El teólogo anglicano Eliseu Vila, economista por más señas, sostiene que la crisis económica que anega el bolsillo de los pobres en este comienzo de milenio se debe a una crisis espiritual de valores. Según este visionario, «cuando eliminamos a Dios de la escena, desaparecen los referentes morales, se debilitan los absolutos, se entra en el relativismo, prima la codicia personal, y el sistema económico se colapsa. La economía está en crisis porque el sistema de valores está en crisis, y estos lo están porque el cristianismo está en crisis».
Extraña conclusión: la culpa de lo que está pasando la tiene el cristianismo. El sistema capitalista, pobrecillo él, no tiene responsabilidad alguna en los desaguisados económicos que acontecen en la rúa y en la casa del proletariado. A no ser que cristianismo y capitalismo sean la misma cosa deleznable. Bonito cromo. El sistema capitalista entra en crisis porque la gente comienza a perder la fe en Nuestro Señor Jesucristo. ¡Si Keynes levantara el cerebelo!
Ya que la crisis económica es producto de una crisis en picado del cristianismo, se me ocurre pensar que todo se solucionaría si la sociedad se convirtiera al unísono democrático al budismo o al sintoísmo. Si el cristianismo está en bancarrota y no es capaz de solucionar los problemas de gamberrismo ético que produce el capital, acabemos de una vez con él: convirtámonos todos a Alá, y santas Pascuas. A Alá, o a Buda. ¡Qué más da, si al final se resuelve la crisis económica, que es lo que importa superar!
El arzobispo de Pamplona, Francisco Pérez González, también se hizo frontón y eco de la consigna papal que asociaba la crisis económica con la debilidad de la moral y de las costumbres. Algo inaudito. Tal asociación, si algo revela, es el masoquismo de los dirigentes eclesiásticos. Porque con semejante discurso conductista lo único que hacen es tirar piedras contra su propio tejado, evidenciando que el cristianismo, y, menos aún, el catolicismo, no es suficiente argamasa espiritual para elevar la moral de la tropa. El cristianismo actual que pregona la jerarquía eclesiástica está demostrando su radical incapacidad para salir de la crisis económica.
Nada más iniciarse el año de 2010, el Papa Ratzinger, en el rezo tradicional del Angelus dominical, afirmaría que «gracias a Dios la esperanza no se basa en pronósticos improbables ni en previsiones económicas. Nosotros confiamos en que Jesús reveló de un modo definitivo su voluntad de estar con el hombre y de compartir su historia para guiarnos a todos a su Reino de amor y vida». Claro que sí, hombre. Si todo depende de la voluntad de Dios, y nada de los manirrotos y torpes economistas y del sistema productivo, está claro que la economía de Dios -vulgarmente cristianismo- es una economía que se ha mostrado inútil para solucionar la crisis moral que nos invade.
Naturalmente, si es como dice el Papa, uno se preguntaría para qué estudiará la gente Ciencias Económicas y Empresariales. Pues la esperanza de que se acabe el paro, suba la renta básica, desaparezcan las hipotecas y el impuesto de sucesiones, y así por el estilo, no depende de análisis micro o macroeconómicos, sino de que confiemos en la voluntad del Altísimo. En este sentido, los economistas deberían acompañar su curriculum con una asignatura denominada «Teología Económica». En ella, aprenderían que la economía de un país para que vaya bien o mal no depende de su tejido industrial, agrícola o de servicios, investigación y telecomunicaciones, sino de la fe que muestre la sociedad en
El clónico del Papa aquí en España, el cardenal arzobispo de Madrid, sostendrá que «las relaciones entre la crisis económica y la crisis del derecho a la vida son intrínsecas». Hay crisis económica, porque existe una crisis moral en todos los órdenes. Lo que en clave positiva significaría que los países que han superado la recesión también han entrado en una vía ética y moral amejorada. Lo que arroja una pregunta inquietante: ¿se debe ello a que habrán dejado de ser cristianas, o, por el contrario, habrán aplicado como cataplasma el sermón de
Es notable que Rouco sostenga en plan interdisciplinar, lo que ya es decir tratándose de un cardenal, que «existe una interrelación entre los elementos financieros y económico, bioéticos y culturales que configuran la actual crisis». Por elementos que no falte. No es la primera vez que una batalla se pierde por culpa de ellos. Lo que resulta extraño es que habiendo tantos elementos azuzando la crisis, incluidos los financieros y económicos, afirme este cardenal que la razón última que explica esta crisis es «el fracaso del modelo del superhombre como el salvador único de los problemas de la sociedad y el mundo».
El cardenal debe creer en ello, porque lo repite varias veces. La culpa de esta crisis radica en «ese mito del superhombre que animó con tanto éxito histórico el pensamiento y la cultura del siglo pasado ha vuelto con nuevas formas», encarnándose en «ese hombre del siglo XX que despreciaba la vía del amor misericordioso de Jesucristo Crucificado, porque creía que se bastaba a sí mismo con el manejo de su poder socioeconómico, político y cultural para resolver las injusticias del mundo».
Para el cardenal esa figura «parece volver a aparecer en el umbral del tercer milenio, con la ciencia empírica como última instancia de la vida y del comportamiento humano capaz de garantizar la felicidad y el bienestar de los ciudadanos del mundo, sin necesidad de una razón trascendente y moral fundada en el mandamiento inequívoco del amor, que clarifique y dignifique el uso de la libertad».
Con lo que llegamos a una conclusión que para los obispos tendría que ser consoladora: la crisis económica sólo debería afectar a los ateos, a los depravados y a la gente muy mala. Una crisis económica con un fondo ético innegable y en la que lo más sobresaliente es la falta de amor a Jesucristo, tendría que haber pasado de largo sin hacer mella en los verdaderos creyentes, como Berlusconi, ¿no?