EL RECIENTE FALLECIMIENTO DE Norman Borlaug nos brinda una ocasión oportuna para reflexionar sobre los valores básicos y nuestro sistema económico. Borlaug recibió el Premio Nobel por su trabajo en pos de una “revolución verde”, que salvó a cientos de millones de personas del hambre y cambió el paisaje económico mundial.
Antes de Borlaug, el planeta enfrentaba la amenaza de una pesadilla malthusiana: una creciente población en el mundo en desarrollo y alimentos insuficientes para sostenerla. Piénsese en el trauma que habría sufrido un país como India si su población de quinientos millones apenas hubiera podido alimentarse, al tiempo que se duplicaba. Antes de la revolución verde, el Premio Nobel Gunnar Myrdal predecía un sombrío futuro para un continente asiático sumido en la pobreza. En lugar de ello, se ha convertido en un motor económico.
De manera similar, la renovada y bienvenida determinación de África de combatir el hambre debería ser un testimonio vivo del legado de Borlaug. El hecho de que la revolución verde nunca llegara al continente más pobre del mundo, donde la productividad agrícola es apenas un tercio de la de Asia, sugiere que hay allí amplio margen de mejora.
Por supuesto, la revolución verde puede resultar siendo sólo un respiro temporal. El aumento de los precios de los alimentos antes de la crisis financiera global sirvió de advertencia, así como la desaceleración del crecimiento de la productividad agrícola. Por ejemplo, el sector agrícola indio ha quedado a la retaguardia de su dinámica economía, viviendo a contrarreloj, ya que los niveles de agua superficial —de los que gran parte del país depende— están disminuyendo rápidamente.
No obstante, la muerte de Borlaug a los 95 años también es un recordatorio de cómo se ha torcido nuestro sistema de valores. Cuando Borlaug recibió la noticia de su premio, a las cuatro de la mañana, ya estaba trabajando en los campos mexicanos, en su incesante búsqueda por mejorar la productividad agrícola. No lo hacía por alguna enorme remuneración, sino por convicción y pasión por su trabajo.
Qué contraste entre Borlaug y los magos financieros de Wall Street que llevaron al mundo al borde de la ruina y argumentaban que debían recibir cuantiosas remuneraciones y compensaciones para estar motivados. Sin ninguna otra brújula, las estructuras de incentivos que adoptaron claramente los motivaron… no a introducir nuevos productos que mejoraran la vida de las personas o les ayudaran a manejar los riesgos que enfrentaban, sino a poner en riesgo la economía global a fuerza de avidez y miopía. Sus innovaciones se centraron en encontrar formar de evitar las normativas contables y financieras creadas para asegurar la transparencia, la eficiencia y la estabilidad, y para prevenir la explotación de quienes contaban con menos información.
También hay un aspecto más profundo en este contraste: nuestras sociedades toleran las desigualdades porque se las ve como socialmente útiles; es el precio que pagamos por tener incentivos que motiven a las personas a actuar de maneras que promuevan el bienestar social. La teoría económica neoclásica, que por un siglo ha predominado en Occidente, sostiene que la remuneración que recibe cada persona refleja su contribución social marginal, lo que aporta a la sociedad. Al hacer el bien se prospera, reza este argumento.
Sin embargo, Borlaug y nuestros banqueros refutan esa teoría. Si la teoría neoclásica fuera correcta, Borlaug habría estado entre los hombres más ricos del mundo, mientras que nuestros banqueros habrían hecho cola para las sopas de caridad.
Por supuesto, hay algo de verdad en la teoría neoclásica; si no fuera así, probablemente no habría sobrevivido tanto (aunque a menudo las malas ideas sobreviven bastante bien en el ámbito de la economía). No obstante, la economía simplista de los siglos dieciocho y diecinueve, cuando surgieron las teorías neoclásicas, son completamente inadecuadas para las economías del siglo veintiuno. En las grandes corporaciones, con frecuencia es difícil ponderar la contribución de una persona en específico. Estas organizaciones están llenas de problemas de “representación”: si bien se supone que quienes toman las decisiones (los directores ejecutivos) deben actuar a nombre de sus accionistas, tienen un enorme poder de acción para beneficiar sus propios intereses y a menudo lo hacen.
Puede que los ejecutivos bancarios se hayan ido con cientos de millones de dólares en los bolsillos, pero todos los demás en nuestra sociedad —accionistas, tenedores de bonos, contribuyentes, propietarios de viviendas, trabajadores— padecieron las consecuencias. Con demasiada frecuencia, sus inversionistas son fondos de pensiones, que también enfrentan un problema de representación, ya que sus directores ejecutivos toman decisiones a nombre de otros. En un mundo así, los intereses sociales y privados suelen diferir, como hemos visto con tanto dramatismo en esta crisis.
¿Cree realmente alguien que los funcionarios bancarios de Estados Unidos se volvieron repentinamente tanto más productivos, en relación con los demás actores de la sociedad, que merecían los enormes aumentos que recibieron en los últimos años? ¿Cree alguien realmente que los directores ejecutivos de los Estados Unidos son tanto más productivos que los de otros países, donde las remuneraciones son más modestas?
Peor aún, en los Estados Unidos las opciones sobre acciones se convirtieron en una forma preferida de remuneración, a menudo por un valor mayor al del sueldo base del ejecutivo. Las opciones sobre acciones premian a los ejecutivos generosamente, incluso cuando las acciones aumentan debido a una burbuja de los precios, e incluso cuando las acciones de firmas comparables tienen mejor rendimiento. No es de sorprender que las opciones de acciones generen potentes incentivos para adoptar conductas poco previsoras y excesivamente riesgosas, así como para la “contabilidad creativa” que los ejecutivos de todos los sectores de la economía perfeccionaron con trucos y trampas extracontables.
Esos torcidos incentivos distorsionaron nuestra economía y nuestra sociedad. Confundieron los medios con los fines. Nuestro hinchado sector financiero creció hasta un punto que en los Estados Unidos representaban más del 40% de las utilidades corporativas.
Sin embargo, los peores efectos han afectado a nuestro capital humano, nuestro recurso más precioso. Las absurdamente generosas remuneraciones del sector financiero hicieron que algunas de nuestras mejores mentes migraran al ámbito bancario. ¿Quién sabe cuántos Borlaugs habría habido entre quienes se vieron tentados por las riquezas de Wall Street y la City de Londres? Si perdimos aunque sea uno, nuestro mundo se volvió inconmensurablemente más pobre.
*Premio Nobel de Economía en 2001Copyright: Project Syndicate, 2009.