En su artículo Los Caídos: ha llegado la hora de avanzar, José María Muruzábal hace afirmaciones a las que me gustaría responder. Interpreta un artículo que publiqué en estas páginas (Monumento a los caídos: entre la humillación y el horizonte 15/07/2021) con trazo un tanto grueso. Su texto reitera argumentos que la derecha lleva utilizando años para no hablar de los crímenes del franquismo, de los terribles efectos de la impunidad en nuestra cultura política y del derecho que tienen las víctimas de la dictadura a ser atendidas, reparadas y protegidas por todos los poderes del Estado.
La estrategia dialéctica con la que inicia su reflexión consiste en decir que está de acuerdo en la mayoría de mis reflexiones, para envolver con esa piel de cordero dialéctica que la diferencia está en lo esencial, en lo cualitativo, en la valoración de lo que se debe hacer con las consecuencias de la dictadura.
Se queja Muruzábal de los intentos que vivimos en los últimos años por cambiar la historia. Y curiosamente es él quien pretende cambiarla al repetir palabras como guerra, contienda o “aquella barbarie”. Como no desconoce que en Navarra nunca hubo una guerra en 1936, hablar en términos bélicos de lo que ocurrió a partir del 19 de julio de aquel año es una forma de oxigenar la historia del golpe de Estado y dar a entender que aquella terrible cacería, sangrienta e inquisidora por parte de los golpistas, fue en realidad el choque de dos ejércitos.
Hablar de guerra donde no la hubo es negacionismo. Es afirmar que los más de tres mil civiles republicanos que los golpistas asesinaron estaban uniformados, armados, formando parte de un ejército. Hablar de guerra es otorgar la condición de combatientes a miles de civiles detenidos ilegalmente, torturados, asesinados y cuyos cadáveres fueron ocultados por sus verdugos. Eso sí que es un intento de cambiar la historia.
Cuando las víctimas del franquismo defienden y reclaman los derechos que debe garantizarles una democracia, y no lo hace, son acusadas por quienes no reconocen esos derechos de guerracivilistas.
Entre los argumentos usuales de la derecha para condenar el golpe de Estado franquista o no deslegitimarlo está la narrativa de un ambiente en el que parecería una consecuencia lógica. Nada más guerracivilista que tratar de señalar una guerra civil donde nunca la hubo. Es habitual que ciertos sectores conservadores acusen a otros de lo que ellos son. Nadie hablaría de que en los campos nazis de concentración había dos bandos enfrentados, como nadie puede hacer esa afirmación con respecto a las víctimas de los terrorismos o a la ejecución de las órdenes sangrientas y genocidas del general Mola en tierras navarras.
En mi artículo expliqué cómo en el seno de una familia perseguida, acosada y atemorizada por la dictadura se podían desarrollar terrores diurnos y nocturnos e incluso sentimientos de inferioridad. Comportamientos nacidos del desamparo, de un síndrome postraumático y de la violencia utilizada para su sometimiento. Acepta mi interlocutor que había “miedo e inferioridad de una parte de los españoles”, pero su lenguaje no es inocente. La frase expresada así, sin contexto, sin identidad de los sujetos, difumina algo muy concreto. Tras el golpe de Estado de 1936 hubo un apartheid navarro, una clase social con todos los derechos y privilegios y otra que tenía a sus maridos, a sus padres, a sus hermanas en las cunetas y apenas podía respirar, aprender a sobrevivir conviviendo con el terror y servir.
La existencia de un monumento a esos caídos, que participaron efusivamente en la construcción de una dictadura que durante cuarenta años se negó a celebrar elecciones libres, y acosó y torturó a miles de opositores, es el centro del debate. Hablar de infraestructuras y oportunidades para seguir escondiendo a los verdugos debajo de la alfombra desvela una postura más estética que ética.
Eso se deduce cuando asegura que con el regreso de la democracia todas las personas que sufrieron la violencia franquista pudieron y pueden levantar la cabeza. Lo cierto es que en este reino de la impunidad existen muchas razones para que las víctimas del franquismo y sus descendientes sigan sufriendo y desconfiando. Hay cientos de desaparecidos que no han sido encontrados en las cunetas, ni identificados ni devueltos a sus familias. Hay muchas personas que siguen viviendo fuera de sus hogares familiares, ni pueden cosechar las que fueron sus tierras porque alguien las confiscó a pistoletazos.
La fragilidad argumental es manifiesta al trasladar a situaciones similares en las que en nuestra historia algo más reciente hemos sufrido la decisión de algunos verdugos de crear víctimas. ¿Llamaría contienda al terrorismo o a la violencia machista? ¿Utilizaría como hace reiteradamente la expresión “todas las víctimas” en esos casos?
En una especie de negociación social, acepta retirar la simbología franquista para resignificar el monumento. La propuesta de retirarlo del espacio que hoy ocupa y convertir ese lugar en horizonte abierto la califica de ejercicio de odio y rencor y no de justicia. Un clásico podríamos llamar a todos esos argumentos que califican de venganza la reivindicación de las víctimas de la dictadura de su derecho a la justicia.
¿Cómo construimos justicia para miles de víctimas que han muerto sin ver a los asesinos de sus seres queridos sentados en un banquillo como acusados? ¿Cómo reparamos todas esas infancias rotas, los sueños de tanta gente, los proyectos vitales, los sufrimientos de tantas personas que ya no están? ¿Cómo lo hacemos en una sociedad cuyos poderes del Estado han pactado que la impunidad judicial y el no señalamiento de los perpetradores es lo mejor para la paz y la convivencia?
El problema del monumento a los Caídos no es sólo su significado, también lo es su significante. Resignificarlo serviría para disfrazar, perpetuar y consolidar la impunidad. Fue construido como una demostración de fuerza del fascismo y debe ser deconstruido como una demostración de fuerza de la democracia.
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