El último gobierno del general Francisco Franco sopesó la posibilidad de atacar Portugal después de la revolución del 25 de abril de 1974, gesta democrática de la que se cumplen cincuenta años.
La rebelión de los jóvenes oficiales portugueses contra las horas más tristes de la dictadura salazarista encendió todas las alarmas del aparato franquista y alguien pensó en enviar los tanques de la División Acorazada Brunete hacia Lisboa. La revolución de los claveles fue insólita y todavía es fácil de explicar: los jóvenes oficiales portugueses estaban hartos de las tres guerras coloniales que desangraban a su país en Angola, Mozambique y Guinea Bissau. Mientras británicos y franceses mantenían una notable cuota de influencia en África después de haber concedido la independencia a sus colonias, no sin grandes dramas como el de Argelia, el veterano dictador civil de Portugal, António de Oliveira Salazar, se empeñaba en mantener el viejo imperio. “Si el capitalismo gana la Guerra Fría y perdemos las colonias, Portugal sufrirá”, había dicho el dictador-contable antes de morir en 1970. Su sucesor, el discreto profesor Marcelo Cateano , mantuvo la misma política. El servicio militar obligatorio duraba tres años. Una brutal pesadilla, mientras en Europa sonaban los Beatles.
Germinó una conspiración de capitanes que contaba con el apoyo de algunos altos oficiales y durante la madrugada del 25 de abril de 1974 diversas unidades militares tomaron posiciones clave en la ciudad de Lisboa. En menos de veinticuatro horas, el régimen se desmoronaba, sin baño de sangre. El clandestino Movimiento de las Fuerzas Armadas, que la policía política no había logrado desarticular, tomaba el poder para restaurar la democracia y algo más. Convocar elecciones, abandonar las colonias y aplicar reformas sociales urgentes. Buena parte de los líderes de la sublevación habían adquirido ideas de izquierda y algunos de ellos, como el coronel Vasco Gonçalves, futuro primer ministro, simpatizaban con el Partido Comunista.
Portugal pertenecía a la OTAN desde su fundación. A Henry Kissinger se le pusieron los pelos de punta. El secretario de Estado norteamericano leyó la inesperada revolución portuguesa como la respuesta soviética al sangriento golpe militar en Chile en septiembre de 1973, patrocinado por Estados Unidos. Le preocupaba Portugal y todavía le preocupaba más la repentina descolonización de Angola y Mozambique, dos grandes países de África. Kissinger empezó a idear un enfrentamiento armado entre unidades militares discrepantes, puesto que no todos los capitanes de abril eran izquierdistas. Las unidades estacionadas en el norte del país tenían mandos más conservadores. Un enfrentamiento interno podía justificar una intervención militar externa.
En este contexto, Carlos Arias Navarro , el hombre que había sustituido al almirante Luis Carrero Blanco como jefe del Gobierno de España, tuvo la idea de ofrecerse a los norteamericanos para atacar Portugal por la espalda. La División Acorazada Brunete podía ser la punta de lanza de una ofensiva contrarrevolucionaria. Así se lo hizo saber al número dos del Departamento de Estado norteamericano en una reunión celebrada en 1975, antes de la muerte del general Franco. “España estaría dispuesta a librar el combate anticomunista a solas si es necesario. Es un país fuerte y próspero. No quiere pedir ayuda. Pero confía en que tendrá la cooperación y la comprensión de sus amigos, no solo en interés de España sino en interés de todos los que piensan igual”, escribió Robert Ingersoll a Kissinger, según consta en documentos desclasificados de la diplomacia estadounidense. Arias quería que España fuese aceptada inmediatamente en la OTAN y soñaba con poder liderar el postfranquismo con el eterno agradecimiento de Estados Unidos. Fue un plan efímero.
El nuevo embajador de Estados Unidos en Lisboa, Frank Carlucci, logró frenar a Kissinger. Carlucci, hombre de la CIA, consideraba una temeridad fomentar una guerra civil en un país de la Europa Occidental. No estamos hablando de un tipo blando. Carlucci había colaborado en el plan para liquidar al líder revolucionario congoleño Patrice Lumumba , ayudó a organizar una sublevación contra Julius Nyerere en Tanzania, y había supervisado las relaciones de Estados Unidos con la junta militar de Brasil después del golpe de 1964.
El nuevo embajador pidió un año a Kissinger para intentar reorientar la situación, con el siguiente plan: máximo apoyo al líder socialista Mário Soares, ganador de las primeras elecciones democráticas portuguesas, movilizar a las regiones conservadoras del norte contra la comuna de Lisboa, capitalizar el malestar de los retornados, los portugueses damnificados por la veloz descolonización, y fomentar la división en el MFA. En noviembre de 1975, Portugal estuvo a punto de estallar, pero el Partido Comunista frenó en el último momento. Se evitó la guerra civil. En 1976, el general António Ramalho Eanes , jefe de Estado Mayor, devolvía a los militares a los cuarteles, y en España, Carlos Arias Navarro cedía el puesto a Adolfo Suárez .
El de 1975 no fue el primer plan español de invasión de Portugal en el siglo XX. Hubo otros tres. El primero lo puso en marcha Alfonso XIII, según recuerda el escritor Gabriel Magalhães en el ensayo El país que nunca existió (Elba, 2023). Indignado por la proclamación de la República portuguesa en 1910, el rey de España tanteó a Francia e Inglaterra para promover una intervención militar que restituyese a los Braganza en el trono. El estallido de la Gran Guerra en 1914 frenó esas intenciones. Como medida preventiva, la República portuguesa tomó partido por Francia e Inglaterra y envió tropas al frente europeo.
Cuando el Frente Popular gana en España, Salazar empieza a temer una invasión cuando oye al líder socialista Francisco Largo Caballero invocar una Unión de Repúblicas Socialistas Ibéricas. La dictadura portuguesa da un apoyo inmediato al alzamiento militar de 1936, lo cual no impide que al concluir la Guerra Civil, los falangistas griten: “¡Ahora a Portugal!”. El plan de invasión más serio fue el de Franco en 1940, bautizado como Operación Félix por el estado mayor. Tropas alemanas y españolas debían tomar Gibraltar, mientras 250.000 soldados españoles (diez divisiones de infantería y una de caballería) invadirían Portugal. Franco soñaba con Felipe II, pero no pudo cerrar un acuerdo con Hitler en Hendaya. La invasión alemana de Rusia se comió la invasión de Portugal. La Operación Barbarroja archivó la Operación Félix. La tesina de Franco para acceder al generalato se titulaba: Cómo invadir y conquistar Portugal en 72 horas.
LA VANGUARDIA