Hace un par de semanas, y aprovechando unas reuniones en Nueva York, el comisario europeo para la ampliación de la Unión Europea, el señor Olli Rehn, bajó a Princeton a comer con un grupo relativamente numeroso de profesores y estudiantes de la universidad.
El señor Rehn, miembro del partido del centro, el antiguo partido de los laboristas finladeses, me encantó: su aspecto de bonhomía y calma; una piel rosada, con aquella textura, fruto de la evolución de muchas generaciones, perfectamente adaptada para vivir en un país nevado; el aspecto atlético, pero nada amenazante, de exjugador de fútbol juvenil; una formación intelectual sólida (licenciatura a Macalester, una universidad de primera división en medio de Minnesota, seguida de un doctorado en Oxford); y, sobre todo, la tranquilidad meditativa que da vivir en un país libre, un país que ha podido, por méritos propios, escapar de las zarpas del monstruo grotesco, venenoso, de clima continental, que tiene por vecino. Reconozco que el señor Rehn tuvo un efecto consolador, balsàmico sobre mi estado de ánimo: me convenció de que los países pequeños pueden llegar a generar políticos de categoría; y de que en un país normal, yo podría dejar de escribir artículos de opinión para dedicarme a tiempo completo a empresas puramente intelectuales, absolutamente impenetrables. Entiendo por qué a nuestros empresarios “femcatians” (literal: “hagamoscataluñanos”) les atraiga el concepto Finlandia: no detecté ningún rastro de la superioridad envarada y puritana que suele acompañar al socialdemócrata sueco o danés típico.
Tanto la conversación en la mesa durante la comida como su charla posterior y el diálogo que mantuvo con la audiencia en general fueron excelentes: las respuestas fueron directas, con una honestidad (razonablemente contenida por los parámetros, previsibles, de la diplomacia) que parece haberse perdido en el mundo público. Los asistentes hicieron todo tipo de preguntas, sobre el concepto y límites geográficos y espirituales de Europa, la relación con los Estados Unidos, el posible acceso de Turquía a la Unión Europea (el primer ministro turco había dado una conferencia en Princeton la tarde anterior y los estudiantes habían quedado plenos de curiosidad), el referéndum irlandés y la profundización institucional de la UE. Y el señor Rehn respondió con eficacia, energía y humildad. Sabía donde pisaba y hacia donde iba.
Por todo esto, porque la política y la racionalidad se habían integrado de una manera un poco inesperada y mágica, me lancé e hice mi pregunta. “En uno o dos años el gobierno de Escocia tiene previsto hacer un referéndum sobre la independencia. Imagínese, señor comisario, que la mayoría del pueblo escocés vota a favor. En el día siguiente de la consulta, ¿cuál será el estatus de Escocia en la Unión Europea? Teniendo en cuenta que ya era miembro como parte de la Gran Bretaña, ¿pasará a ser un Estado miembro de la UE automáticamente? O ¿tendrá que empezar a negociar el proceso de admisión en la Unión Europea? Y, si esta última opción es la correcta, ¿tendría que pedir la admisión Inglaterra (con Gales e Irlanda del norte), teniendo en cuenta que ya la Gran Bretaña resultante no sería la misma Gran Bretaña de antes del referéndum?”
El señor Rehn me miró con un cierto azoramiento. Supuse que la pregunta no la debía haber oído nunca antes. Y la respuesta era incierta y delicadísima. Si decía que Escocia podía formar parte de la UE automáticamente, rebajaba los costes de la independencia a cero. Pero, si contestaba lo contrario, entonces ponía bastones en las ruedas de un país pequeño y se exponía a ser acusado de immiscuirse en asuntos británicos estrictamente internos. Reconozco que me sentí momentáneamente como uno de los fariseos que asediaban a Jesús a la salida del templo. Pero, y esto me hizo simpatizar con aquellos personajes tan injuriados, yo lo había preguntado de buena fe, con la urgencia propia que tiene alguien que quiere salvar una cosa (un país) que se está desangrando.
El señor Rehn intentó escapar de la jaula un par a veces. Aun así, como ni yo soy el director de una televisión pública ni el comisario es mi presidente, continué insistiendo y le pedí, con una aspereza muy contenida, que contestara a la pregunta, directa, que le había hecho. El señor Rehn reconoció que no podía contestarla. Y todo quedó en un empate amistoso.
Cuando el comisario volvió a la mesa para tomar un café, Turquía, la invasión rusa de Georgia, el suministro de gas y la crisis de Islandia se habían desvanecido de la conversación. Se veía claramente que el señor Rehn y sus dos ayudantes directos (que habían viajado con él) buscaban con fruición una respuesta apropiada al problema. La ayudante británica se lo tomó con calma, quizás porque las naciones británicas ya tienen selecciones deportivas separadas. El ayudante francés, con la cabeza de huevo, altura mediana y los hombros fornidos que exhiben muchos abogados galos, Echaba humo por las orejas. No podía creer que el Estado nación pudiera partirse en dos tan fácilmente.
Lo cierto, sin embargo, es que la respuesta no era sencilla, porque no hay precedentes en esta cuestión tan espinosa. O esto es lo que todos pensamos hasta que uno de mis colegas de mesa, americano, recurrió, usando el sentido común del jurista anglo-sajón, al caso de la división de Checoslovaquia en Chequia y Eslovaquia en 1993. En aquella ocasión el gobierno checoslovaco comunicó a las Naciones Unidas motu proprio que su país se dividía en dos nuevos países y las Naciones Unidas reconocieron, de una manera automática, a las dos nuevas Repúblicas como miembros de la organización internacional.
El jurista francés respiró tranquilo. La pelota volvía a estar en el tejado del Estado en cuestión. Si el Estado originario decidía entender la separación como un acto generador de dos Estados que se subrogaban en la posición del Estado preexistente, entonces su pertenencia inmediata a la UE era incuestionable. Ahora bien, si el Estado inicial conseguía estructurar el resultado como un proceso de “expulsión”, entonces al Estado nuevo le tenía que quedar un largo camino, lleno de trabas, hacia Bruselas.
En resumen, pensé yo, esto debe de ser poco relevante para los escoceses, hoy por hoy encuadrados en una nación de naciones sin caverna mediática y, por lo tanto, pasablemente dispuesta a aceptar la idea simple y civilizada del derecho a la autodeterminación. Es evidente, sin embargo, que para otros pueblos situados en latitudes más tropicales, esta cuestión, cómo lograr la libertad sin dejar de pertenecer a la Unión Europea (de la cual ya forman parte), será clave y exigirá preparación e inteligencia.
* Politólogo y profesor de la Universidad de Princeton
Publicado por Avui-k argitaratua