yolanda y Enrike, una pareja amiga, me enviaron un correo hace unos días contándome que al pasar por Santoña habían visto en su paseo marítimo un monumento a Carrero Blanco, natural de esa localidad, de 40 metros de altura. Me escribían sorprendidos por semejante apología de quien fue delfín del genocida y pata negra del más rancio franquismo.
Carrero Blanco, de profesión marino, tomó parte en el golpe de Estado de 1936, llegando a ser jefe de operaciones del Estado Mayor de la Armada en agosto de 1939. Antes había participado en la guerra de Marruecos. Miembro activo también de Falange Española, sentó posaderas en su Consejo Nacional. Después fue mano derecha de Franco y presidente de su Gobierno. Murió en un atentado realizado por ETA el 20 de diciembre de 1973.
Su visión del mundo era simple: “Hay tres internacionales que, cada una por su cuenta y con fines propios, pretenden dominar el mundo y ejercer un totalitarismo universal: la comunista, la socialista y la masónica”. Ante ello, “España quiere implantar el bien, y las fuerzas del mal, desatadas por el mundo, tratan de impedírselo”. Programa talibán puro y duro el suyo.
El monumento, de granito y bronce y 40 metros de altura, fue inaugurado en 1976. Su autor, Juan de Ávalos, también lo es de la Piedad de la cripta del Valle de Cuelgamuros, alias de “los Caídos”, y los cuatro evangelistas que figuran al pie de su gigantesca cruz de 150 metros de altura. Suyos fueron también los monumentos a Franco de Oviedo y Santa Cruz de Tenerife, así como el monumento a los Héroes del Alcázar de Toledo. El escultor del régimen, le llamaron.
El alcalde socialista de la localidad, Sergio Abascal, ha afirmado ufano que “Santoña fue uno de los municipios pioneros en España en dar cumplimiento a la Ley de Memoria Histórica. Se retiró de nuestras calles todo símbolo franquista, en cuanto a nombres de militares o vinculados al franquismo, excepto una única vía, la del almirante Carrero Blanco, natural de Santoña, y su monumento”. Defiende en cualquier caso que “no hay que quitar el monumento, sino cambiar su denominación”, si bien no lo ha hecho. Mientras tanto, ha calificado cómo “actos vandálicos” las pintadas antifascistas hechas en el monumento.
En uno de sus primeros actos públicos, el Memorial de Víctimas del Terrorismo, de Gasteiz, inaugurado el pasado mes de junio por el Rey y su corte (Pedro Sánchez, Grande Marlasca…), homenajeó a Melitón Manzanas, primera víctima de ETA. En el acto se silenció el currículum de este siniestro personaje, colaborador en su día de la Gestapo, Jefe en Gipuzkoa de la Brigada Político-Social franquista y sádico torturador, denunciado como tal por decenas de personas de todos los ámbitos políticos y sociales antifranquistas.
A efectos de la memoria histórica políticamente correcta, el haber muerto en atentado de ETA otorga a la víctima una especie de absolución, gracias a la cual todos los pecados cometidos con anterioridad por ésta, sean del tipo y tamaño que sean, quedan borrados. Lo mismo da haber torturado, secuestrado, violado, asesinado, hecho desaparecer o enterrar en cal viva, pues todo desaparecerá de los anales de la historia y en su lugar solamente aparecerán cinco palabras: víctima del terrorismo de ETA. Monumentos de 40 metros de altura y memoriales hipócritas reescribirán la historia blanqueando a criminales y, lo que es aún peor, al franquismo que los alentó y al que sirvieron.
En su obra De rege et regis institutione, publicado en 1599, el jesuita Juan de Mariana, bebiendo del mismísimo Santo Tomás, defendió la legitimidad del tiranicidio y justificó el asesinato de cualquier persona, sea rey o dictador, que tiranice a la sociedad civil. Para él eran actos de tiranía, entre otros, el establecer impuestos sin el consentimiento del pueblo, expropiar injustamente las propiedades de la gente, realizar obras faraónicas sobre la base del trabajo esclavo o la injusta represión de la ciudadanía. Evidentemente, si alguien tradujera lo anterior a la realidad actual y propugnara, cual Juan de Mariana, acabar con los responsables de tamañas atrocidades sociales, sería inmediatamente tachado de terrorista y condenado por nuestras audiencias y tribunales a las más lapidarias penas.
A Thomas Jefferson, quien fue presidente de EEUU e ideólogo principal de su Declaración de Independencia, los reyes y tiranos tampoco le caían muy bien. “Cuando los gobiernos temen a la gente, hay libertad. Cuando la gente teme al gobierno, hay tiranía”, afirmó. Y añadió también que “el árbol de la libertad debe regarse de vez en cuando…. con la sangre de los tiranos”. El himno nacional francés, La Marsellesa, se refiere también a esta necesidad de higiene política: “Temblad tiranos. Vuestros planes parricidas recibirán por fin su merecido”. A pesar de ello, cuando este himno se canta en los actos oficiales del gobierno, competiciones oficiales y en las propias escuelas, nadie entiende que se esté haciendo apología del terrorismo.
Sucedió en septiembre de 1980, en Asunción –Paraguay–, lugar donde se encontraba exiliado el dictador y genocida nicaragüense Anastasio Somoza. Un comando del ERP argentino, en un acto de justicia jesuítica mariana, acabó con su vida en un atentado. Los medios de comunicación (incluida EFE, agencia oficial española) no hablaron de atentado terrorista alguno, sino que se refirieron al hecho como una acción armada, un atentado llevado a cabo contra un exdictador. Añadieron de paso el historial criminal de Somoza y su siniestra dictadura. Tampoco el gobierno español (Adolfo Suárez) se salió mayormente de este guión. Todo el mundo entendió que aquello fue un tiranicidio.
Pero en esta democracia chata que bebe de la Ley de Amnistía de 1977, los tiranos y matones muertos en atentado de ETA no pasarán a la historia como tales tiranos y matones, sino como “víctimas del terrorismo”. Memoria histórica a la española llaman a eso.
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