Cuando un pueblo va de verdad

Estos días, con la conmemoración del centenario de la Mancomunidad de Cataluña, me han venido a la memoria unos hechos extremadamente interesantes que sucedieron en otoño de 1913. Desde el verano de 1907 en las Cortes se debatía sobre la reforma de las administraciones locales sin ningún éxito. La ley que debía posibilitar la creación de la Mancomunidad estaba paralizada en el Senado desde hacía meses debido a la debilidad política del gobierno liberal presidido por el conde de Romanones, que había sucedido al del asesinado Canalejas. Ante la situación de bloqueo parlamentario, los partidos catalanes pasaron a la ofensiva y pusieron en marcha una campaña de protesta y de movilización ciudadana que culminó el 24 de octubre del 1913 con la convocatoria de la Asamblea Catalana. Fue una magna reunión de los parlamentarios catalanes (diputados y senadores) y los diputados provinciales de las cuatro provincias catalanas. Asistieron cerca de un centenar y medio de políticos de todas las adscripciones, salvo los lerrouxistas, que se negaron a ir.

 

Pere Coromines, entonces dirigente de la Unión Federal Nacionalista Republicana, dio estas instrucciones para el día: “Debe procurarse que tengan representación todos los partidos políticos, incluso los conservadores y los radicales; y para este efecto se dará a la campaña un aire catalán, y más que nacionalista, nacional. No se trata de un acto más como los de las otras veces sino una reunión trascendental, porque en ella estarán congregadas, como nunca lo habían sido desde el 1704, todas las fuerzas populares y aristocráticas, que constituyen la representación de Cataluña. Cuando un pueblo se pone en pie, no es necesario que amenace, porque la amenaza mejor es su actitud. Debe justificarse que Cataluña se haya cansado de esperar, porque de además la demora en la resolución siempre ha venido de soslayo y por causas fútiles y del todo extrañas a la cuestión catalana… Cuando se va de verdad, la amenaza es una señal de debilidad, y debemos ir de verdad”.

 

La Asamblea Catalana acordó pedir al gobierno que, como las cámaras legislativas no acababan de aprobar la ley, dictara un decreto que facultara a las diputaciones que quisieran para mancomunarse. Esta demanda recibió, además, la adhesión de la gran mayoría de los ayuntamientos de Cataluña, que habían respondido a una consulta realizada por las diputaciones sobre si querían formar parte de una mancomunidad catalana: 990 consistorios, que representaban el 95,7 % de la población del país, votaron afirmativamente, sólo 55 lo hicieron en contra, y 2 se abstuvieron. Por la tarde, una gran manifestación popular -más de 100.000 personas- recorrió las calles de Barcelona para apoyar la demanda de los parlamentarios catalanes. Cientos de entidades, desde las asociaciones de estudiantes y de dependientes hasta los orfeones, ateneos y centros excursionistas, desfilaron con sus banderas y estandartes para manifestar su acuerdo con el manifiesto redactado por la Asamblea Catalana. Los gremios de comerciantes cerraron sus establecimientos para apoyar la gran movilización ciudadana, la más numerosa desde los tiempos de la Solidaridad Catalana.

 

Aunque el gobierno Romanones cayó al día siguiente, su sucesor, presidido por el conservador Eduardo Dato, se vio fuertemente condicionado por “la cuestión catalana”. Dato tenía necesidad de consolidarse como jefe de los conservadores, ya que por decisión real había desplazado de la dirección de este partido al intransigente Antonio Maura, que se consideraba imprescindible. Necesitaba, por tanto, solucionar de manera rápida el pleito de la Mancomunidad y después convocar elecciones. Pronto comenzaron las gestiones de los diputados catalanes con el nuevo presidente para que aceptara la demanda de la Asamblea Catalana. Una carta de Cambó a Prat de la Riba, del 28 de octubre de 1913, nos lo explica así: “Ventosa ha visto a Dato y le ha propuesto esta solución como único medio de evitar una fuerte agitación en Cataluña. Dato lo ha aceptado en principio, pidiéndole que le diéramos por escrito nuestro proyecto para poderlo consultar él con Sánchez Guerra y otros ministros”.

 

El 18 de diciembre de 1913 Alfonso XIII y Eduardo Dato firmaban el decreto que autorizaba a las diputaciones provinciales para mancomunarse para fines exclusivamente administrativos. Hacía más de seis años que se habían iniciado los debates parlamentarios sobre las mancomunidades y habían pasado cuatro gobiernos diferentes (Maura, Canalejas, Romanones y Dato). Hacía poco más de dos años que una comisión de las cuatro diputaciones catalanas, presidida por Enric Prat de la Riba, había presentado al gobierno Canalejas la petición oficial para constituir una mancomunidad en Cataluña. Fue la perseverancia de los parlamentarios de diversas adscripciones, desde Francesc Cambó y Pere Coromines hasta el liberal Alfons Sala -que años después sería el enterrador de la Mancomunidad-, con sus intervenciones en las Cortes, las gestiones constantes de las cuatro diputaciones catalanas y la decisiva presión popular reflejada en la fiesta del 24 de octubre de 1913, lo que consiguió que finalmente el gobierno de Madrid aceptara la constitución de la primera institución representativa de toda Cataluña desde los Decretos de Nueva Planta. Fue la principal victoria lograda por el catalanismo político hasta 1931.

 

Pienso que hay que retener de este episodio de hace poco más de un siglo varias cosas. La complementariedad política conseguida entre la acción de los parlamentarios en Madrid, la presión de las diputaciones, el apoyo casi unánime -un auténtico plebiscito- de los ayuntamientos y la gran movilización ciudadana en las calles. Y también la habilidad política mostrada por las inteligentes palabras de Pere Coromines: “Cuando se va en serio, la amenaza es una señal de debilidad, y debemos ir de verdad”.

 

ARA