. ¿Qué razonamiento político, moral, humano, puede justificar la existencia de miles de viviendas vacías?
No pretendo verificar la crónica de un saqueo, tan sólo evocar. Evocar las pequeñas aldeas que salpicaban aquella cuenca nuestra, tejida con suaves lomas y verdes ripas, regachos limpios, ebrios de vida, álamos, veredas… Hoy las aldeas carecen de identidad y se difuminan como avergonzadas, entre unifamiliares, fríos parques y plazas de losas oscuras. Parecen sumidas en un silencio gris y fantasmagórico. Es el mutismo de la piedra y del ladrillo, el del no lugar.
Colmenas o disqueteras dormitorios, sin personalidad, sin relieve, sin especificidad, sin más paisaje (salvo los más potentados; esos también roban el paisaje) que los ladrillos de enfrente. Sólo nos va quedando la añoranza de aquellos espacios que la fantasía de las estaciones pintaba y modulaba. Entonces, el silencio de los campos enmarcaba la idiosincrasia propia de cada aldea, de cada rincón y se quebraba armoniosamente con la brisa verde de los chopos y las esquilas de los rebaños.
Desde las atalayas de La Higa, San Cristóbal, Erreniega, la “cuenca” abrazaba y contenía a la vieja Iruña, con aquel secular perfil de torres y murallas. Hoy campos y rebaños nos quedan como anacrónicos. Dos o tres décadas han sido suficientes para volatilizar un paisaje con alma propia, el espacio de la cuenca.
La ciudad en aras de la modernidad crece desmesuradamente, se le muere el espacio, se encarcela en el cemento de las urbanizaciones o de las grandes superficies. Mejor diríamos, auténticos templos de un consumismo desaforado, que están matando el alma de la ciudad y la vida del pequeño comerciante.
Hoy Iruña arrasa la cuenca, ascendiendo ya como un incontenible magma sobre las laderas de nuestros montes. Arrolla bosques, allana ribazos, engulle los cauces de los pequeños riachuelos. Los buldózer asolan y amenazan implacables. Uno ve con impotencia cómo desgarran la piel de nuestra comarca. Y esa obscenidad con la que desnudan el fértil manto que tras largos milenios formó la naturaleza.
Evidentemente, desnudar esas tufas azules, despertándolas del sueño del pleistoceno, no creo que altere el humor de promotores, constructores, bancos y cementeras. Es el “homo incultus” y destructor, que no muestra ningún rubor ni la más mínima sensibilidad ante este documento científico sobre la constitución del suelo que nos acoge.
La destrucción del patrimonio monumental, geológico, cultural, se practica con escandalosa impunidad. En esta catástrofe se implican arquitectos, jueces, auditorias y gobiernos. Todo un universo omnipotente, deshumanizado y con escasa contestación, que hace lustros hipotecó al pueblo su soberanía.
Son los agentes del “desordenamiento del territorio”. Una entidad blindada, para quienes los que denunciamos el vandalismo de las cementeras no dejamos de ser “más que unos ecologistas rancios y descabellados”.
Objetivos como los de recrear un mundo más humano, solidario y habitable, no dejan de ser propuestas irreales “románticas” para quienes sólo entienden de dividendos.
Pero este mundo no es de ellos. Nos imponen unas formas de vidas caóticas y deshumanizadas. ¿Cómo evitar ser catastrofista? ¿Acaso no está en riesgo, si la sociedad no los ataja, el medio, la propia sociedad y el planeta? ¿Qué calidad humana pueden ofrecer monstruos de cemento como Hong-Kong, New York, Madrid…?
Un servidor repudia y maldice esta cementación de la cuenca de Iruña. Reivindico nuestros paisajes como el entorno natural para poder oxigenar el alma y las relaciones humanas. El paisaje es un activo, un préstamo que nos legaron nuestros antepasados para depositarlo íntegro y vivo en nuestros hijos. Nadie por muy político y omnipotente que se sienta debe estar autorizado para arrasar nuestros entornos naturales.
¿Desarrollo sostenible? Por supuesto. Pero absolutamente comprometido con la conservación de todo nuestro patrimonio natural y por supuesto cultural. Lo demás, llamemos a las cosas por su nombre, es rapiña, destrucción y barbarie.