Cambiar España: un proyecto fracasado

Si bien en Cataluña y el catalanismo siempre ha habido sectores que han considerado la independencia nacional un bien moral en sí mismo, desde la pérdida de las Constituciones las corrientes políticas mayoritarias del país se han particularizado por los intentos de acomodar Cataluña al Estado español. Conocedores del origen y estructura castellanocèntricos del España-Estado, los movimientos políticos catalanes concentraron los esfuerzos en reconvertirla de tal manera que Cataluña pudiera integrarse sin ser definitivamente asimilada por Castilla. La corriente central del catalanismo, movimiento nacido durante la segunda mitad del siglo XIX, se ha caracterizado hasta hace pocos años por la voluntad de poner fin a la hegemonía castellana dentro del Estado y sustituirla o bien por un dominio compartido o bien, incluso, por una hegemonía catalana light. Si bien el catalanismo nunca renunció al derecho a la independencia nacional, a menudo argumentaba que ésta era inconveniente por razones pragmáticas y apostaba, de manera seguramente ingenua, por la transformación de España. Valentí Almirall, por ejemplo, señalaba la fragilidad de los estados pequeños en su época para descartar la independencia catalana pero reivindicaba que si el catalanismo se detenía ‘en un punto que no llegaba al separatismo, no era por falta de derecho, sino porque no creía conveniente ejercitarlo ‘(Almirall 1979: 95). Prat de la Riba, por otra parte, en un momento de auge de los imperios centroeuropeos, consideraba que la tendencia natural del mundo conducía a la formación de grandes conglomerados de estados nacionales y apostaba por un imperialismo catalán que liderara una federación de’todos los pueblos ibéricos, de Lisboa al Ródano’ (Prat de la Riba 1978: 118) en el que cada nación conservaría, por medio de estructuras estatales, su singularidad.

Las demandas catalanistas de un Estado compuesto chocaron rápidamente con dos paredes de hormigón armado, que de hecho eran dos caras de la misma moneda: la cultura política castellana, jacobina y despreciativa de la diversidad, y la beligerancia de la oligarquía agraria castellana que controlaba el Estado, que no tenía ninguna intención de compartirlo y mucho menos de ceder su hegemonía a ningún imperialismo catalán. Los planteamientos catalanistas, pues, debían superar un escollo importante: la falta total de predisposición por parte de Castilla. Después de repetidos fracasos, del Estatuto de Nuria, los hechos de 1934 y de dos dictaduras, el catalanismo acomodaticio comenzó a darse cuenta de que España no quería ser cambiada. En vista de esta constatación, durante el franquismo apareció un nuevo objetivo, el de modernizar España, basado en un nuevo mito, que la democratización y crecimiento económico del Estado conllevaría un cambio en su mentalidad en cuanto a las demandas catalanas.

Como es evidente hoy, el objetivo básico del catalanismo no se ha cumplido: el Estado no se reconoce como plurinacional. Si bien la constitución española establece una diferencia entre ‘nacionalidades’ y regiones, explicita en el mismo artículo, de forma contradictoria, que se fundamenta en la indisoluble unidad de una ‘nación’ española. En todos los textos legales y sentencias judiciales, por las razones que expondremos, sólo el carácter de ‘nación’ del Estado tendrá relevancia, siendo ‘nacionalidad’ un término meramente decorativo, si no ignorado, que sólo tuvo importancia unos pocos años por aspectos relacionados con el desarrollo competencial autonómico, que ahora es igual en todo el Estado, a excepción del País Vasco y Navarra. Del hecho de que el Estado se considere, contra la opinión de la mayoría de catalanes, una sola nación, se derivan muchas consecuencias. Para empezar, la constitución española establece la supremacía la lengua de Castilla, que sin reciprocidad es oficial en todo el Estado y de obligado conocimiento por parte de todos los ciudadanos. También implica que la nación catalana sea equiparada a regiones administrativas castellanas como Murcia o Extremadura y que la cámara territorial del Estado, por otra parte carente de cualquier incidencia real, no sea ningún contrapeso efectivo a la hegemonía castellana. También significa algo que sería impensable si se reconociera la condición nacional de Cataluña: que la redacción final del estatuto de autonomía de Cataluña esté en manos de una mayoría parlamentaria española y no catalana, a diferencia de lo que sucede en regímenes verdaderamente federales, donde las constituciones de los estados federados se aprueban en sus parlamentos. Por último, la negación de la plurinacionalidad del Estado también significa que por el mero peso demográfico la nación castellana monopolice las instituciones del Estado: como no se reconocen diferentes naciones, no hay un sistema de contrapesos nacionales que evite que la judicatura, el ejército o la policía queden únicamente en manos de Castilla.

Esta falta de contrapesos en la mayoría demográfica castellana, que interviene sin limitaciones en la sociedad catalana, ha significado la total indefensión de la minoría perpetua catalana, que asiste con impotencia a que una mayoría externa le indique cómo debe organizarse, imponiéndole normas y suprimiendo las suyas, algo especialmente sangrante en aspectos lingüísticos, culturales y de identidad. Con el paso de los años, muchos catalanes se han dado cuenta de que la modernización de España no ha supuesto un cambio de actitud ni de su oligarquía ni del pueblo castellano. El estatuto de 2006 significó un último intento de cambiar la situación por parte de Cataluña, que fue reduciendo sus objetivos progresivamente a medida que la tramitación avanzaba, lo que tampoco sirvió: aunque el menguado resultado final aprobado en referéndum, en 2010 el tribunal constitucional español modificó aspectos sustanciales mediante la técnica interpretativa y eliminó algunos otros, creando la poco explotada situación en la que 1) los catalanes tienen un estatuto que nadie ha votado y en la que 2) mediante la eliminación de artículos del estatuto primigenio se ha evidenciado que los catalanes votaron contra la constitución española.

La estocada final al estatuto perpetrada por el Tribunal Constitucional español implicó la eclosión del movimiento soberanista, que constata la imposibilidad de cambiar España y su cultura política y apuesta por constituir un Estado catalán independiente. Ante este movimiento, la posición de los partidos españoles mayoritarios y de las instituciones del Estado es unánime: intransigencia. Sin embargo, empiezan a escucharse algunos cantos de sirena que, sin comprometerse a nada, y a menudo negándose a tocar el quid de la cuestión, la plurinacionalidad, apelan a una etérea reforma constitucional. Dejando de lado la escasa verosimilitud de un cambio de estas características vistas las posiciones mayoritarias en España y rehuyendo las dudas razonables que la sinceridad de estas llamadas suscita, hay que decir que la reforma constitucional en sí misma no solucionaría el problema. Aunque el principal problema de la constitución española con respecto a Cataluña radica en la falta de contrapesos que contrarresten la hegemonía castellana, la existencia de contrapesos no es en sí misma suficiente.

La definición teórica de la importancia de los equilibrios institucionales más importantes con que hoy contamos es, con permiso de Montesquieu, la de los padres fundadores de los Estados Unidos, que creían que la creación de un espacio de autonomía para los individuos y de protección de las minorías requería un diseño institucional basado en la separación de poderes y en un sistema de pesos y contrapesos que evitaran la tiranía. Así, en el artículo 10 de los ‘Federalist Papers’, James Madison diferencia dos clases de gobierno popular, la tiránica democracia pura (la de la antigua Grecia, donde todo se decidía por mayoría y donde no había separación de poderes) y la república (donde no hay democracia directa sino representativa y los poderes están separados y se controlan mutuamente). Madison, liberal y desconfiado de la naturaleza humana, consideraba que sólo mediante un sistema de castigos y controles, se puede evitar que el poder se convierta en tiranía. Sin embargo, ahora sabemos que con esto no basta. Primeramente, hay que apuntar que el mismo diseño institucional no sirve para diferentes estados: la fallida experiencia del federalismo en México, calcado del americano, o el control de las instituciones por parte de una mayoría nacional en el caso de España lo demuestran. Segundo, Madison olvidaba el peso de la cultura política y de la educación recibida en el funcionamiento final de una sociedad.

La visión parcial de Madison es seguramente despreciable para el buen funcionamiento de su modelo en los Estados Unidos, lo cual es resultado de la buena sintonía entre la cultura política de raíz protestante de ese país y el complejo sistema institucional del que se dotó. Sin embargo, el fracaso de este mismo modelo en América Latina pone de relieve que la cultura política es un elemento tan básico como las leyes a la hora de explicar el funcionamiento de una sociedad. Fue Isócrates, nacido en el siglo V aC. en Atenas, el primero que, sin menospreciar el poder coercitivo de las leyes, señaló en su ‘Areopagitica’ que ‘los hombres que no reciben una buena educación se aventurarán a transgredir las leyes, aunque hayan sido establecidas con exactitud ‘(Isócrates 1982: 131), lo que experiencias como la desdichada Constitución de Weimar o el estado de corrupción generalizada del Estado español actual parecen corroborar. Así, Isócrates, sin renunciar al ‘punishment’y al ‘watchfulness’ (Isócrates 1982: 133), necesarios porque si no incluso los virtuosos se corrompen, propone la educación como garantía última del buen funcionamiento institucional. Sin los valores adecuados, entiende, ninguna ley es garantía. Y esto nos devuelve a los cantos de sirena de la reforma constitucional.

La composición demográfica de España, sean cuales sean las leyes, es la de una mayoría aplastante de cultura castellana, educada en la cultura política del jacobinismo, la negación de la plurinacionalidad y la supremacía de todo lo que es castellano como elementos ‘comunes’. La mayoría política de más de dos tercios del parlamento español de PP, PSOE y UPyD deja poco margen a otra interpretación. Suponiendo que esta mayoría aplastante aceptara modificar la constitución española para que reconociera la plurinacionalidad del Estado, algo impensable para los tres partidos van radicalmente en contra, y que esa mayoría aplastante estuviera dispuesta a crear unos contrapesos nacionales que implicarían la pérdida formal de su hegemonía sobre el Estado, todavía existiría el problema de la educación política de la gran mayoría de la población. Difícilmente la mayoría del pueblo español aceptaría un ordenamiento de estas características, que sería percibido como una imposición catalana, combatido y finalmente destruido, de una manera u otra, como el caso de la constitución de Weimar ejemplifica. Además, cualquier resquicio legal sería utilizado por la oligarquía que controla el Estado para inutilizar los preceptos y mecanismos de control establecidos legalmente, como ha sucedido con cosas como el término ‘nacionalidad’ y la disposición adicional tercera del estatuto.

El catalanismo histórico, en el afán de encontrar alternativas nacionalmente aceptables a la separación, se ha empeñado en modificar España. Estas alternativas ‘realistas’ a la independencia se han demostrado, de hecho, imposibles. Pero es que aparte de imposibles, quizás no eran adecuadas. La cultura política castellana es de una manera determinada y el Estado que desea Castilla responde a esta cultura. Realmente, los catalanes no tenemos derecho de obligarles a ser de otra manera. Sin embargo, sí tenemos derecho a no aceptar ser asimilados. Las clases dominantes del Estado han tenido tiempo de impulsar un cambio educativo que permitiera un acomodo plurinacional para Cataluña. Lícitamente, se negaron a hacerlo. Esto conduce a los catalanes a una elección: ¿desea que Cataluña sea un Estado independiente?

Bibliografía

-Almirall, Valentí 1979. Lo catalanismo, Barcelona: Ediciones 62/La Caja.

-Isócrates 1982. ‘Aeropagiticus’ a Isócrates in Three Volumes, Harvard University Press.

-Madison, James 2012. The Federalist Papers ‘The Constitution of the United States of America and Selected Writings of the founding Fathers, New York: Barnes & Noble.

-Prat de la Riba, Enric 1978. La nacionalidad catalana, Barcelona: Ediciones 62/La Caja.

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