La historia de los pueblos tiene sus variantes de grandeza y miseria, que es relato de los seres humanos en conjunto. Es la novelística de su devenir, el hilo de comprensión del impulso común en la época que les toca vivir conforme a sus aciertos y errores, desprendimientos, egoísmos y astucias. En el siglo XIX los territorios vascos, a más de dos guerras perdidas, soportan el castigo de la liquidación foral, acorde a leyes dictadas por los vencedores y que rebasan su entendimiento, resultan ajenas a su razón, tuercen su voluntad.
Conocí en mi niñez a hijos de exiliados de la Guerra de los Cinco años (1872-76) asiduos del Euskal Errias de Montevideo, y fueron los primeros en alumbrarme con la frase que resonó en Castejón, en Nabarra: Jaungoikoa eta lege zarra. Explicaba, Fueros sin rey. Convencidos de que sus padres no fueron a la guerra por rey ninguno, no hay quien valga eso, sino por el rechazo a la nueva legislación centralista que restaban al pueblo de los vascos su identidad, lengua y modo de organización autóctono. Mencionaban, mordiendo nostalgia, que era mejor dirigir un tambo entre compatriotas, en la mitad de la pampa, o sea de la nada, pero dueños de sus vidas, negocios, y cantando en las pulperías junto a los gauchos payadores, sus bertsos ancestrales. Que nadie les mandaba callar por hablar en su idioma. Más bien, los aplaudían. Así lo hicieron con Iparagirre, el de las largas barbas blancas, peregrino por tierras uruguayas.
En Castejón el 18 de febrero de 1894 sucedió el milagro de la concordia, fruto del trabajo de un año de esfuerzos tras la imposición de una nueva ley –los políticos olvidan que las imposición de leyes no remedia males–, que el ministro de Hacienda de Madrid, Germán Gamazo, impuso para acabar con las restantes peculiaridades fiscales de los territorios históricos, reducidos a provincias, apurado por la grave situación económica del Estado, una más, y la proximidad de guerra con los reductos americanos del que fue vasto imperio, Cuba y Puerto Rico, que apuraban independencia. En 1893 se llenaron las calles de las ciudades vascas con gente disconforme, y en la plaza del Castillo de Iruñea hubo una magna manifestación y 120.000 personas firmaron los pliegos de una carta dirigida a la reina regente para solicitar revisión del caso, exponiendo sus razones. Enviaron a sus representantes de las Merindades a Madrid para explicar su conducta, modular su pensamiento e intercambiar razones. Pero nadie en los recovecos del gobierno central se mostró favorable. En febrero, los diputados nabarros volvieron a Madrid consecuentes en su reclamación, y regresaron otra vez con las manos vacías, pero sin retroceder un ápice en la orden comandada por su pueblo.
Al impuso de las numerosas asociaciones que imperaban y en la que intervenían sus intelectuales y escritores, destacamos la de los Euskal Erriakos con su portavoz Estanis Aranzadi Izkue, se propuso, programó y obtuvo confirmación para un un recibimiento digno de los dignos diputados, a cuya cabeza iba el escritor y filólogo Arturo Campión, en la estación ferroviaria recientemente estrenada de Castejón, de su regreso de Madrid. Se trataba de homenajear su honestidad, lealtad y valor. A las 9 de la mañana de ese día de gracia unas 15.000 personas –consideremos la baja población de Nabarra y las incomodidades de las comunicaciones–, llegados de todos los ámbitos del territorio, representados además por sus ayuntamientos y autoridades, portando pancartas donde campeaba el lema de Paz y Fueros. Recibieron a sus diputados y con ellos asistieron a una misa de campaña. En aquel día de gracia un compositor, José Jarauta, de Monteagudo, dejó escuchar su voz y consolidó este mensaje: “… Antiguamente Navarra / era un reino independiente / libre de pagos y de soldados y de otras cosas urgentes. / Desde el mil quinientos doce / Navarra se unió a Castilla sin abandonar sus fueros; / así el pacto lo pedía. / La Navarra en aquel año / mucho fue lo que perdió / pues perdió la independencia / prenda de inmenso valor. / Pues hay muchos en España /que trabajan con malicia / porque sea la Navarra / como las demás provincias. / Pues si el gobierno de España / sigue en sus pretensiones / se tomarán en Navarra / serias determinaciones / Con Monteagudo, Cascante / Ablitas, también Barillas, / Cortes, Buñuel y Murchante, /formemos una guerrilla / para marchar adelante. / Pues también se nos ofrecen / como si fueran hermanos / los valientes alaveses / vizcaínos y guipuzcoanos. / Vivan las cuatro provincias / que siempre han estado unidas / y nunca se apartarán / aunque Gamazo lo diga / Viva Navarra y sus Fueros”.
Resulta simbólico que esa manifestación popular se realizara en una estación de tren, nuevo y veloz modo de transporte y comunicación de ese finales de siglo, donde además se cantaba reiteradamente el Gernikako Arbola del bardo Iparagirre, que el Orfeón Pamplonés había interpretado en las manifestaciones anteriores de Bilbao, Donosti, Gasteiz e Iruñea. Había un hombre entre la multitud congregada, Sabino Arana Goiri, invitado de Estanis Aranzadi. junto a su amigo Daniel Irujo, ambos de Lizarraldea. Arana Goiri había dado ya pasos decisivos para desprenderse del pesado manto carlista, pero los sucesos de Castejón lo conmovieron de modo singular y en su nueva doctrina que conmovió a un pueblo, impuso el lema tradicional de Jaungoikoa eta lege zarra. Era reclamar lo que habíamos sido, para seguir siendo. Unir pasado y futuro.
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