Que hay que convertir la crisis en una oportunidad es un eslogan de manual. Ciertamente, este es el buen camino, pero el caso es que tal propósito no se consigue sólo por el hecho de repetir la frase como una jaculatoria, o cómo dicen ahora, como si fuera un mantra. Para que la crisis sea una oportunidad hace falta que se produzca una toma de conciencia radical que permita un cambio profundo de mentalidades y de actitudes. Y esto no se produce automáticamente. De entrada, y si no hay una adecuada comprensión de qué significa una recesión económica como la actual, el pánico a la crisis no hace nada más que agravarla. Y es por eso que, sin un liderazgo sólido que oriente el conjunto de la sociedad, que le proporcione suficiente confianza en ella misma y que lo haga con fuerza para generar adhesiones en todos los frentes, la crisis sólo acabará siendo esto: un pozo oscuro cuya la profundidad sólo se sabrá cuando se produzca el batacazo final.
Pues bien: tengo la impresión que la sociedad catalana todavía no responde de manera adecuada a la crisis. Hoy por hoy, ante los discursos más alarmistas -que en eso sí que somos excelentes- se producen huidas ninguno adelante y en perdigonada, reacción más propia de una dispersión que no del movimiento concertado que haría falta. Empresarios contra entidades financieras, directivos de banca contra medios de comunicación, periodistas contra sindicatos, sindicalistas contra gobiernos, dirigentes políticos contra organizaciones empresariales, y venga dar vueltas y pasarse las culpas. A pesar de que ya hace un año que se empezó a percibir claramente -quién lo quería ver- que se hundía el castillo de naipes, hay sectores que todavía no han hecho ni el más pequeño movimiento en la dirección adecuada. Por ejemplo, que este año a los funcionarios nos aumenten el sueldo un 3,5 por ciento es un escándalo tan grande que tendría que avergonzar a los sindicatos que lo pactaron hasta retractarse. Eso sí que sería un gesto de gran importancia económica y de gran fuerza simbólica. Y que haya instituciones públicas que a estas alturas del drama todavía no hayan dado ninguna instrucción para reducir sus presupuestos -hablo del mundo que conozco- hace poner los pelos de punta. Y así, sucesivamente.
En este marco de análisis catastrofistas pero de pocos movimientos de fondo, hay que reconocer que las palabras -siempre tan escasas- del presidente Montilla al Círculo Financiero de La Caixa van en la buena dirección: realismo, firmeza, espíritu de sacrificio, revisión de la gratuidad total de los servicios públicos, reducción de costes para mejorar la productividad… Ahora bien: el drama es que Montilla, que es un hombre con un gran sentido de las proporciones y del ridículo, sabe que no puede ir mucho más allá de apuntar caminos, pero sin poder hacer de guía. Hace el efecto de que el gobierno de Cataluña se ha movido bastante bien y que se están resolviendo muy positivamente algunas de las grandes amenazas que caían sobre la economía industrial del país -Sony, Nissan, Seat…-. Pero con respecto a las grandes decisiones estructurales que habría que tomar para hacer que la crisis se convirtiera verdaderamente en una oportunidad, lo cierto es que la responsabilidad no la tiene nuestro gobierno. Por esto, Montilla se mantiene en un discreto -si bien activo- segundo término, y se limita a sugerir aquello que cree que Madrid tendría que decidir.
En Madrid, sin embargo, no hacen los deberes. Cómo me decía un amigo hace pocos días, cada vez es más claro que seguir confiando en España es jugar con fuego. La insensatez cada día está más en la banda de los unionistas, es decir, de los catalanes que todavía confían en una solución española para los problemas de Cataluña, más que no en la de quienes creemos que sólo la independencia nos permitiría tomar las grandes decisiones que hacen falta para situar nuestro país en el mundo. Y con la crisis, más que nunca. El discurso de Montilla en el Círculo Financiero de La Caixa lo deja más claro: ojalá el presidente tuviera el poder necesario para liderar la salida de la crisis y no se tuviera que limitar, con guantes de seda, a hacer una crítica velada de la inacción del gobierno español. Está claro que el presidente catalán podría seguir el estilo de Pujol, y según cómo, el de Maragall, que consistía en simular que lideraban incluso en aquello en que no tenían competencias. Esta ha sido una práctica habitual del catalanismo para superar las limitaciones de su escaso poder: el hacer como sí. Pero es cierto que también tiene sus riesgos si al final tienes que acabar de la misma manera: suplicando que Madrid te entienda, te estime, le gustes, te perdone y, si le place, te salve.
Aun así, el problema del liderazgo de la crisis no se limita al papel de nuestro presidente. En Cataluña nos afecta más profundamente que en otras latitudes por el hecho de que, por tradición, sabemos poco de liderar. Nos falta sentido institucional y de la autoridad; respeto por la jerarquía y a ésta, sentido de la responsabilidad; capacidad para crear equipos que trabajen en la misma dirección; inteligencia comunicativa… El drama es que, mientras los gobernantes españoles confían que caerá el maná del cielo, a los catalanes nos cuesta pasar de la conciencia del alcance de la crisis, que la tenemos, a la capacidad para gestionarla, que no está en nuestras manos. Nos falta sentido de Estado. De hecho, nos falta Estado.