Taiwán decidirá la suerte del siglo XXI y, hoy por hoy, parece que su futuro será más chino y comunista que democrático y occidental. Durante 70 años, China y Taiwán han evitado lo peor. La guerra civil que arrancó en 1927 y llevó a la victoria de los comunistas en 1949, quedó a partir de entonces entre paréntesis, con los nacionalistas en Taiwán, protegidos por Estados Unidos. Mao Zedong y sus sucesores han podido vivir con este status quo, pero está claro que a Xi Jinping le incomoda. El presidente considera que el sueño chino y el rejuvenecimiento de la nación sólo serán realidad con la anexión de Taiwán. Quiere que este sea su legado y para conseguirlo está dispuesto a usar la fuerza militar.
Xi, a pesar de una presidencia que se antoja vitalicia, no tiene mucho tiempo para alcanzar el sueño de una China ocupando el centro del mundo. El país no está bien. Afronta serios problemas económicos y financieros, la población envejece y los beneficios de la inteligencia artificial puede que no lleguen a tiempo de sostener el crecimiento.
Cuestión de tiempo
Que Xi tiene prisa se nota en la retórica nacionalista y las provocaciones militares sobre el estrecho de Taiwán y más allá. Los cuadros del Partido Comunista ya no hablan de una reunificación pacífica. Ahora creen que la campaña militar es muy real. Los estrategas militares chinos saben que pueden hacer frente al ejército estadounidense en el Pacífico. Ni la flota ni la fuerza aérea americanas serían hoy capaces de repeler un ataque contra Taiwán.
Los planes de la invasión están trazados. Primero habrá un ataque con misiles para destruir las defensas y las comunicaciones de Taiwán. Después vendrá un bloqueo naval, aéreo y cibernético. A continuación, China atacará con misiles las bases norteamericanas en la región. La superioridad de sus misiles de crucero y cohetes balísticos es incontestable y garantiza el éxito en estas tres fases de la conquista. Faltará aún, sin embargo, la más complicada, el asalto anfibio. No parece que el Ejército Popular esté capacitado todavía para cruzar el estrecho de Formosa y desembarcar en la costa taiwanesa. Una vez en tierra, los generales chinos no dudan de que podrán someter a la población. Son expertos en represión interior. Pero el asalto anfibio les preocupa.
Estados Unidos hará todo lo posible para mantener esta preocupación. Aumentará las defensas de Taiwán y de sus bases en Guam, Japón y Filipinas. Invertirá más en inteligencia y vigilancia para impedir un ataque chino por sorpresa. Ideará un plan para destruir las baterías de misiles chinas tan pronto como estallen las hostilidades.
China jugará, mientras tanto, a la provocación y la confusión, una guerra psicológica que tendrá a EE.UU. no solo en tensión sino en la duda de si lo que está viendo son los preparativos para una invasión o solo unas maniobras militares. La sorpresa será media victoria y la rapidez de la ofensiva la otra media.
Xi ordena al Ejército Popular que mantenga las provocaciones y se prepare para una victoria rápida y segura también por tierra. Mientras ese día llega, calcula las consecuencias.
Las principales serán económicas. La reunificación por la fuerza requerirá un gran esfuerzo industrial y financiero. La ocupación de Taiwán exigirá una fuerte presencia militar tal vez durante décadas. Xi necesita un tiempo que tal vez no tenga para rejuvenecer China. Para ello deberá desvincular su economía de la estadounidense y alcanzar la autosuficiencia tecnológica. Cuenta con el sacrificio colectivo que exigirá a su pueblo y cuenta también con que la mayoría de países occidentales no estarán dispuestos a sacrificar sus economías para salvar la democracia de una isla de veintitrés millones y medio de habitantes.
Ocho de los diez principales socios comerciales de China son democracias. El 60% de sus exportaciones van a EE.UU. y sus aliados. Si estos países reaccionan en bloque no habrá r ejuvenecimiento .
Hasta ahora, sin embargo, las sanciones contra China por aplastar la democracia en Hong Kong y reprimir a los uigures en Xinjiang han sido retóricas y simbólicas. Xi duerme tranquilo.
Asimismo, no le quita el sueño la alianza antichina que intenta liderar EE.UU. Fuera de la anglosfera nadie parece dispuesto a oponerse a China y, menos aún, a implicarse en un conflicto armado de consecuencias globales a las órdenes del Pentágono.
Aukus, el pacto entre EE.UU., el Reino Unido y Australia, no es disuasorio. Australia, en el mejor de los casos, tardará una década en tener su primer submarino nuclear. Para entonces, China tendrá al menos ocho y conservará la superioridad aérea, balística y marítima.
Además, Aukus, acuerdo negociado de espaldas a Francia, que era parte interesada porque tenía un contrato con Australia para suministrarle submarinos convencionales, ha descompuesto aún más el eje transatlántico. Alemania, que tiene en China su principal mercado fuera de la UE, prefiere que Europa no se implique en la pugna por Taiwán. Lo mismo piensa la opinión pública europea. Esta neutralidad, unida a la de Rusia, es todo lo que necesita Xi. El tiempo está de su parte. Tarde o temprano Taiwán será suyo y China no tendrá rival en la región del mundo que más rápido crece.