Blanco o negro, lo importante es que el gato cace ratones

Atribuida a Deng Xiaoping, esa frase que evoca el pensamiento de Jeremy Bentham, resume y anticipa la filosofía utilitarista, con la que, trufada de marxismo y confucionismo, China viene discurriendo desde la muerte de Mao. Deng, a quien durante la Revolución Cultural esa expresión casi le cuesta la vida, era partidario de una apertura de la economía comunista. Un proyecto que incluía la descolectivización de la tierra (contrato de familia) y la promoción de empresas de titularidad no-estatal, es decir, una economía mixta, socialista y de mercado.

Fueron las heterodoxas ideas del pequeño hakka (Deng) –y no las de Mao– las que han conducido hacia lo que China es hoy. Aunque solo la muerte del Gran Timonel, un cruel ególatra con una voluntad de poder absoluto, posibilitó el cambio. Antes, como se documenta en la biografía de Jung Chang y Jon Halliday sobre Mao, la violencia del maoísmo, asociada a la gigantesca hambruna del Gran Salto Adelante, provocó la muerte de millones de chinos. Por su negativa a reprimir a los estudiantes de Tiananmen, el colaborador más estrecho de Deng Xiaoping en la apertura, Zhao Ziyang, murió en el ostracismo. Por el contrario, la decisiva postura de Deng en mantener la dictadura del Partido y su rechazo a la democracia coinciden con la posición que ahora también mantiene el actual líder, Xi Jinping, cuya figura destaca sobre otros dirigentes, como Hua Gofen, Hu Yaobang, Li Peng, Jiang Zemin o Hu Jintao, que le han precedido. Así, tras la reforma constitucional de 2018 que puso fin al límite de dos mandatos de cinco años, Xi acumula los cargos de presidente de la República Popular, secretario general del Partido y líder de la Comisión Militar Central, es decir, Jefe del Ejército y único representante del mismo en la Secretaria Permanente del Buro Político… ahora para un tiempo indefinido.

El reconocido liderazgo de Xi Jinping combina factores relacionados con su capacidad intelectual –químico y doctor en marxismo–, su dilatada experiencia en la administración civil –gobernador provincial y responsable de las Olimpiadas de 2008–, en la gestión del partido –jefe en Shanghái–, o en la administración del ejercito, donde fue lugarteniente del ministro de Defensa. Además, Xi es hijo de un héroe de la revolución, que fue purgado. De manera que además de formar parte de la elite, combina ser víctima de la Revolución Cultural. De hecho, la adolescencia de Xi estuvo marcada por grandes privaciones durante su destierro familiar en una provincia remota. Esa combinación de distintas capacidades y experiencias le ha permitido justificar un programa revisionista asentado en una visión heterodoxa del pensamiento marxista. Según el “pensamiento Xi Jinping”, incorporado a la doctrina del PCCh al mismo nivel que el de Deng y Mao, se asume que otros factores de la producción como el capital y el emprendimiento, la tecnología o el know-how profesional tienen también derechos retributivos. El fin del monopolio de la propiedad pública de los medios de producción y el abandono de la teoría del valor de Marx, en la que el trabajo era el único elemento a considerar, implica levantar el anatema sobre la plusvalía y justifica el fin del igualitarismo. Pero la legitimación del Partido, que propagandísticamente se presenta como si fuera una ONG benevolente y de afiliación abierta, depende de los resultados económicos y de su capacidad para que China se convierta en número uno mundial. De ahí que el desarrollismo se haya elevado a ideología científica. Un programa resumido como “vía socialista china para una nueva era”. Con ese horizonte, Xi Jinping cuenta con la estrecha colaboración de Wang Huning como ideólogo y de Yang Jiechi para misiones diplomáticas, ambos miembros del Politburo.

Para acelerar “el sueño chino”, y siguiendo las enseñanzas del Maestro Sun Tzen, parece que el PCCh ha sabido elegir el campo de batalla y atraer al enemigo a un escenario donde poder derrotarlo. Así, ante una crisis global, como la del coronavirus, la respuesta del modelo autoritario chino parece más consistente que la de Europa o Estados Unidos. De un lado, porque en China el Estado cuenta con mayores recursos que en occidente, donde el neoliberalismo ha arrinconado al sector público. También porque un partido único facilita el consenso mejor que un sistema pluripartidista y porque una cultura de sumisión como la oriental promueve más fácilmente el sometimiento de la población que una democracia occidental. En el Imperio del Centro, la autocracia digital está más desarrollada y la censura y el empleo de algoritmos en las redes permite al PCCh una manipulación aún mayor que la que está al alcance de las elites en los países occidentales. El PCCh cuenta además con el resentimiento de “un siglo de humillación” ya que en la sociedad china la memoria del colonialismo occidental, japonés, o soviético sigue estando presente. Para decenas de países que, en África, Asia o Latinoamérica comparten la memoria de la lucha anticolonial, China se presenta con unas credenciales que conectan con un pasado común, mientras que en occidente la oligarquización de las democracias debilita su defensa popular.

La gigantesca transformación industrial y urbana, consolidada en apenas treinta años en una escala sin precedentes, son logros incontestables del proyecto que lidera el PCCh. Pero los campos de reeducación donde se ha concentrado a decenas de miles de uigures, la ocupación y décadas de maltrato a los tibetanos, la persecución de la disidencia o la censura y vigilancia permanente de la ciudadanía, también caracterizan al régimen chino. En su desprecio a los derechos humanos, el PCCh ha convergido con las oligarquías globales que han antepuesto el beneficio a cualquier otra consideración. Así, la esquizofrenia entre discurso y hechos que acompañó a los movimientos revolucionarios se reproduce también en la propaganda de las democracias occidentales, cuya credibilidad tras las intervenciones en Afganistán, Irak, Libia, Siria o Yemen está por los suelos y que, ante los retos de pobreza, emigración, y desigualdades está local y globalmente debilitándose. La crítica a la hipocresía del capitalismo democrático no debe, a mi juicio, eludir la crítica a las respuestas autoritarias que se pretenden democracias populares. Blanco o negro, el poder debe estar sujeto a control. Y en la malograda Unión Europea, configurar una opinión pública europea que cumpla con el triple objetivo de ser opinión, pública y europea sigue siendo la gran tarea democrática pendiente.

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