Covid-19: la patológica búsqueda de la seguridad

Lo estamos viendo día tras días desde que se decretó el estado de alarma: la pandemia del covid-19 ha hipertrofiado todos los mecanismos y medidas coercitivas de las que dispone el Estado sin necesidad de crear un régimen sancionador excepcional ad hoc. En su lugar, la norma que decretó el estado de alarma se remite a las leyes que habitualmente emplean las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y que se pueden resumir en dos opciones: Código Penal y Ley de Seguridad Ciudadana (la conocida como Ley Mordaza). Los resultados de adoptar unas medidas de confinamiento tan severas junto con la aplicación a discreción de normas que han sido criticadas desde su promulgación, entre otras razones por vulnerar los principios constitucionales más elementales, están siendo alarmantes. En términos cuantitativos, en el momento en que escribo este artículo el Ministerio del Interior ha recibido más de 740.000 propuestas de sanción y se han detenido a cerca de 6.700 personas desde la activación del estado de alarma. En términos cualitativos, son numerosos los casos registrados por organizaciones de defensa de los derechos humanos en los que se denuncia un uso excesivo de la fuerza y violencia empleada por distintos cuerpos policiales. ¿No había otro camino a seguir que el establecimiento de unas medidas restrictivas tan extremas?, ¿no había -no hay- más alternativa que el Código Penal y la Ley Mordaza?

La emergencia del Estado soberano y las expresiones del punitivismo

Se han dado distintas respuestas a estas preguntas. Una de las más conocidas y que más fortuna ha hecho entre la familia de las distintas izquierdas es la que ha dado el filósofo italiano Giorgio Agamben. Recientemente, en una entrevista en la que le interrogaban sobre si nos encontramos ante una nueva forma de totalitarismo, el autor de Homo Sacer sostenía que “estamos viviendo el fin de un mundo, el de las democracias burguesas, basado en los derechos, los parlamentos y la división de poderes, que está dando paso a un nuevo despotismo que, en lo que respecta a la omnipresencia de los controles y el cese de toda actividad política, será peor que los totalitarismos que hemos conocido hasta ahora”. La respuesta de Agamben está hecha con un trazo demasiado grueso y no sin razón su actitud ha sido calificada de frívola. Desde luego, estamos viviendo un momento de excepcionalidad jurídica que pone en riesgo el núcleo duro de los derechos y principios consagrados en las constituciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Ahora bien, ¿en qué posición nos deja aceptar el escenario del filósofo italiano? ¿Acaso darlo por hecho no supone asumir una derrota, menospreciar los mecanismos del Estado de Derecho que aún quedan en pie y, todavía peor, renunciar a toda posibilidad de transformación posible?

Ante estas mismas preguntas, Paz Francés, profesora de Derecho penal de la Universidad de Navarra y autora del excelente libro ¿Se puede terminar con la prisión?, ha dado una respuesta mucho más serena y matizada. Según Francés, las medidas punitivas adoptadas tanto en un plano horizontal -la denuncia entre individuos- como vertical -desde el Estado hacia los individuos- no son sino la precipitación de algo que ya se encontraba en la sociedad. El uso del miedo, el lenguaje bélico, la explosión sancionadora o la normalización del encierro son expresiones de una misma pulsión punitiva. Ahora bien, siguiendo el camino apuntado por Francés creo que es oportuno preguntarse sobre las raíces de algunas de las expresiones punitivas que señala y, tal vez aún más importante, si éstas son o no irreversibles. Paz Francés ofrece algunas pistas al respecto a las que volveré enseguida, aunque antes me gustaría dar un pequeño rodeo alrededor de otro texto que ilumina un aspecto distinto de este asunto.

La búsqueda patológica de la salud

David Cayley, pupilo y entrevistador de Ivan Illich, reflexionaba en un largo y sugerente texto sobre la actual pandemia en diálogo con la obra del pensador austríaco. En su exposición de la obra de Illich, Cayley explica cómo una de las cuestiones que más le preocupó al autor de Némesis Médica fue los efectos contraproducentes que provocaba una exacerbación del papel de la medicina en las sociedades posindustriales europeas. Según Illich no era nada descabellado pensar que en un determinado momento “la intervención médica comenzaría a derrotar a sus propios objetivos, generando más daño que bien”. A ese fenómeno lo denominó iatrogénesis, una hybris biomédica que de manera simultánea despliega sus efectos en el plano clínico, social y cultural. Más allá de los conocidos “efectos adversos” de la práctica clínica, la iatrogénesis social y cultural han cristalizado en una honda transformación antropológica que, según nos cuenta Cayley, tiene que ver con la expectativa de que “todo sufrimiento puede y debe ser aliviado de inmediato”, con la concepción de la propia muerte como una derrota y, en definitiva, con la “búsqueda patológica de la salud” que tiene su apéndice más visible en la obsesión por evitar cualquier tipo de riesgo. Este proceso de erosión y descomposición antropológicos es el que el filósofo Santiago Alba Rico ha analizado desde sus primeros escritos y que ha identificado en Ser o no ser (un cuerpo) con “la muerte de las tres facultades “neolíticas” -la razón, la imaginación y la memoria- y el fin de la “mesopotamia” de la evolución, desde donde podía hallarse aún un camino hacia la democracia y la igualdad”. Así, una de las consecuencias más agudas de esa preeminencia de la práctica médica, en especial en los momentos de crisis, es que se sustrae a las reglas ordinarias de la justicia ya que, según Illich, “a quien se le asigna el control sobre la muerte deja de ser un humano ordinario […]. El tiempo y el espacio comunitario reclamados por la empresa médica resultan tan sagrados como sus homólogos religiosos y militares“.

En todo caso, la relación que sugiere Illich entre el papel de la medicina y los militares, entre esa búsqueda patológica de la salud y, añado, de la seguridad, es una de las tensiones que con más fuerza está emergiendo durante esta pandemia. A este respecto no es casual que Adrian Vermeule, profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Harvard y uno de los mejores conocedores de la obra de Carl Schmitt, haya propuesto aprovechar las actuales circunstancias para dar un paso adelante hacia “un gobierno autoritario del bien común” dirigido por una poderosa administración y sustentado, entre otros ideales, en la salud y la seguridad. Ahora bien, este irrefrenable deseo de seguridad destinado a prevenir todo riesgo, ¿era inevitable? En absoluto. En el caso de nuestro país tiene un largo recorrido.

Hacia un Derecho penal de la peligrosidad e inseguridad

En los primeros años de este siglo, después de los atentados del 11-S y de la Guerra contra Irak, el Partido Popular se esforzó en situar la seguridad ciudadana como una de las principales preocupaciones de la opinión pública. De hecho, el lema de campaña que emplearon los populares en las elecciones municipales de 2003 fue precisamente “Menos impuestos, más seguridad“. La Ley Orgánica 11/2003, aprobada dentro del Plan contra la delincuencia elaborado durante el segundo mandato de Aznar, dibujaba algunas de las principales líneas maestras de la política penal de las próximas décadas que nada tenían de inevitables, sino que respondían a una voluntad política muy concreta. Uno de los objetivos declarados en la Exposición de Motivos era el fortalecimiento de la seguridad ciudadana. La culminación de esa transformación del ordenamiento jurídico culminó con la modificación del Código Penal y la aprobación de la Ley Mordaza en el año 2015. Tal vez, por ser telegráfico en cuanto a las incontables críticas a las que ha sido sometida esta ley, es oportuno recordar que el Consejo General del Poder Judicial calificó ambas propuestas como un ejemplo de “Derecho penal de la peligrosidad” ya que “desde los axiomas de este derecho, la seguridad se convierte en una categoría prioritaria en la política criminal, como un bien que el Estado y los Poderes públicos han de defender con todos los medios e instrumentos a su alcance”.

Como han analizado Ignacio González y Manuel Maroto, estas reformas legislativas han tenido, en relación con el ciclo de protestas iniciado en 2011, un triple propósito: generar un efecto desaliento respecto a las movilizaciones sociales, introducir una fuente adicional de recaudación y “difundir la percepción de que la protesta en los espacios públicos no es un derecho, sino una actividad molesta, que por lo tanto se grava para compensar al Estado”. En este sentido, el endurecimiento progresivo del Código Penal y la construcción de un Derecho administrativo sancionador desbocado no ha tenido que ver con un aumento de la criminalidad, sino con el tipo de respuesta que se ha querido articular ante la profunda inseguridad social y vital que generó la crisis económica de 2008 entre amplias capas de la población. González y Maroto ofrecen un dato terriblemente ilustrativo sobre lo que Loïc Wacquant ha llamado la construcción de un Estado penal y es que entre los años 2012 y 2013 el gasto en material antidisturbios y de protección policial aumentó un 1780% en 2013, pasando de 173.670 a 3,26 millones de euros. Esta transformación del Estado, junto al incomparable número de sanciones que se han impuesto durante la vigencia del estado de alarma, refuerza la idea de los autores respecto a que, en comparación a Estados Unidos, el proceso de transformación penal de los Estados europeos se muestra de forma más evidente si ponemos nuestra atención en las Fuerzas y Cuerpos Seguridad antes que en las cárceles (sin minusvalorar el papel que desempeñan en nuestra sociedad las prisiones o los Centros de Internamiento de Extranjeros).

¿Apología de la inseguridad?

Lo que he intentado mostrar hasta aquí es que, por tentadora que resulte la idea de explicar con esquemas totalizantes y mecánicos los riesgos ante los que nos encontramos, no deberíamos ceder a ese impulso. Por un lado, porque bajo explicaciones totales solemos perder de vista detalles importantes. Por otro, porque en muchas ocasiones nos dejan en el mismo lugar del que partíamos; un lugar que con frecuencia suele ser impotente y minúsculo. Por otra parte, también he querido mostrar que esta pulsión de seguridad que nos invade como anverso de eso que Ivan Illich llamó la “patológica búsqueda de la salud” tiene unas raíces muy concretas que, en síntesis, tienen que ver con una política penal y sancionadora de signo expansivo y conservador; un patrimonio compartido tanto por el Partido Popular como por el PSOE que ha hipertrofiado, siguiendo a Wacquant, el brazo derecho del Estado.

Sin embargo, a riesgo de sonar ingenuo, no creo que debamos renunciar a articular un programa que anule este deseo de seguridad y que se materialice en transformaciones concretas como son, sin ánimo de ser exhaustivo, acabar con la Ley Mordaza, cerrar los Centros de Internamiento de Extranjeros, derogar la prisión perpetua o reivindicar el papel de la justicia restaurativa.

Se trataría de una apología de la inseguridad, entendida como la necesidad de asumir la vulnerabilidad intrínseca a la vida y renunciar al riesgo cero, pues esto último supone el verdadero riesgo en términos sociales y antropológicos. Se trataría de cambiar la mirada con la que nos enfrentamos al mundo y dejar espacio a la duda razonable que precede al juicio sin justicia, desbocado e inmediato, del otro como un peligro potencial. Esta pandemia nos está dejando escenas de denuncia desde los balcones y excesos policiales en las calles. También muestras de apoyo entre vecinas, vivas por la sanidad pública y mensajes de ánimo a desconocidos. Ante un horizonte securitario desafiado por perseverantes signos de fraternidad y esperanza el futuro permanece abierto.

https://blogs.publico.es/dominiopublico/32470/covid-19-la-patologica-busqueda-de-la-seguridad/