Carlos, el príncipe bibliotecario de Nabarra

He estado en Nafarroako Jauregia, kilómetro 0 de Nabarra, recorriendo sus simbólicas dependencias. Remiré el cuadro de Fernando VII no por él, hombre desdeñable, sino porque lo retrató el sublime Goya. Las luces de los candelabros de cristal destellaban sobre el precioso suelo de madera ensamblada, las solemnes sillas doradas y aterciopeladas y vacías del trono y, tras de las ventanas, vislumbré la luz incipiente del tardío amanecer invernal.

Miré fuera, a las casas que escoltan el palacio: Aranzadi y Baleztena, exponentes de un modo diferente de apreciar la historia y diseñar el porvenir de Nabarra. De casa Aranzadi me pareció ver, fugazmente, asomado al balcón, al vivaz Estanis Aranzadi, el euskalerriako que nos vino de Tierra Estella, la voz que espabiló la conciencia de Nabarra en su tiempo, entre otras cosas, con la audaz advertencia de Dios y Fueros sin rey. A su lado percibí al inquieto Daniel Irujo y un Sabino Arana deslumbrado. Los dejé para enfrentarme a las estatuas de los reyes de Nabarra, alineados en el paseo de Sarasate, y me pareció escuchar su hermoso Capricho Vasco surgiendo del fondo de su corazón y de su violín Stradivarius.

Detuve la mirada en la estatura formidable de la mujer que exhibe la ley y que preside a los reyes, y al palacio, memoria en piedra de cuanto fuimos, construida por suscripción popular tras la Gamazada, iniciativa de los euskalerriakos, y releí su inscripción: Gu gaurko euskaldunok gure aitasoen illezkorren oroipean, bildu gera eneb gure legea gorde nai degula erakusteko, o sea: Nosotros, los vascos de hoy, nos hemos reunido aquí en inmortal recuerdo de nuestros antepasados para demostrar que queremos seguir manteniendo nuestra Ley.

Sin verla, en mi paseo mental, me acerqué a la secuoya monumental del jardín palaciego, que es recuerdo de hombres y mujeres que emprendieron la emigración a América, en especial a California y Nevada, tras guerras que nos procuraron pobreza y desgarro familiar. En su labor de pastores, desde Patagonia hasta Alaska, dignificaron el oficio gracias a su responsabilidad y buen hacer y oportuna ganancia, que en la vida todo cabe.

Regresé al interior del palacio centrada ahora mi atención en el enorme cuadro de Carlos, príncipe de Viana, copia del de José Moreno Carbonero, Museo del Prado 1881, y, continuando mi rememoración histórica, me sumergí en la desgracia de un heredero de la Corona de Nabarra que nunca reinó porque su padre, Juan de Aragón, rey consorte, le suplantó el poder, le guerreó y encarceló. No pudo ni quiso semejante progenitor desde su confabulación militar hostil y conquistadora apreciar la aureola de un hijo con alma renacentista.

Carlos discurrió su juventud en el magnífico Palacio Real de Olite, una de las sedes de las Cortes, rehabilitado por abuelo, Carlos El Noble. Fueron años felices: mantenía un zoológico porque amaba los animales y los cuidaba y ninguno le atacó; transitó por jardines de naranjos a los que cubría con toldos para protegerlos de las heladas invernales, solución que no encontró para salvarse a sí mismo de las que soportó. Desde una de sus torres, la de los Cuatro Vientos, admiraba los llanos territorios del sur del reino, pródigos en viñedos y trigales y, hacia el norte, al ceñudo mundo montañoso de donde vinieron los vascones, sus antepasados y los de su pueblo, y que advertían que aquel era su reino, pero que nunca sería suyo.

En Olite Carlos, quien dominaba varias lenguas, implantó una biblioteca. Fue nuestro príncipe bibliotecario. Nacido en 1421 y muerto en 1461, su vida transcurre junto al nacimiento y desarrollo de la imprenta, esa grandiosa revolución pacifista que permitió la difusión del conocimiento, camino abierto a la igualdad de derechos humanos. Carlos recopiló manuscritos e incunables, en número de doscientos, dedicándose además a escribir y traducir obras, rasgando con su pluma de ganso el pergamino, papel de su tiempo. Dice Vicente Amezaga en su Hombre Vasco (Bs.As. Ekin, 1968), en capítulo dedicado al Renacimiento encarnado en Carlos “…como traductor nos dejo la versión de Las éticas de Aristóteles, comentadas, La Condición de la Nobleza, de Angelo de Milan; como autor original La crónica de los Reyes de Navarra, lo mas importante de su obra, aunque hoy día haya dudas de su autenticidad, Milagros de San Miguel de Celso, Cartas…”

Dejo a Carlos, el de los tristes destinos, recostado en sus libros, con la hoja de pergamino que sostiene en su mano, trajeado de manera real, con el fiel lebrel a sus pies, meditando quizá en la revolución de papel y tinta y máquina que llegaba para procurar a la Humanidad instrumentos de regeneración y avance, que tal cosa es el libro y la educación que procura.

Me alejo del Nafarroako Jauregia, en cierto modo orgullosa de haber tenido un príncipe bibliotecario. Un nexo cultural próximo a la Biblioteca de Alejandría, impulsora de progreso, pero apenada por las guerras intestinas, con su componente de banderizos y sueños imperiales, de rivalidades fragantes que despojaron al heredero de la corona de su derecho a reinar, modo de gobierno de su época, dejando a Nabarra empañada y ensombrecida, lejana de lo que pudo ser, asombro del mundo, tal como pronosticó Shakespeare en su obra de título profético Trabajos de amor perdidos.

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