A veces la inteligencia nos impide ser listos. Otras veces es al revés, querer ser listos nos impide ser inteligentes. Por un lado, querer tener análisis solventes hasta el último detalle antes de tomar decisiones puede impedir que actuemos en el momento más adecuado. Por otra parte, tratar de conseguir objetivos de manera rápida puede representar un obstáculo tanto para analizar bien los principales factores de la realidad como para conseguir los objetivos más importantes.
Las bases legitimadoras de las democracias evolucionan con el tiempo. Siempre están abiertas a su refinamiento moral e institucional. En este sentido, el proceso político de Cataluña para el establecimiento de un nuevo Estado democrático es un caso bastante singular en la Europa continental de la segunda posguerra.
En primer lugar, se trata de un fenómeno del que no hay ningún precedente empírico que pueda tomarse como referencia. Las secesiones de los países del este europeo han producido en circunstancias muy diferentes. Ciertamente, en los últimos 25 años, de tres estados hoy desaparecidos (URSS, Checoslovaquia y Yugoslavia) se ha pasado a un conjunto de 24 nuevos estados. Sin embargo, se trata de procesos ocurridos cuando un imperio, el soviético, colapsa a partir de 1989. Después de la primera guerra mundial pasó algo similar tras el derrumbe de los imperios austrohúngaro y otomano.
Ha habido algunas independencias en Europa desde 1945, como Islandia, pero una conclusión de los análisis de política comparada es que a menudo hay que tratar el caso de las islas de forma diferenciada a los casos continentales, ya que presentan dinámicas políticas diferenciadas.
El caso de Noruega cuando se separó de Suecia a través de un referéndum a principios del siglo XX (1904-1905) constituye quizá el precedente democrático más cercano al caso de Cataluña, pero los momentos se encuentran muy distanciados y ni las democracias ni las relaciones europeas ni las relaciones internacionales son ni siquiera parecidas a las de aquel periodo. El caso escocés podía haberse convertido en referencia, a pesar de hacerlo de acuerdo con el poder central del Reino Unido -un elemento opuesto al caso español que evidencia la diferencia de nivel democrático de los dos estados en el momento de resolver un tema que expresa una “diversidad profunda”. Pero los ciudadanos escoceses rechazaron la independencia.
La conclusión es que se pueden extraer algunos elementos de otros casos comparados, pero, en conjunto, el caso de Cataluña constituye un caso singular.
En segundo lugar, a nadie se le ocultan las previsibles respuestas que empleará el Estado para tratar de impedir la independencia de Cataluña, sea cual sea el soporte que muestren los ciudadanos catalanes sobre la cuestión. El Estado empleará todos sus recursos políticos, jurídicos, económicos, internacionales y mediáticos para oponerse a la voluntad de los ciudadanos si ésta es contraria a los intereses del Estado. En este ámbito, el pacto en España no se lee como el refinamiento de una democracia vinculada a la voluntad de los ciudadanos de una realidad plurinacional, sino como muestra de debilidad por parte de unos partidos e instituciones que defienden un nacionalismo uniformista -tanto en la derecha que sale del autoritarismo (PP) como en la izquierda jacobina (PSOE)-. Y todo indica que los nuevos partidos (Podemos y C’s) comparten la misma matriz de nacionalismo español. Las instituciones y sociedad catalanas deben estar preparadas para dar respuesta interna e internacional a estas previsibles acciones del Estado.
Sin embargo, sea cual sea el resultado político inmediato, el cambio de mentalidad de buena parte de la población catalana es hoy profundo. Está aquí para quedarse. No está cambiando sólo el panorama de partidos, sino también las ideas y las actitudes de la ciudadanía (con todo su pluralismo interno). Un gran número de ciudadanos ha dicho “basta” a varias cosas a la vez: a la permanente falta de reconocimiento del pluralismo nacional, a la falta de poder real de decisión de las instituciones catalanas, al trato económico y fiscal desigualitario, a la marginación de inversiones e infraestructuras, al menosprecio a la lengua del país, a las constantes agresiones recentralizadoras de las ya de por sí escasas competencias propias (pésimamente protegidas por un tribunal constitucional más político que jurídico y que actúa habitualmente como “corre, viene y dile” del poder central), a las actitudes arrogantes del nacionalismo español, a la falta de peso en política europea e internacional, al incumplimiento de los acuerdos, etc. La independencia se ha convertido en una propuesta cada vez más racional y más razonable.
Un tema de esta importancia no se puede resolver si no se define bien. Y el Estado y los partidos españoles resultan muy obtusos y muy resistentes a cambiar el marco mental que les impide definir bien el problema de fondo. El pluralismo nacional les viene grande. No cabe en los estrechos márgenes conceptuales que han heredado a través de muchas generaciones en los últimos siglos. Las culturas políticas heredadas, cuando son hegemónicas, son muy resilientes al cambio. El Estado puede reprimir, puede actuar autoritariamente desde sus instituciones en contra de la voluntad de la mayoría de la sociedad catalana, pero será inevitable que su legitimidad siga degradándose. La ciudadanía de Cataluña y el marco internacional acabarán siendo las referencias clave. No sabemos cuándo, pero lo serán.
LA VANGUARDIA