En el artículo La ilusión por el Estado publicado en este diario el pasado día 1 de junio, Agustí Colomines se amparaba en su “sesgo de historiador” para recordarnos que la larga tradición del catalanismo ha sido sobre todo autonomista y no independentista. Y se preguntaba si es que la fortaleza del Estado español o la base sociológica del catalanismo habían cambiado suficientemente como para justificar la actual “fiesta” independentista que le incomoda tanto. El guante que lanza Colomines al independentismo es bueno que sea recogido, no tanto para enmendar la plana al historiador -cosa para la cual no tengo competencia- sino para intentar precisar las claves del debate.
Dejo de lado, está claro, el tono despectivo con el que Colomines trata la causa independentista. El uso de expresiones como “tener más tripas que nadie”, “proliferación de propaganda”, “fuego de virutas” o “aberración teórica” -por cierto, muy parecido a las que se usan para descalificar el nacionalismo de CiU- podrían hacer dudar de la sinceridad de las preguntas de fondo que contiene el artículo. Y no lo digo porque en el independentismo no haya de todo, como pasa en todas las familias. Pero esto no son argumentos sino, precisamente, tripas. Cómo tampoco sería aceptable que se recurriera a las trayectorias o a los proyectos personales del adversario para descalificar las razones.
Pasemos, pues, a los argumentos. En primer lugar está la cuestión que se plantea de si la tradición autonomista del catalanismo, es decir, el limitarse a encontrar un encaje razonable en España, obliga de una u otra manera a permanecer ligados a ella por siempre jamás. Pues bien, paradójicamente, creo que el empuje actual de la apuesta por la independencia de Cataluña deriva de la misma constatación que hace el historiador. Efectivamente, el hecho de que el proyecto central de este catalanismo nunca haya sido capaz de conseguir sus objetivos, ni los políticos ni los estrictamente culturales, es el que ahora nos urge a hacer una reflexión de fondo y a tomar una decisión radical. Ni pedagogías, ni conllevancias, ni súplicas de comprensión, ni amenazas de desafección: ya tenemos suficiente con estas historias. Ante el hecho indiscutible de que el proyecto de nación española y el Estado que la ampara nunca han considerado sinceramente la posibilidad de reconocer un espacio político para el catalanismo, ni siquiera para la imprecisa “causa soberanista” que parece que es la del historiador, sólo queda el adiós muy educado, o darles viento, si se vuelven de espaldas. La independencia es la única respuesta democrática y nacionalmente digna al autoritario separatismo español.
Ciertamente, se puede dudar de la viabilidad de la independencia de Cataluña y preguntar, como hace Colomines, si es que ha menguado la fortaleza del Estado o crecido la base social del catalanismo. Pero antes de responder, hay que decir que treinta años después de la Constitución de 1978, de lo que ya no hay ninguna duda es de la absoluta imposibilidad de que el proyecto autonomista lleve a ninguna parte. Hace años que se veía venir que no hay otro encaje posible en España que no sea un encajonamiento. No hay alternativa de incorporación que no implique la previa renuncia a ser como nación, cómo ha demostrado la última reforma estatutaria. Por lo tanto, la elección es triple: o se abandona la lucha por la nación -si bien lógicamente comportaría la aparición de brotes de radicalismo no democrático-, o nos engañamos dando vueltas y más vueltas en el círculo vicioso de un autonomismo que se ha quedado sin horizonte haciendo ver que nos lo estamos repensando por enésima vez, o consideramos la apuesta por la independencia y -dadnos un par de años- la dotamos de contenido y estrategia.
Siempre me he hecho cargo, y he respetado sin reservas, que en 1980 el nacionalismo hiciera un acto de confianza en la vía autonomista. Y es cierto que, viniendo de donde veníamos, la ambigüedad de los gobiernos de CiU en su relación con el Estado permitió adelantos significativos en la reconstrucción del país. La pregunta, sin embargo, es si actualmente este modelo de ambigüedad permite hacer balances positivos. Y, francamente, todos los datos conocidos son negativos. Hablamos de evidencias: los catalanes no tendremos nunca un futuro nacionalmente digno, culturalmente pleno y económicamente avanzado en España y el autonomismo o el soberanismo ambivalente ya no son capaces de ofrecer la promesa ambiciosa que el país necesita para conseguir la adhesión de los catalanes de hoy. Queda, aun así, la cuestión de si ha cambiado tanto la fortaleza del Estado o la base social del catalanismo para dar el paso. Y la respuesta es sí. Lo prueba el hecho de que el Estado, sus instituciones y sus gendarmes muestran cada vez un nerviosismo mayor respecto de los catalanes. Son ellos que se sienten débiles. Lo prueba la emergencia, en progresión geométrica, de un independentismo hasta ahora silenciado y silencioso por prudencia o por poca fe. Y lo prueba el descrédito de la actual política catalana, incapaz de interpretar las aspiraciones, de entrada, de aproximadamente una tercera parte de los catalanes. Y este punto me permite responder al último desafío dialéctico de Colomines sobre si el independentismo “liga” con la realidad social, política e institucional del país. Porque la respuesta es fácil: no, Agustí, todavía no responde. Pero precisamente por esto estamos: para transformar esta realidad. Si de lo que se tratara es de ajustarnos a la “realidad”, más valdría que el independentismo se retirara, pero también lo tendría que hacer el soberanismo de Colomines.
De modo correlativo, esta semana he asistido el lunes al homenaje a Pepe Rubianes y el martes a la entrega del Premio de Honor de las Letras Catalanas a Joan Solà. Y no soy ciego a la realidad: la “realidad” que menciona Colomines estaba más en el Palau Sant Jordi que no en el Palacio de la Música. Catorce mil contra mil. Pero esta constatación no me acobarda: me alienta. Porque mi país es mucho más grande que no lo que representaba un Manuel Fuentes lingüísticamente acomplejado, hablando gratuitamente en español, como fue el ochenta por ciento del homenaje retransmitido por Tv3. Con breves y notables excepciones como la de Toni Albà, esa es la imagen de un país resignado y sometido. En cambio, mi país, quiero decir el que haremos y que tiene futuro, incluye el del Palau Sant Jordi con ganas de risa, sí, pero se hace con las ganas de luchar de los que se reunían con Òmnium Cultural para homenajear a Joan Solà, que ha hecho de la lengua catalana su pasión, su compromiso y su felicidad. Y sé que como fuerza de futuro tenemos más los mil de Òmnium, los cinco mil de Bruselas o los de ayer en la plaza de Sant Jaume. Y, sobre todo, creeré en el futuro mientras nos guíen testigos de rigor intelectual, lucha cívica y dignidad nacional como Joan Solà.