Una señal clara de una economía de mercado disfuncional es la persistencia del desempleo. En los Estados Unidos hoy, uno de cada seis trabajadores al que le gustaría tener un empleo de tiempo completo no lo encuentra. Es una economía con enormes necesidades insatisfechas y, aún así, con vastos recursos ociosos.
El mercado inmobiliario es otra anomalía estadounidense: existen cientos de miles de personas sin techo (más de 1,5 millón de norteamericanos pasaron por lo menos una noche en un refugio en 2009), mientras que cientos de miles de viviendas están vacías.
Por cierto, la tasa de ejecuciones hipotecarias está en aumento. Dos millones de estadounidenses perdieron sus casas en 2008, y 2,8 millones más en 2009, pero se espera que las cifras sean aún más elevadas en 2010. Nuestros mercados financieros tuvieron un pésimo desempeño –los mercados de buen desempeño y “racionales” no le prestan a la gente que no puede o no va a pagar- y, sin embargo, quienes manejaron esos mercados fueron recompensados como si hubieran sido genios de las finanzas.
Nada de esto es una novedad. Lo que sí es una novedad es el reconocimiento tardío y a regañadientes por parte de la administración Obama de que sus esfuerzos para que los mercados inmobiliario e hipotecario volvieran a funcionar básicamente fallaron. Es curioso pero existe un creciente consenso tanto en la izquierda como en la derecha de que el gobierno tendrá que seguir apuntalando el mercado inmobiliario en el futuro inmediato. Esta postura es desconcertante y posiblemente peligrosa.
Es desconcertante porque en análisis convencionales de qué actividades deberían estar en el dominio público, nunca se menciona la de administrar el mercado hipotecario nacional. Dominar la información específica relacionada con la evaluación de la solvencia y el control del comportamiento de la cartera de préstamos es precisamente el tipo de tarea en la que se supone que el sector privado sobresale.
Sin embargo, es una postura entendible: ambos partidos estadounidenses apoyaron políticas que alentaron una excesiva inversión en vivienda y un excesivo apalancamiento, mientras que la ideología de libre mercado disuadió a los reguladores de intervenir para poner freno a un préstamo descontrolado. Si el gobierno ahora se retirara, los precios de los bienes raíces caerían aún más, los bancos se verían sometidos a una mayor presión financiera y las perspectivas a corto plazo de la economía se volverían más sombrías.
No obstante, esa es precisamente la razón por la que un mercado hipotecario administrado por el gobierno es peligroso. Las tasas de interés distorsionadas, las garantías oficiales y los subsidios impositivos alientan una continua inversión en bienes raíces, cuando lo que la economía necesita es inversión, digamos, en tecnología y energía limpia.
Es más, una continua inversión en bienes raíces torna mucho más difícil destetar a la economía de su adicción a los bienes inmuebles, y al mercado inmobiliario de su adicción al respaldo gubernamental. Apoyar una mayor inversión en vivienda haría que el valor del sector fuera aún más dependiente de las políticas gubernamentales, lo que garantizaría que los futuros estrategas políticos enfrentarán una mayor presión política de grupos de interés como desarrolladores inmobiliarios y tenedores de bonos.
La actual política estadounidense es, cuando menos, confusa.
El gobierno anunció que estas medidas, que funcionan (si es que funcionan) mediante una reducción de las tasas de interés, son temporarias. Pero eso significa que cuando se termina la intervención, las tasas de interés amentarán –y todos los tenedores de bonos respaldados por hipotecas experimentarán una pérdida de capital, potencialmente importante.
Ningún actor privado compraría un activo semejante. Por el contrario,
Si el gobierno asume el riesgo crediticio, las hipotecas se vuelven tan seguras como los bonos del gobierno de vencimiento comparable. Por ende, la intervención de
Resucitar el mercado inmobiliario resulta muy difícil por dos motivos. Primero, los bancos que solían otorgar préstamos hipotecarios convencionales están en mala situación financiera. Segundo, el modelo de securitización está muy deteriorado y es probable que no se lo reemplace en lo inmediato. Desafortunadamente, ni la administración Obama ni
La securitización –reunir grandes cantidades de hipotecas para venderlas a fondos de pensión e inversores en todo el mundo- funcionó sólo porque había agencias de calificación a las que se les confió la tarea de asegurar que los préstamos hipotecarios fueran otorgados a personas que pudieran pagarlos. Hoy, nadie confiará, ni tendría por qué hacerlo, en las agencias de calificación, ni en los bancos de inversión que proveyeron de productos defectuosos (a veces hasta los diseñaron para perder dinero).
En resumen, las políticas gubernamentales para respaldar al mercado inmobiliario no sólo no solucionaron el problema, sino que están prolongando el proceso de desapalancamiento y creando las condiciones para una crisis al estilo japonés. Evitar este “nuevo normal” lúgubre será difícil, pero existen políticas alternativas con perspectivas mucho mejores de hacer regresar a Estados Unidos y a la economía global a la prosperidad.
Las empresas han aprendido a tomar las malas noticias con calma, registrar las pérdidas en los libros y seguir adelante, pero nuestros gobiernos, no. En una de cada cuatro hipotecas estadounidenses, la deuda supera el valor de la vivienda. Los desalojos no hacen más que aumentar la cantidad de gente sin techo y de casas desocupadas. Lo que hace falta es pasar a pérdida sin demoras el valor de las hipotecas. Los bancos tendrán que reconocer las pérdidas y, si fuera necesario, encontrar el capital adicional para cumplir con los requisitos de reservas.
Esto, por supuesto, será doloroso para los bancos, pero su dolor no será nada comparado con el sufrimiento que le infligieron a la gente en el resto de la economía global.
Joseph E. Stiglitz es profesor universitario en
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