R. Herrero de Castro
Un cuento chino
Desde finales de los años 70, China, de la mano de Deng Xiaoping, comenzó una notable transformación económica que fue continuada por Yang Shangkun, Jiang Zemin y el actual máximo dirigente, Hu Jintao. Deng apuntaló su modelo político-económico sobre tres pilares. El primero de ellos, el pragmatismo económico, que le permitió abrazar los principios de la economía de mercado. El segundo, una política exterior de cooperación, sin ningún color ideológico, con el objetivo de hacer cuantos más amigos y negocios mejor. Lo cual implicó renunciar a demandas del poder militar chino y favoreció enormemente un periodo de distensión con Estados Unidos. Y tercero, la supremacía política del Partido Comunista, cuya fuente de legitimidad fue la prosperidad económica.
Hoy todo parece seguir igual y las ratios de crecimiento de la economía china parecen ser aval suficiente para confiar ciegamente en China como socio económico-estratégico principal. Ya hemos visto a muchos líderes mundiales obviar el tema menor de la violación sistemática de derechos humanos o el encarcelamiento del premio Nobel de la Paz Liu Xiaobo, con tal de conseguir salir en la foto con los mandatarios chinos.
Seamos realistas, en un mundo global y complejo, no puedes ignorar a China. Pero tampoco puedes, como se está haciendo, abrazar alegremente la dictadura china sin examinar la solidez de su crecimiento, la naturaleza de su régimen político, así como la posible evolución política y económica de este país. Y, a lo mejor, plantearse si no serían más saludables, fiables y beneficiosas a medio y largo plazo alianzas estratégicas con otros países, como India, Brasil, Singapur y otros países de Asia que, aunque con índices de crecimiento por debajo del gigante chino, se están desarrollando económica y democráticamente de forma más sólida.
A pesar de los grandes números que China exhibe, su economía no crece de forma firme y se limita a subsidiar la creación de empleo y la producción sin establecer vínculos con la eficiencia en la productividad. La recesión económica ha provocado una caída en las exportaciones, pero, sin embargo, la producción no se ha detenido, los empleos se han sostenido artificialmente y, lo que es peor, el consumo interno, a pesar de los planes puestos en marcha por el gobierno, no alcanza los niveles necesarios para una economía con ese supuesto poder. Todo ello lastrado por 700 millones de chinos que viven con dos dólares al día.
No obstante, ¿cuál es el verdadero problema de China? La falta de reformas y de visión político-económica de futuro. ¿Por qué? (que diría Mourinho). Es bien sencillo: China no es una democracia. La economía centralizada, la falta de control político del Ejecutivo y la ausencia de crítica, han instalado al Gobierno chino en la autocomplacencia. Con relación al crecimiento chino, me viene a la cabeza la extraordinaria reflexión de Condoleezza Rice en su artículo, Rethinking the national interest (repensando el interés nacional). En él, reconociendo los logros chinos, plantea la pregunta de si China no crecería más y mejor siendo una democracia.
En nuestra opinión, sí, por varias razones. Primero, porque sería una unidad político-administrativa menor más fácilmente gobernable, ya que no podría mantener su actual territorio (algo que hace por la fuerza de las armas). Segundo, porque su economía se adaptaría la entorno global y también escaparía de la improductiva y no supervisada centralización. Y, tercero, porque sería percibido como un socio más fiable, ya que crearía un estable marco jurídico para hacer negocios y respetar las inversiones.
Por el contrario, quién nos asegura que en caso de ir mal dadas, la dictadura china, apoyándose en su impunidad y fuerza militar, no procedería a una política masiva de nacionalizaciones de bienes extranjeros sin retorno económico.
¿Hacia dónde va China? Pues mucho me temo que en la dirección contraria. Los militares ganan terreno, China aumenta sus exigencias en política exterior, quebrando los principios establecidos por Deng y se ha recrudecido la represión política, por ejemplo, contra con el movimiento Jazmín, que reclama reformas democráticas. Y en materia económica, con una dependencia del comercio internacional del 36%, China se limita a un inmovilismo que se basa en pedir créditos para grandes infraestructuras y conceder créditos para sostener la producción y el empleo. Además, la nueva Iniciativa Nacional de Exportación de la Administración de Obama, defiende recortar los privilegios chinos en su relación comercial bilateral y hace un llamamiento a los chinos para adaptar e incorporar al mercado global su moneda que, depreciada y no convertible, le otorga una gran ventaja competitiva. Esta iniciativa supone un riesgo añadido de dificultades futuras para la economía china, lo que unido a la falta de proyecto político democrático, nos lleva a creer que más que ante una realidad económica fiable, estamos ante un cuento chino.
Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid.
Xulio Ríos
Más tiempos turbios
Nada más conocerse la identidad del nuevo líder del Partido Democrático Japonés (PDJ), el ex ministro de finanzas Yoshihiko Noda, Beijing se ha apresurado a exigir de Tokio el respeto a sus “intereses fundamentales”. Sabedora de que la aprobación parlamentaria es un mero trámite, China le ha puesto tareas al nuevo primer ministro traspasándole su parte de “culpa” en un proceder que en los últimos tiempos ha agrietado las siempre delicadas relaciones bilaterales. China es el mayor socio comercial de Japón desde 2009, habiéndole superado en 2010 en el ranking de economías globales, pero la fluidez en sus intercambios a otros niveles sigue siendo una tarea pendiente.
Yosishiko Noda declaraba el pasado día 15 de agosto que “los criminales de guerra de categoría A no son criminales”, en alusión a algunos de los principales responsables de los crímenes cometidos durante la invasión de China entre 1937 y 1945. Esta herida abierta sigue enturbiando el entendimiento bilateral, pero a ello se suman un creciente exacerbación de las disputas territoriales (caso de las islas Diaoyu/Senkaku) y la controversia en materia de seguridad. Como en el reciente informe del Pentágono, China es una “amenaza”, reza la doctrina estratégica de Japón. Tokio acordó recientemente el establecimiento de una base militar en islas cercanas a Taiwán, un entorno especialmente sensible parta Beijing.
Noda no era el candidato del influyente Ichiro Ozawa y será el sexto primer ministro en los últimos cinco años, el tercero del PDJ, en el gobierno tras la victoria de 2009 que puso fin a cincuenta años de gobierno prácticamente ininterrumpido del PLD (Partido Liberal Democrático).
La elección de Noda augura más tiempos turbios en las relaciones bilaterales, dando carpetazo nuevamente al breve paréntesis abierto por Shinzo Abe y Yasuo Fukuda, ambos del PLD. Tras el mandato de Junichiro Koizumi (2001-2006), ambos líderes promovieron iniciativas para mejorar el entendimiento entre ambas capitales, haciendo posible visitas a Tokio de Hu Jintao (2008) o Wen Jiabao (2007 y con posterioridad). Tras la elección de Yukio Hatoyama (PDJ), su sucesor, Taro Aso, ha recuperado el discurso tradicional, abandonándose de facto la idea de la Comunidad del Este Asiático, cuyo eje esencial debiera ser el entendimiento mutuo y de ambos con Seúl.
El distanciamiento y la falta de confianza entre ambas partes se manifiestan no solo en los episodios puntuales de discrepancia a nivel oficial, sino igualmente en el sentir de las opiniones públicas respectivas. En una encuesta dada a conocer conjuntamente por el diario China Daily y el medio japonés NPO, más del 60 por ciento de los chinos y cerca del 80 por ciento de los japoneses consultados no tienen buena impresión de sus vecinos.
Más allá del terremoto y sus secuelas, las dificultades estructurales de la economía japonesa, el desentendimiento bilateral en asuntos básicos y la pugna por la recuperación de la influencia de EEUU en toda la región pronostican un aumento de las tensiones.
Xulio Ríos
El gran salto atrás
Siempre ha levantado ampollas el hecho de que China, un país gobernado por un partido comunista, ninguneara la dimensión social en su vertiginosa y reciente espiral de desarrollo, amparando realidades, procederes y actores que ofrecen un difícil encaje en aquella trayectoria que dice imperar en su ideario formal. Las líneas de justificación de esa minusvaloración fáctica de lo social se han configurado en torno a dos ejes. Primero, la prioridad es el desarrollo, Deng dixit, y, consecuentemente, todo lo demás debe supeditarse a la consecución de dicho objetivo supremo. Segundo, sensu contrario, con el igualitarismo maoísta sería imposible el despegue económico. El desmantelamiento del precario andamiaje social construido durante las tres primeras décadas de la China Popular acompañó la transformación del modelo socioeconómico pasando, sin red alguna, del tazón de hierro, que todo lo proveía y aseguraba, a la nada y, paradójicamente, generando la esperanza de una vida mejor en esos millones de personas desahuciadas de sus derechos básicos. Al enriquecerse, esos problemas desaparecerían por arte de magia.
Hasta el estallido de la crisis financiera, todos los dedos apuntaban a China como el argumento último de las voces que reclamaban recortes y pasos atrás en lo social en los países desarrollados. Ello brindaría los medios para poder competir con la fábrica del mundo que convertía el dumping social en el ariete reequilibrador del poder económico global.
Y China se desarrolló. Hasta el punto de convertirse en la segunda potencia económica del planeta. No obstante, en términos de desarrollo humano, se encuentra al nivel de Gabón, poco más o menos (89). Eso dicen los datos del PNUD 2010, pero también los informes de la propia Academia de Ciencias Sociales de China. Y todo indica que las cifras oficiales se quedan cortas. La riqueza ha llegado, pero ni mucho menos a todos por igual. Ese inmenso foso es expresión inequívoca del controvertido saldo de su crecimiento y comienza a pasar factura.
Ya en el tramo final de su mandato, los actuales dirigentes chinos han mostrado cierto compromiso con la corrección del desasosiego social. Han eliminado impuestos a los campesinos, multiplicado las inversiones en materia de educación y salud, mejorado las pensiones y la legislación social, aumentado los salarios, apoyado una mayor integración de la población inmigrante… pero todo indica que ese esfuerzo ha sido absolutamente insuficiente y que lo social ha ido a remolque de otras magnitudes. De año en año, las mismas promesas incumplidas, con datos maquillados, han culminado en la cronificación de un malestar de fondo que erosiona la legitimidad del PCCh.
La idea de compartimentar lo social, diferenciarlo de las tensiones propiamente políticas (ligadas al hecho étnico-territorial, por ejemplo), neutralizarlo con gestos e inversiones amortiguadoras o la promoción de un orgullo nacional compartido y basado en los grandes avances del país no ha logrado compensar ni mitigar los sinsabores derivados de la desigual distribución de la riqueza. Las nuevas generaciones no se conforman y reclaman una urgente puesta al día.
Hace tiempo que el problema está en la agenda. El temor a que la crisis global y la introducción de medidas estructurales que apuntan al establecimiento de un nuevo modelo de desarrollo en el país agudizaran las tensiones era más que una previsión. La imploración de mano izquierda para gestionar los descontentos está tan al orden del día como la invocación a la armonía, pero resulta de difícil aplicación cuando por doquier las complicidades entre los poderes económicos y las autoridades imponen de facto la ley del más fuerte no dejando otra alternativa que una ira que, a la mínima, parece explosionar por doquier. El deterioro de la seguridad, un valor tradicional en China, manifestado en hechos inauditos como la reiteración de accidentes graves o ataques a guarderías infantiles, pero también en la persistencia de controles masivos en espacios abiertos (como el acceso al metro o a las plazas públicas) irradiando una atmósfera de insatisfacción que alcanza a los más amplios sectores sociales, extiende la sensación de que las cosas no se están haciendo bien.
Todo ello sugiere que el tratamiento de lo social demanda en China un salto cualitativo. El problema no es solo de más emolumentos en las partidas, sino de una auténtica refundación de lo social. La recuperación de la confianza y la preservación de la estabilidad exigen diálogo y participación de una sociedad civil que debe articularse como protagonista de una transformación que exige más actores que el PCCh. Difícilmente podrá resultar si se arbitra en una sola dirección, de arriba abajo, como hasta ahora. Las capas burocráticas parten de la premisa de que solo ellos tienen el celebrado don del acierto, pero el aplauso o la reprobación no son el único patrimonio de los administrados. El mandarinato y la democracia así entendida casan mal, pese a los intentos del PCCh de edificar sobre dichas premisas las bases del nuevo orden chino. Lo social sin la sociedad es una estratagema de difícil éxito. Puede parchear el modelo y quizás conjurar relativamente la incidencia de la inestabilidad, pero a la larga es claramente insuficiente para dar paso a una sociedad madura y sostenible.
Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China.