Cómo perder el tiempo

El 1 de mayo, día mundial del trabajo, ha caído este año en domingo. El año que viene, el 2012, cae en martes. Este azar cronológico, esta pura casualidad, provocará miles de millones de euros de diferencia contable -recordemos que la celebración tiene un alcance planetario- entre el 1 de mayo de 2011 y el de 2012. No digo ganancias ni digo pérdidas, porque el cálculo es más incierto de lo que parece: el turismo sigue siendo la primera industria del mundo y el año que viene por estas fechas habrá un inmenso puente que, al menos en los países desarrollados, generará desplazamientos masivos (con sus correspondientes pernoctaciones, compras, etc.). También lo podemos observar desde el ángulo inverso, evidentemente: un 1 de mayo que cae en martes implica, a nivel universal, la pérdida de billones, con b de burrada, de horas de trabajo. En definitiva, no estamos hablando de una anécdota cualquiera, sino de algo muy importante. El tema del 1 de mayo, en todo caso, es anecdótico: nuestra relación anómala, e incluso irracional, con la gestión del tiempo es mucho más profunda. Si cito el ejemplo del 1 de mayo es porque pasó hace sólo un par de días.

Las personas no podemos controlar los terremotos ni los tsunamis, ni somos capaces de decidir cuándo un volcán entrará en erupción o dónde deberá caer un rayo. En consecuencia, las múltiples perturbaciones que causan estos hechos son tan lamentables como inevitables. Podemos gestionar bien o mal las consecuencias pero, en sí mismo, el fenómeno escapa a nuestro control. La distribución que hacemos del tiempo, en cambio, depende íntegramente de nuestra voluntad. Hago este añadido un poco tonto porque todavía hay gente que habla de los horarios o de las festividades con el mismo tono de inexorabilidad con el que nos podemos referir a las leyes de Newton o los ciclos de la Luna. Pues resulta que no: si ganamos -o perdemos- dinero por culpa del calendario, o si hacemos horarios manifiestamente absurdos e incluso contrarios a las normas elementales de la salubridad es porque lo hemos decidido así.

En 1942, la España del general Franco decidió cambiar la hora que le correspondía por situación geográfica -es decir la del extremo occidental de Europa: la misma que aún tiene Portugal, por ejemplo- y adoptó el la alemana. A ello se añadió la necesidad de conciliar un horario para comer y cenar para los millones de personas que durante la posguerra tenían que hacer dos trabajos para poder sobrevivir dignamente: la única opción plausible era hacer una comida hacia las tres de la tarde, en unos casos, y hacia las diez de la noche en otros. La mayoría de restaurantes, fondas, etc., se adaptaron a la nueva situación, que no tenía nada que ver con la de las zonas rurales donde el horario solar aún prevalecía (la agricultura no permite hacer determinados trucos). Al cabo de unos años, aquel cambio coyuntural se normalizó artificialmente. Tal como sucedió en los años ochenta con la invención de la “cocina mediterránea”, alguien se sacó de la manga un apócrifo “horario mediterráneo”. Del mismo modo que la “cocina mediterránea” consiste básicamente en negar la centralidad del cerdo o los fritos en Mallorca o en Córcega, el “horario mediterráneo” consiste en negar que en las zonas rurales del país la gente siempre ha comido en horas más razonables que las de las grandes ciudades. Quiero decir, en definitiva, que no estamos exactamente ante un malentendido, sino de una cierta pereza en corregirlo. Todo el mundo sabe que comer a las tres o media, o cenar a las diez o incluso a las diez y media, implica llevar una vida absurda y a tener uno de los niveles de improductividad más bajos de Europa. Todo el mundo sabe igualmente que estos horarios demenciales no permiten la conciliación de la vida profesional con la familiar, ni dejan un margen claro para el ocio, ni son buenos para la salud. Cambiar no costaría nada, pero… qué pereza, ¿verdad?

Siempre he sido contrario a resolver problemas a base de sobrelegislar o de hacer normas que invadan la vida privada de las personas. En este caso concreto, sin embargo, no se trata de hacer leyes, sino de anularlas. Teniendo en cuenta que el problema arranca de una decisión improcedente llevada a cabo por la dictadura franquista en 1942, una nueva disposición legal tendría que sustituir el anterior. Se trataría, por un lado, de volver al uso horario que corresponde, y de otra de recordar que ya no estamos en la posguerra y tener la posibilidad de comer en horas biológicamente más normales. Los beneficios de este cambio serían inmensos, incluso a corto plazo.

Aparte del uso manicomial de los calendarios o los usos horarios, hay otra manera de perder -y, sobre todo, de hacer perder- miserablemente el tiempo: la impuntualidad. Hasta que esta actitud no esté estigmatizada socialmente, como ocurre en cualquier país de la Europa avanzada, no haremos gran cosa. A muchos botarates eso también les parece muy “mediterráneo”. Quizá si cuando llegaran media hora tarde se les descontara una jornada laboral entera la cosa ya no les parecería tan “mediterránea”. El problema es que hemos llegado a considerar la puntualidad como una actitud casi neurótica y, simultáneamente, nos damos un hartón con reír las gracias a la gente que nos hace perder el tiempo (sabiendo que nos está haciendo perder el tiempo, expresamente). Una persona impuntual debería estar al mismo nivel que una persona que se tira pedos en un ascensor o que se hurga la nariz en medio de una comida: es un maleducado que con su actitud perjudica la calidad de vida de otras personas. ¿Dejamos pues de perder el tiempo? ¿O quizás nos da pereza?

Publicado por El Punt-k argitaratua