Cataluña: ¿tierra de paso o tierra de raíces?

Ya somos 8 millones de personas viviendo en Cataluña. Lo supimos este otoño y desde entonces el debate demográfico y migratorio ha ido en aumento. A menudo entre la histeria y el buenismo.

Que se hable de ello es natural. Al fin y al cabo, bastante más de la mitad de la población se siente catalana y considera que Cataluña es una nación, y por tanto una comunidad humana con voluntad de decidir su futuro en todos los campos posibles. También en éste. La anomalía era lo contrario, que esta cuestión no fuera tratada en modo alguno.

Sea como fuere, ahora se habla de ello. Más aún después del pacto de Junts con el PSOE por los decretos de hace unos días y la promesa de cesión competencial. Y por primera vez hemos visto a un govern catalán prácticamente renunciando a adquirir más soberanía. Y es que según algunos iluminados, que el gobierno español provoque la masacre de Melilla es casi natural, pero que Cataluña quiera gestionar la misma política migratoria es un acto de xenofobia.

Es evidente que un aumento poblacional del 33%, dos millones de habitantes, en sólo tres décadas es un crecimiento anómalo, difícil de gestionar y con consecuencias sociales, ambientales y lingüísticas. Más aún cuando eres un país sin capacidad para controlar fronteras, ni marcar los requisitos de nacionalidad y con un expolio fiscal que según los últimos cálculos es ya de 22.000 millones de euros anuales. ¿Por qué no queríamos admitirlo? A veces pienso que un exceso de educación e influencia intelectual anglosajona ha hecho que algunos creyeran que si somos 7 u 8 o 10 millones quienes vivimos en Cataluña, no importa. Pero sí que lo hace.

Durante los años que viví en Bruselas tuve mi propio ‘reality check’ sobre las dificultades de la integración de la nueva inmigración y sus descendientes. Las políticas belgas puede decirse que en muy buena medida han fracasado y la capital contiene varios barrios que funcionan como compartimentos estancos. Por un lado, los expatriados, de los que yo formé parte, por otro los inmigrantes y sus hijos (que a menudo tienen la nacionalidad belga) y finalmente los propios belgas, los valones y flamencos que heroicamente todavía habitan Bruselas. En el caso flamenco, observando con sus propios ojos como entre unos, otros y los de más allá, su lengua es arrinconada. Pueden haber cometido errores, pero no me pareció que no se hubiesen esforzado. Por lo que respecta a mí mismo, mi pobre comportamiento hacia el neerlandés me hace ser muy pesimista sobre la voluntad de integrarse que tienen no pocos de estos expatriados y nómadas digitales que por algún motivo tenemos la manía de atraer a costa de expulsar a los jóvenes catalanes de su capital.

Por eso hace años que me sorprende la forma en que los catalanes por algún motivo hemos dado por hecho que la integración de la nueva migración en la sociedad catalana es inevitable. Demasiado satisfechos seguramente del discurso autosuministrado y poco conscientes de la diferencia entre la inmigración proveniente del país vecino, se llame Occitania (siglos XVI y XVII) o España (siglo XX), con quien la distancia cultural, lingüística e incluso religiosa siempre ha sido mínima, y ​​la inmigración global que hemos vivido en los últimos años, más fragmentaria y a su vez llegada en una época en la que mantener fuertes lazos en origen es mucho más fácil.

¡Pero siempre hemos sido tierra de paso! -escucho. Y me hago cruces. ¿Somos tierra de paso? ¿Hacia dónde? Aunque es cierto que una parte de los migrantes, vuelven a marcharse al cabo de unos años, ésta no es ni mucho menos la mayoría. Más bien diría que somos una tierra donde ha habido un grosor poblacional vertebrador, una nación catalana, que se ha ido agrandando a medida que las personas llegadas a nuestro país se han integrado, han pasado a formar parte y han tenido hijos. Más que una tierra de paso, ¿no somos una tierra de raíces?

Uno diría que la idea de la tierra de paso está pensada para dar a entender que en el fondo nadie es catalán porque todo el mundo es en alguna medida “de fuera”. Sin embargo, nunca he oído que nadie diga que Alemania es una tierra de paso, o Suecia, o la propia Francia. Cuando miro a Cataluña más bien veo una tierra con y de raíces. Por eso me gusta cuando una persona que ha venido de fuera aprende el catalán, porque demuestra una voluntad de enraizarse, no de estar de paso, sino de ser un catalán más. Ésta ha sido la tradición del país desde hace siglos y creo que es esto en que hay que poner el acento. La idea de la tierra de paso, además, resulta deleterea de la identidad de muchos catalanes, que a menudo pueden trazar sus ancestros con un arraigo de cientos de años. Estamos tan acomplejados por el presentismo y un cosmopolitismo de cartón piedra y con capital en Madrid, que a menudo menospreciamos a quienes han transmitido la catalanidad de generación en generación desde hace siglos, facilitando que hoy seamos lo que entre todos somos.

Es esta idea, la de una tierra de raíces y dónde echar raíces, la que hay que defender. Más exigente y más comprometida. Por eso miro cada vez con más simpatía que Dinamarca obligue a vivir cinco años en el país antes de poder comprar una vivienda. Y por eso es fundamental que Cataluña tenga soberanía para hacer de la lengua catalana un requisito imprescindible para tener un arraigo estable, se amplíe con mucho el pobre número de plazas que el consorcio de normalización lingüística ofrece anualmente y se apueste por una acogida integral en catalán. El arraigo y la integración lingüística de las personas que han venido a vivir a Cataluña o que quieren trabajar es crucial. Y la autonomía no está para inaugurar rotondas ni para hacer la pelota a quienes prefieren llevarse cuatro euros en el bolsillo con mano de obra barata aunque esto pueda llevar al país a una situación de crisis social, ambiental y lingüística.

Bajando al terreno individual y de la lengua, antes de tirar piedras sobre los tejados ajenos, hay que empezar por uno mismo, iniciando las conversaciones en catalán sea cual sea el aspecto de nuestro interlocutor. Y tener paciencia. El provincianismo de hablar en castellano a quienes parecen de fuera es un veneno mortal para el futuro de la lengua catalana y nuestra nación. Precisamente porque queremos gente arraigada y no de paso, debemos dirigirnos a ella en catalán, que además de ser nuestra lengua, debe ser la de todos. Hoy sólo un 16% de los catalanohablantes lo hacen. Y esto no depende de ningún malvado político español o catalán, sino que depende de nosotros, que decía la añorada Carme Junyent.

Así pues, somos una nación que quiere ser. Y más que de paso, si somos tierra de algo, somos una tierra con raíces y en la que queremos gente arraigada, no de poblaciones flotantes de paso ni comunidades separadas. Con esta mentalidad es necesario trabajar.

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