Es muy común confundir la inflexibilidad con el coraje. El tesón ha sido a menudo un atributo de los seres que Hegel llamó “individuos histórico-mundiales” (‘Welthistorische Menschen’), personajes sobre los que la historia parece pivotar en momentos críticos. Por un espejismo de la distancia moral, la terquedad puede parecer un atributo de los líderes del cambio histórico. ¿De dónde viene ese prejuicio a favor de la contumacia? ¿Por qué nos seduce más el que aguanta impertérrito un error que el que lo reconoce y la enmienda? Por qué se considera viril sostener el error y un signo de flaqueza retractarse. Si la experiencia muestra que los vanidosos y los narcisistas son quienes más se empeñan en un patrón desacertado, ¿por qué se valora más al presumido que se recrea en la propia suficiencia que quien con modestia acepta el correctivo de la realidad? Una respuesta radica en la importancia evolutiva que los guías resueltos han tenido para la supervivencia del clan o la tribu. Un Moisés conduciendo un grupo de fugitivos hambrientos por el desierto necesita proclamar una ley con toda la convicción y severidad que es capaz de infundirle para impedir que la gente se disperse yendo detrás de los ídolos de poblaciones ajenas. El tesón es un rasgo esencial de los líderes militares, tanto de quienes conducen su pueblo a la victoria como de quienes lo arrastran al desastre, y a menudo de quienes lo llevan a ambos destinos. Napoleón y Hitler son ejemplos conocidos de todos, pero el mayor estratega de la historia, Aníbal, tras infligir a los romanos la gran derrota en Cannas, también acabó perdiendo bueyes y carros. Cuando esto llega, el empeño parece más una maldición que ventura alguna.
El progreso de la humanidad viene de otro tipo de determinación: el de los buscadores de la verdad. Son individuos de una rara especie, que no se empeñan en defender la opinión a pie y a caballo, sino hacen que todo lo posible para falsarla, en el sentido que dio a Popper a la cientificidad del conocimiento. El cataclismo social en el que estamos inmersos proviene de una tendencia a conculcar la verdad que podríamos bautizar como heroísmo de la mentira. En este siglo, la visión futurista de Orwell de que “el partido te pidió que rechazaras la evidencia de tus ojos y tus oídos” se ha cumplido con creces. En el universo paralelo de las redes sociales nada hay que validar con ojos y oídos, ninguna posibilidad de confrontar las teorías conspirativas con los hechos. En la atmósfera enrarecida de la virtualidad, los internautas se desprenden del requisito de credibilidad como de un adorno para zambullirse en la credulidad. De ese espacio caótico salió una galaxia de ‘trolls’ que ha abonado el terreno para el fenómeno Donald Trump. Como la gran mayoría de políticos, los presidentes anteriores engañaban para alcanzar determinados objetivos y procuraban tapar el engaño. La novedad con Trump es que se explaya, mintiendo incluso innecesariamente y a la vista de todos. Trump se ceba en la mentira, disfruta sin vergüenza. Borrando la frontera entre la verdad y la mentira abole el sentido de realidad y desmantela la existencia de hechos públicos, es decir, de verdades compartidas que nadie se atrevía a cuestionar. El vaciado de los fundamentos epistémicos de la esfera pública era el preludio del ataque a las instituciones en una campaña de demolición del Estado que se extiende a la constitución, clave de bóveda de la democracia.
El abismo entre el engaño ruboroso y la cínica negación de los hechos no lo han cavado únicamente los conservadores. El radicalismo de la izquierda liberal ha contribuido alegremente a ello. Si se quiere hacerse una idea del ambiente sofocante de las universidades americanas en las últimas décadas y no tiene ánimo de repasar los numerosos libros y artículos sobre la guerra cultural, puede leer ‘La mancha humana’, la impresionante novela de Philip Roth, uno de los mejores testimonios de la sociedad americana del último tercio del siglo pasado.
Esto que algunos llaman “postverdad” tiene unas raíces, digamos filosóficas, en el asalto posmoderno a la verdad. El escepticismo respecto al significado popularizó la extraña noción de que todo es interpretable y toda interpretación vale tanto como cualquier otra. En el ámbito de la creación literaria jugar con los hechos no tiene gran importancia, porque los autores siempre han tenido bula poética. Ahora, los críticos, que no deberían tenerlos, se la autootorgaron afirmando que su trabajo era tan creativo como el de los autores. Que no había ninguna diferencia categórica porque, al fin y al cabo, todo es ‘écriture’. Sin embargo, circunscrita al círculo esnob y minoritario de la teoría literaria, la pretensión resultaba baladí. El problema apareció cuando la ‘écriture’ se extendió a ámbitos de mayor proyección social, como el derecho y la historia, en los que la interpretación es secundaria respecto al establecimiento de los hechos. Ahora, en el clima de irresponsabilidad generado por la idea de una textualidad universal, por la idea de que todo es texto, los hechos se adelgazaron peligrosamente. Un historiador posmoderno como Hayden White, autor de un par de libros valiosos para el análisis retórico del discurso historiográfico, tuvo la audacia de negar la existencia de los hechos. Soy testigo, porque lo oí en una conferencia en el ‘Zentrum für Literaturforschung’ de Berlín en 1995. Refiriéndose sarcásticamente a los historiadores que creen en los “hechos”, White echó una mano a la mesa para remachar el sentido material de los “hechos” conjeturados por sus ingenuos colegas. Pensar que el historiador puede aislar hechos en estado puro es una ingenuidad, pero predicar que son efectos del discurso y que deben tomarse con pinzas retóricas es abrir un portal muy grande al escepticismo y al nihilismo.
Si los hechos son un ‘trompe-oeil’ del discurso, efectos inestables e infinitamente opinables del lenguaje, ¿con qué criterio distinguiríamos la verdad de la falsedad? El desprecio por los hechos y la liquidación del pensamiento liberal por la radicalidad posmoderna degradó la credibilidad de los argumentos moderados con improperios contra el “positivismo”, el “sentido común” y el “humanismo”. Otros añadieron la denuncia de prejuicios intrínsecos a la condición de la persona basándose en el género, el origen familiar o el color de la piel, considerados como inductores de ideologías opresoras. La guerra cultural sin cuartel y a menudo sin tomar prisioneros abonó el terreno a una contraofensiva en la que el arma más peligrosa es el desprecio absoluto no sólo de los argumentos sino de los hechos. La gran ironía de la campaña de supresión de la opinión y de cancelación de los disidentes, conocida como corrección política, es que incubó una reacción en la que la autocensura es inexistente y la imagen del mundo puede darse la vuelta en cualquier momento con total impunidad, porque, como ocurre en la distopía de Orwell, el compromiso con la verdad es inexistente.
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