Núm. 1790
1 de octubre de 2018
Una de las funciones y de las características del Estado moderno es que tiene el control efectivo del territorio. Es decir, la capacidad fáctica de decir qué se hace y qué no se hace en este territorio. No importa, a estos efectos, que sea a través de métodos democráticos o autoritarios (moralmente no es lo mismo, es lo contrario), el caso es que cualquier Estado presenta ante el mundo, como una prueba de su realidad, la garantía y la seguridad de que ejerce plenamente este control. Las grandes crisis de los Estados modernos se han producido cuando una parte del territorio de un Estado ha quedado fuera de su control, porque lo tiene algún otro actor político. Los casos extremos serían los del Líbano o de Colombia, ambos hace unos cuantos años: el Estado no podía responder de cosas que pasaban en una parte de su territorio porque era otro quien las decidía. Quien mandaba en ella.
Ahora hará un año, la proclamación formal de la República catalana no se materializó -el Govern acabó entre el exilio y la cárcel- porque no tenía el control efectivo del territorio, condición necesaria -pero no suficiente- para obtener el reconocimiento internacional. No tenía los resortes de poder, no mandaba sobre las estructuras que operan en Cataluña. El intento de crear estructuras de Estado previas a esta declaración de independencia, y activadas por la declaración, no había llegado a los mínimos suficientes para poder hacer efectivo lo que se proclamaba. Supongo que a eso se refería la consejera Ponsatí cuando decía que se iba “de farol”. Yo no lo hubiera dicho así, pero la declaración formaba parte de una estrategia para forzar al Estado a negociar que la convicción de que se podía llevar a cabo inmediatamente lo que se proclamaba.
La República catalana no tenía el control efectivo de su territorio. Pero el referéndum del 1 de octubre demostraba que tampoco lo tenía el Estado. A pesar de poner todos sus recursos, convencionales y no convencionales, para evitar que se celebrara ninguna votación. No un pequeño acto clandestino en un lugar invisible: una votación en todo el territorio catalán. Y resulta que hubo colegios electorales, urnas, papeletas, un sistema de recuento y que participaron dos millones de personas, a pesar de una represión brutal, que hizo un mal terrible a la imagen de España en el mundo. Incluso el ministro Borrell decía que no se puede combatir, en la batalla de la imagen, contra la fotografía de un policía golpeando brutalmente a una gente que quiere votar. Rajoy se había comprometido ante el mundo a que no habría referéndum. Y lo hubo. La salida dialéctica del presidente español era muy pobre: lo que ha habido no ha sido un referéndum. Pero lo que ha habido es precisamente lo que él no quería que hubiera. No pudo lo evitar. No tenía el control del territorio, ni con miles de policías.
Desde entonces, esta situación de control sólo parcial del territorio, por unos y por otros, ha sido la clave de todo lo que ha ido pasando. El Estado , humillado, quiso decir al mundo que si había perdido parcialmente el control del territorio es porque se había producido una insurrección violenta, como si Cataluña hubiera quedado por unas horas bajo el control de una guerrilla. No se sostiene, pero sigue siendo la tesis oficial. Y el último episodio es intentar involucrar a los Mossos, para poder decir que fue un levantamiento armado. E inmediatamente, el Estado, creyéndose su propia propaganda, quiso recuperar el control total del territorio a través de la aplicación del 155, como si el independentismo fuera sólo una cuestión superestructural de la Administración catalana, como si no hubiera permitido celebrar el referéndum también a una inmensa movilización civil. El 155 hizo mucho daño, pero no funcionó. La pervivencia de esta sensibilidad muy extendida en la sociedad y la existencia de unas instituciones -en todos los niveles, comenzando por municipal- que participa de esta sensibilidad ha hecho que no se pueda hablar absolutamente de una recuperación del control por parte del Estado.
La polémica del verano, la de los lazos amarillos en las calles, no deja de ser una aplicación de esta lucha por el control efectivo del territorio en el espacio simbólico. La presencia de lazos es vista por el Estado como una acusación directa y por lo mismo como un recordatorio de que no tiene el control efectivo del espacio. Por lo tanto, la ausencia de lazos sería la prueba de una recuperación plena de este control. Y aquí la paradoja, y la demostración de la potencia del conflicto: los lazos los ponen multitudes a cara descubierta e instituciones avaladas por el voto popular, y se quitan de noche, clandestinamente, por unos cuantos encapuchados. La defensa simbólica del control del territorio por parte del Estado se ejerce con la cara tapada.
EL TEMPS