Churchill, racista, franquista y genocida

En el extenso y documentado ensayo “Winston Churchill. Sus tiempos, sus crímenes” (Alianza Editorial), el escritor Tariq Ali (Lahore, Pakistán, 1943) pone de manifiesto la verdadera importancia, capacidad y carácter de Winston Churchill como un catastrófico estratega militar, mal periodista, imperialista, racista, franquista y responsable de crímenes contra la humanidad en las posesiones coloniales del Reino Unido y durante la Segunda Guerra Mundial.

En el estudio de los totalitarismos, Hannah Arendt incluyó, además del fascismo y el comunismo, el imperialismo colonial, a menudo olvidado, quizás porque es el espíritu que, convenientemente maquillado, todavía inspira la política internacional. Si Hitler y Stalin son representantes de las dos primeras corrientes del totalitarismo, Churchill podría ser uno de los máximos representantes del tercero, el más antiguo, el más profundo y duradero.

Es saludable y necesario que un libro como éste de Tariq Ali se sume al incipiente movimiento de historiadores y activistas anticoloniales por todo el mundo, que investigan a fondo para elaborar una versión crítica y justa del relato elaborado por las potencias de la guerra fría y sus secuaces posteriores, tales como Reagan y Thatcher. De hecho, en un plano más anecdótico, hace tiempo que la estatua de Churchill de delante del parlamento británico recibe ataques de activistas antirracistas y del movimiento ‘Black Lives Matter’. Hasta el punto de que tuvieron que blindarla. Sin embargo, la historia no se escribe a base de destruir estatuas o vandalizarlas, sino investigando, aportando pruebas y escribiendo libros, tal y como ha hecho Tariq Ali.

Es obvio que la barbarie no empezó en el mundo en 1933, ni se acabó en 1945. Como también Churchill hizo algunas cosas útiles en la Segunda Guerra Mundial. Pero es igualmente obvio que una larga carrera de matanzas coloniales y desastres militares no puede borrarse de la historia. Pese a la censura, a la larga, todo se acaba sabiendo.

Ante todo, hoy hay que recordar que el imperialismo europeo había practicado el exterminio y el genocidio, el bombardeo a civiles indefensos y la represión más cruel en los países coloniales de África y oriente. Churchill era un firme partidario –a menudo un verdadero entusiasta– de la violencia. Participó como militar, primero, y como ministro de Colonias, de Interior y de la Guerra, después.

Su carrera traza muy bien la evolución asesina de las potencias europeas. Cuando la violencia indiscriminada se aplicaba a las colonias, estaba permitida. Los inconvenientes empezaron cuando los europeos empezaron a sufrirla en propia piel. Churchill fue uno de los líderes en trasladar a territorios europeos los métodos de represión y muerte que se aplicaban contra quienes él consideraba salvajes.

Era un partidario impulsivo de aplicar la máxima violencia contra los rebeldes, sobre todo si eran otras razas, que consideraba seres inferiores. Uno de sus eslóganes preferidos era ‘Keep England White’ (“Mantenga Inglaterra blanca”), de curiosas resonancias trumpistas. Ordenó ataques violentos indiscriminados en la India, reprimió y asesinó a los kikuius de Kenia que protagonizaron la revuelta del Mau-Mau, entre otros episodios sangrientos. En Irak, bombardeó a los kurdos con armas químicas.

Su amigo, el oficial de la RAF Arthur Harris, alias el Bombardero Harris, fue muy explícito: “Ahora los árabes y los kurdos ya saben lo que significa en bajas y en daños un bombardeo de verdad. En cuarenta y cinco minutos es posible borrar prácticamente del mapa todo un pueblo de buen tamaño y matar o herir a un tercio de sus habitantes”. Veintidós años después, el Bombardero Harris planificaría y ejecutaría el bombardeo de Dresde y más matanzas de civiles en ciudades alemanas.

También es responsable del hambre de Bengala, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando murieron de inanición y enfermedades cinco millones de personas en tres años porque ordenó desviar los alimentos que les correspondían para nutrir a sus ejércitos y obreros que fabricaban material de guerra. Churchill consideraba a Gandhi “un fanático subversivo maligno” que hacía falsas huelgas de hambre hasta la muerte, porque le administraban glucosa con el agua que bebía. Tampoco tenía en gran estima las vidas de los indios, dado que consideraba que “se reproducían como conejos”.

Estaba furiosamente contra el sufragio universal y el voto de las mujeres y odiaba cualquier brote de disidencia nacional o de clase. Envió fuerzas paramilitares a Irlanda, los tristemente famosos ‘Black&Tans’, y reprimió sin piedad, hasta casi anularle, el movimiento obrero británico, obsesión que aplicó sin escrúpulos contra las revueltas mineras de Gales.

En Gales e Irlanda, nunca le han olvidado. En los cines de Gales, cuando en los noticiarios de la Segunda Guerra Mundial aparecía un Churchill triunfal, haciendo el signo de la victoria, el público le silbaba y le abucheaba. El actor Richard Burton, que logró un éxito notable interpretando a Sir Winston en el filme ‘The Gathering Storm’ (1974), cuando los periodistas le preguntaron la opinión sobre la figura del pequeño gran hombre, respondió: “Detesto a Churchill y toda la su casta. […] [Es] un hombre malo, […] un niño vengativo aficionado a los soldaditos de plomo”.

El niño Winston

Winston Churchill nació en 1874 en Oxfordshire, era un niño rico de la era victoriana. Sus primeros años de vida vivió en Dublín, en un escenario colonial. Su abuelo, John Churchill, séptimo duque de Marlborough, era virrey de Irlanda y su padre, secretario particular del primer ministro Benjamin Disraeli. Él quería ser como su antepasado, el duque de Marlborough. Era un niño solitario que jugaba a guerras con sus soldaditos de plomo.

El propio Churchill explicó en sus memorias que su niñera temía a los nacionalistas irlandeses. Un día que el niño había salido a pasear montado en su burro, de lejos vieron una manifestación y el animal se asustó tanto que lo arrojó al suelo, lo que le causó una conmoción cerebral. “Esa fue mi primera introducción a la política irlandesa”, escribió. Las consecuencias las sufrieron los pobres irlandeses, en los años venideros, cuando aquel niño tuvo poder político y militar en el gobierno de Londres.

Al parecer, a pesar de todas las evidencias contra sus capacidades, el niño se empeñó en ser militar. Y le costó mucho. Durante su vida, acumuló infinitos errores estratégicos que costaron la vida a muchos militares ingleses, tropas coloniales y, evidentemente, a los pueblos colonizados víctimas de sus grandes ideas.

Su padre, que murió joven de sífilis, no estaba de acuerdo, pero el niño logró hacerse un hueco en el ejército a codazos. Cuando no podía asistir a las batallas mandando tropas, iba como periodista, actividad para la que también resultó ser un oportunista mal informado. Era un diletante ansioso de gloria. ¿Cómo lograba ascender a puestos de responsabilidad y obtener distinciones y medallas? Tenía un gran aliado: su madre. Una mujer que, amparándose, o no, en la enfermedad de su marido, solía frecuentar las camas de los prohombres de la corte inglesa. Se dice que incluso fue amante del rey. Siempre intercedió por su hijo ante el poder.

Pero el hijo nunca acertó mucho en la estrategia militar, como cuando, con una tozudez infantil, en la Primera Guerra Mundial decidió enviar la armada al estrecho de los Dardanelos para conquistar Gallípoli y Constantinopla. Fue un desastre descomunal muy sangriento para las tropas británicas que le persiguió toda su vida. Así fue como, dado que no podía triunfar en el campo de batalla, se dedicó a la política. Pasados ​​los años, donde tampoco le han olvidado es en Alemania. Ordenó los bombardeos indiscriminados en masa que destruyeron Hamburgo y Dresde, cuando la Segunda Guerra Mundial estaba casi sentenciada.

El mito Winston Churchill

La verdad sobre el personaje es muy distinta a la del relato histórico que la globalización neoliberal nos ha querido imponer estas últimas décadas en libros de historia, filmes y series de televisión. Existe la verdad de los hechos, que el libro analiza y demuestra con absoluta claridad y documentación, pero, también, existe la verdad del sentimiento popular.

Un dato muy significativo es que en las elecciones de 1945 en el Reino Unido, tras la victoria aliada contra los nazis, los electores echaron al conservador Winston Churchill y dieron la mayoría al laborista Clemente Attlee, que fue el primer ministro. Al parecer, contrariamente a lo proclamado, Churchill no acabó la guerra siendo un héroe popular. Además, con su estrategia política había sentenciado a muerte a su querido imperio británico y dado el relevo a EEUU.

Varios años más tarde, cuando el Reino Unido sufría una grave crisis económica debido a las medidas que aplicaba Margaret Thatcher, que, de rebote, o para recuperar el orgullo, se embarcó en una guerra tan absurda como la de las Malvinas, ella y la élite conservadora británica comenzaron a revalorizar e imitar la figura y las extravagancias de Winston Churchill. La dama de hierro, Boris Johnson, autor de la biografía ‘El factor Churchill’, y otros dirigentes lo recuperaron y utilizaron de símbolo. A la vez que los historiadores afines al poder conservador silenciaron o suavizaron sus actitudes racistas y genocidas.

El criminal de guerra Donald Rumsfeld, en un intento de disfrazar la matanza aérea de los iraquíes, comparó a Bush con Churchill en 1939. Incluso Tony Blair le regaló un busto de Churchill a George W. Bush para decorar el despacho oval por la guerra de Irak. Una presencia incómoda para Obama y Biden, que más tarde retiraron de la vista.

El franquista Winston y su legado

La historia no se escribe a base de derribar estatuas, ni de erigirlas. En 2012, a iniciativa de la Fundación ‘Catalunya Oberta’, el Ayuntamiento de Barcelona inauguró los Jardines Winston Churchill con un monumento en honor del político británico. Si era sorprendente que se homenajeara a un político con un pasado tan represor contra todo tipo de nacionalismos en Irlanda y en las colonias, aún lo era más dado el pasado fervorosamente franquista del personaje.

Cierto es que Churchill hizo alusión al valiente pueblo de Barcelona que había resistido los bombardeos fascistas, cuando en un discurso en la Cámara de los Comunes quiso alentar al pueblo inglés a resistir los ataques aéreos nazis de los que serían víctimas pronto. Era pura retórica cínica para levantar la moral de los compatriotas. La verdad es que Winston Churchill admiraba a Mussolini y Franco. Nunca movió un solo dedo por el pueblo de Barcelona, ​​ni hizo ningún gesto para ayudar al gobierno de la República española elegido democráticamente. Durante la guerra, fue un firme y duro partidario de la no intervención, y dejó que Hitler y Mussolini ayudaran a Franco.

Él lo miraba todo cómodamente instalado en Downing Street, mientras los fascistas italianos, nazis y franquistas bombardeaban, por primera vez en Europa, la población civil indefensa de Barcelona, ​​Madrid o Gernika. A partir del final de la guerra, en 1945, casi fue el primer mandatario, y el más perseverante, en evitar que las potencias aliadas fueran coherentes y consecuentes y derribaran a Franco una vez habían sido derrotados Hitler y Mussolini.

Veamos qué nos cuenta Tariq Ali. Sin el apoyo de Hitler y Mussolini –y sin la pasividad neutral del Estado francés y Reino Unido– es improbable que Franco hubiera ganado la guerra. Ya lo dijo Hugh Thomas en ‘The spanish Civil War’ (“La guerra civil española”). Churchill dejó bien claro desde el principio que si tuviera que elegir entre Franco y los dirigentes de la Segunda República española elegidos en las urnas, habría elegido al dictador uniformado.

Fiel a su pensamiento, Churchill siguió apoyando a Franco durante la Segunda Guerra Mundial y, después, le mantuvo en el poder sin apenas la ayuda de nadie más durante los primeros años de la posguerra. Para él, los intereses del imperio británico coincidían preferentemente con el fascismo: “Contra los judíos y comunistas internacionales”. Su discurso era Franco en estado puro. O quizás era al revés.

Cuando el embajador en Madrid, Sir Samuel Hoare, en 1945 informó al Foreign Office que quería exponer sus argumentos contra Franco lo antes posible, Churchill y sus colegas le respondieron: “Ni hablar, querido”. Por el contrario, según escribe Tariq Ali, Churchill autorizó el uso de diez millones de dólares para sobornar a los generales franquistas para que disuadieran a su generalísimo de pasarse del todo a las potencias del eje. Por consejo de Churchill, Franco retiró en 1943 la División Azul, un contingente de veinte mil soldados enviados a luchar contra la URSS. Miles de los cuales ya habían muerto y cientos habían sido prisioneros.

Si Stalin en Yalta hubiera hecho del derribo de Franco una de las prioridades, el general habría acabado refugiado en América Latina y en gran parte de este país seguramente habríamos vivido una historia radicalmente distinta durante casi un siglo, nos habría evitado cuarenta años de dictadura, con todas las consecuencias ideológicas posteriores que llegan, de hecho, hasta la fecha.

En Yalta, Churchill y Eisenhower no fueron suficientemente firmes. Quizás ya les interesaba. Ignoraron cuestiones que deberían haber sido irrenunciables. Escribe Tariq Ali: “Quienes hoy critican lo ocurrido en la Europa oriental tras la estalinización, suelen ignorar los desastres de su propio bando: el mantenimiento de las dictaduras de España y Portugal, que se creara una otra en Grecia, y el mantenimiento de los fascistas en las instituciones del Estado, incluidos el ejército, la fuerza aérea y la policía, en Italia, Japón y, en menor grado, en Alemania”.

En definitiva, en el libro, el autor resalta una evidencia: muchos de los grupos de extrema derecha y neofascistas que existen hoy en Europa son descendientes, directos o indirectos, de los fascistas y colaboracionistas de antaño. Franco y Salazar habrían podido ser derribados fácilmente con sanciones económicas y amenazas militares, pero los aliados no lo hicieron. Uno de los que, con su terquedad infantil de criatura consentida, insistió y trabajó más desde el primer día para impedirlo fue Sir Winston Churchill.

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