Cartografía del imposible


El día de las elecciones europeas José Luis Rodríguez Zapatero hizo unas declaraciones que tenían que ser convencionales: fiesta de la democracia y vamos todos a votar, para entendernos, pero añadió un matiz. Dijo que esperaba que se votara mucho, en España, para demostrar que “en Europa, somos los mejores”. Es muy sabido que ZP tiene una querencia notable hacia la frivolidad, pero en este caso está expresando con precisión su pensamiento, el pensamiento español. España está contentísima con ella misma: es la mejor. Este largo proceso de treinta años de democracia ha conseguido que España saliera adelante una cierta modernidad y que ahora se sientan donde siempre han querido estar: en la cumbre del mundo. Que esta percepción sea cuestionada por la realidad real o que funcione en el terreno del deporte y poca cosa más, no desdice que el orgullo español ha hecho cumbre.

Por esto España se vuelve hacia Cataluña y le dice: “Somos poderosos, modernos y ricos, ¿cómo es que todavía no queréis ser españoles?”. Y si Cataluña, un poco desconcertada, contesta: “Es que no somos españoles, o no somos demasiado españoles”, entonces se produce el enfrentamiento. España tiene prisa en cerrar el debate interior, porque además de no entender de qué va el tema, el asunto le molesta. Le distrae. España se está construyendo a velocidad de crucero, sólo faltaría que tuviera que dedicar esfuerzos a tener contentos los catalanes. Después pasa que los catalanes votan menos que nadie y consagran en las estadísticas una desafección política más alta y más intensa que nunca en ningún momento anterior a la democracia (87% de los ciudadanos están descontentos con la política en Cataluña). Están pasando, pues, cosas interesantes. Da la impresión que las cosas, determinadas cosas, se aceleran.

Constato esta realidad a través de diferentes signos, teniendo a la cabeza la reciente lectura del libro de Enric Juliana La deriva de España, todavía fresco en la estantería de las librerías. Juliana es un afinadísimo observador de la realidad española desde la tarea de corresponsal de La Vanguardia en Madrid, pero también desde la propia curiosidad, creo adivinar que movida por una voluntad de comprensión. ¿Por qué, parece preguntarse, es tan difícil que Cataluña y España se entiendan? Y él mismo, a lo largo de dos centenares de páginas muy bien escritas y más que nada muy cargadas de información interesantísima, demuestra que Cataluña y España son dos proyectos de diferente intensidad pero básicamente incompatibles. Juliana pone toda su inteligencia al servicio de esta cartografía española, que va repasando comunidad por comunidad, sin esconder un cierto dolor catalán ante la prepotencia española.

Lo que queda claro en el libro es que las prioridades españolas nunca pasan por Cataluña; los ejes de desarrollo, que son las claves del futuro económico y por lo tanto social y cultural, siempre están en otro sitio. Que existe un poderoso eje vertical, como un espinazo político, que une Sevilla con Madrid y que, si se tiene que prolongar, irá a buscar Europa a través del País Vasco. Y que se atisba otro eje horizontal que va de Madrid en Valencia, una Valencia que, y esto lo digo yo, ha aceptado de buen grado ser el patio de recreo de la capital a cambio de ver potenciado su puerto, que pronto conectará con el enorme polo logístico de Zaragoza, destinado a hacerle el by-pass al puerto de Barcelona. La paradoja española es que si contribuye a desarrollar Cataluña, Cataluña se hincha de orgullo y se distancia; si no lo hace, Cataluña se cabrea. Hasta ahora se cabreaba desde la depresión y el desconcierto, ahora ya no.

La construcción del mapa español, advierte Juliana, juega en contra de Cataluña, porque Cataluña no merece suficiente confianza, vista desde Madrid y quizás también desde la plaza de Sant Jaume, para invertir generosamente recursos y estímulos. Yo no sé si Enric Juliana pretendía decir exactamente esto pero es lo que se desprende de sus páginas, insisto, documentadas y que incluso incluyen chismes. ¿Queréis uno? El peculiar Miguel Sebastián, que nunca se sabe si de verdad le falta un hervor, le dice a ZP que no frene la inmigración, que con 60 millones de habitantes España será imparable en Europa. ¿Hay que recordar que el 25% de la inmigración se instala en Cataluña? Yo no creo en absoluto que España esté todo el día conspirando contra Cataluña, no. España se construye a ella misma y, como resulta que los proyectos son antagónicos, en la medida que España crece y se inventa, Cataluña recibe bofetadas a mansalva. Cosa que en España no sabe mal. El mundo camina hacia el respeto impecable de la diferencia mientras España avanza en dirección contraria: buscando a ultranza la homogeneidad para que este cuerpo extraño enclavado en su estructura simplemente desaparezca.

De momento estorbamos y ahora con ganas de insistir en el futuro. Resulta que el mundo político catalán, con tanto de charco estancado donde chapotean las palabras pero no flotan los hechos, está siendo sacudido por un viento imprevisible. Arrinconada Cataluña contra la pared, una parte cada vez más sustancial del catalanismo se está volviendo hacia la independencia. Quiero decir política y también social. No por razones identitarias -no se habla en absoluto, en estos términos!- sino por pura racionalidad. Una argumentación ponderada demuestra la imposibilidad de encajar un país viable dentro de la carcasa española: basta con mencionar el Tribunal Constitucional o el modelo de financiación. O el hecho que, para tener un aeropuerto como es debido, los empresarios catalanes hayan tenido que comprarse una línea aérea entera! Esto, disculpadme, no pasa en ninguna parte del mundo.

Los opositores contestan con vaguedades del tipo “la sociedad no lo quiere”, pero nadie argumenta con los beneficios que conlleva ser una parte de España: nadie. Objetivamente, estos beneficios no existen. Esta es la debilidad de quienes defienden el proyecto español, es decir, cien años más de defensa y quejas. No hay beneficio tangible. El pasado domingo, en las páginas del AVUI, Josep Ramoneda, que es un analista brillante y nada exaltado, definía muy bien la situación. El catalanismo convencional, venía a decir, es un camino derrotado por la circunstancia española. Sólo habrá, decía literalmente Ramoneda, o la conllevancia o la independencia. Sólo hay que añadir que España no está por la conllevancia, sino por la asfixia con más o menos anestesia, que eso son las inversiones, anunciadas con tanta trompetería, del ministro Blanco. Es bueno constatar que la clase intelectual catalana ya ha cambiado el chip.

Noticia publicada al diario AVUI, página 24. Jueves, 11 de junio de 2009

Publicado por Avui-k argitaratua