Bilbao, ciudad del entretenimiento

LAS críticas que se suceden en torno a la política urbana de Bilbao son difusas y apenas reseñables, están más bien discernidas en el reproche, en la invectiva, en las pataletas de los partidos políticos en la oposición, carentes de un análisis mínimamente riguroso y científico. Las pocas voces discrepantes con el pensamiento urbano que plantea la administración pública van en el sentido de criticar las políticas que llevan dimanando durante los últimos años y que si bien tienen su reflejo en ciertos medios de comunicación su incidencia es exigua en la sociedad. Porque la sociedad bilbaina, en su inmensa mayoría si hacemos caso a las encuestas, acepta este tipo de ciudad, que ha sido incluso avalada y ratificada en las urnas en las últimas elecciones municipales por los ciudadanos de Bilbao con la mayoría absoluta de Azkuna.

Al común de los bilbainos parece ser que únicamente le interesa lo que ve: distingue una ciudad más limpia, percibe una ciudad por la que se puede pasear sobre todo alrededor de la ría, algo que hace 30 años era considerado utopía. El bilbaino advierte que se abren nuevas tiendas, nuevos negocios, nuevas posibilidades, que Bilbao se internacionaliza con la llegada masiva de turistas de alto standing. Un Bilbao que se da a conocer, que tiene algo que ofrecer, que se exporta. Nadie pone en duda que Bilbao hoy es reconocida internacionalmente. Vayas donde vayas, en cualquier parte del mundo habrá alguien que diga Bilbao, Guggenheim. No, no dirá ni su gastronomía ni otras atractivas facetas que pueda ofrecer la ciudad, dirá Guggenheim.

Hace años nos ilustró el profesor y arquitecto Antonio Román en una de sus clases sobre las consecuencias del efecto Guggenheim una vez fue inaugurado el museo. Relató que al solicitar a un estudio de Nueva York que le enviara un proyecto, él les instó a que lo hicieran a su estudio en Bilbao. “¿Sabéis donde está Bilbao?”, les espetó. Y los arquitectos le manifestaron: “Por favor, cómo no vamos a saber dónde está Bilbao, cómo no vamos a conocer la ciudad donde está ubicado el Museo Guggenheim”. Si no llega a ser por el efecto Guggenheim, seguramente la respuesta hubiese sido otra bien distinta.

Una nueva ciudad había surgido en torno al Guggenheim. Tal y como sostenía Theodor Adorno, lo más conocido es lo más famoso y el éxito le acompaña, con edificios de grandes firmas, de reputados nombres de la arquitectura mundial, Gehry, Foster, Pelli, Stern, Moneo, Calatrava… a quienes Leonardo Benévolo denominaba arquitectos integrados en el mercado de las imágenes, reconocibles, previsibles, amados por los críticos, con una estrategia en donde domina el mosaico de intervenciones grandiosas y circunscritas a una arquitectura del espectáculo que tiene por misión atraer cual museo al aire libre no importando otras cuestiones urbanas.

Decía Kevin Lynch que la ciudad se había convertido en una experiencia artificial donde lo real y lo natural dejaban de existir. Una arquitectura como la de Las Vegas, a la que Robert Venturi la llegó a denominar arquitectura como símbolo, arquitectura de la comunicación, en donde la ciudad se vuelve perversa, llena de espacios proscritos, convertida en un lugar de perdición. Jean Baudrillard indicaba que el espectáculo nunca es obsceno, mientras hay alienación hay espectáculo, la escena nos excita, lo obsceno nos fascina. Michael Sorkin designó a este tipo de ciudad como parque temático, ciudad televisión, ciudad de simulaciones.

Acaso se trata de lo que ya planteó Le Corbusier, que ante nosotros se abre el vacío y el mundo se precipita en él. En dónde ha quedado en Bilbao aquella arquitectura que propugnaba el genio de origen suizo, como el juego sabio, correcto y magnífico de los volúmenes reunidos bajo la luz. El arquitecto tiene por misión dar vida a las superficies que envuelven esos volúmenes sin que estos se conviertan en parásitos, devoren el volumen y lo absorban en su beneficio: triste historia la de los tiempos presentes. O como sostenía el gran Frank Lloyd Wright, el edificio no debe ser más que un rasgo del paisaje y no un ardid comercial, que no tiene ideal más alto de la unidad que el éxito comercial, porque de lo contrario la arquitectura acaba paseando por la calle como una prostituta. Esta es la consecuencia de un imaginario que nos han estado inculcando, basado en la metáfora del progreso, con una imagen que traslada Bilbao gracias a una nueva estética exhibicionista, como si fuese la mejor manera de mostrar un producto que trata de atraer, que cada vez se va popularizando más.

Es curioso el cambio que se ha producido en Bilbao en los últimos años. Un suelo que en el pasado fue mayoritariamente público, propiedad de los bilbainos, hoy en su mayoría es privado, de unos pocos, usufructo de quienes pueden pagar el metro cuadrado más caro de todo el Estado. ¿Acaso quiere decir que dentro de poco los propios bilbainos dejarán de poder recorrer por esas zonas en torno al Guggenheim, en torno a la ría? Sí, si podrán, mientras este cumpla la función de escaparate, de espectáculo, de negocio, todo irá bien. Y quienes no puedan asumir esos costos ¿qué tendrán que hacer? ¿Abandonar las zonas donde habitan del Casco Viejo, Bilbao La Vieja, Deusto, Zorroza, Olabeaga…?

Es el dominio de la especulación. El que no pueda hacer frente a esos precios tendrá que buscar vivienda en la periferia más extrema, en los barrios de Otxarkoaga, Uretamendi, Arangoiti, La Peña… o irse a vivir fuera de Bilbao. Me da la sensación de que el cosmopolitimos de Bilbao, a la larga, les va a salir caro a la mayoría de los bilbainos. Pero tampoco debe de llevar a nadie a la sorpresa. Bilbao durante el siglo XX ha sido una ciudad fundamentalmente elitista, que ha creado ghetos, un apartheid del que sus propios habitantes en ocasiones no son conscientes, impulsado durante el franquismo durante 40 años ya que así se programó y que a día de hoy en pleno siglo XXI apenas ha variado. Si reflexionamos en torno al devenir, Bilbao no es una ciudad a la que cualquiera pueda acceder sino que lo será tan solo para aquellas personas que tengan un alto poder adquisitivo. Una ciudad concebida para unos pocos.

Tal y como han sostenido en algunas de sus interesantes reflexiones los pensadores Fernando Vallespín, Félix Duque, Pedro Azara o Rafael Argullol, en unas conferencias en Bidebarrieta sobre la utopía, tampoco nos debe extrañar porque ¿qué podemos esperar de una sociedad del espectáculo a la que se le insta a la contemplación, a un entretenimiento, que le anula el pensamiento? Son tiempos de vivir el presente, sin expectativas, que han dado lugar a una generación sin futuro, tiempos que les han llevado a dejar de creer. La última crisis económica que por momentos hizo creer a más de uno lo peor en torno a los últimos coletazos del sistema capitalista, el estado de bienestar cada día más cuestionado y en peligro de desaparecer, el calentamiento global, las consecuencias sobre el control en torno al genoma humano… Todo es perplejidad, inseguridad y desorientación. Únicamente nos dedicamos a mantener lo que tenemos, tratando de hallar mecanismos de defensa frente a un futuro indeseable.

Puede que se deba a que el ser humano no dé más de sí. La incertidumbre, la incredulidad, están presentes porque no creemos en la política, ni en los políticos. Es más, los consideramos culpables de todo lo que está sucediendo por su incapacidad y, sin embargo, vamos a votarles. Hay algo que no se corresponde. ¿Por qué si no esos levantamientos espontáneos de millares de personas que arremeten contra el sistema? El problema no es votar para castigar o premiar a alguien, sino evidenciar lo perverso que es el propio sistema y cómo encaminar ese desencanto, esa desilusión, hacia algún tipo de mecanismo que ayude a modificarlo. El miedo entre quienes no tratan de hallar verdaderas soluciones sino perpetuarse en un sistema que hace aguas por todos lados es que llegue a suceder en Europa algo parecido a lo acontecido en Egipto, Túnez, Siria, Yemen… Están asustados, desorientados porque no saben cómo hacerle frente.

Una turba enfurecida y un sentimiento que se puede extender como una metástasis, ese es su miedo, la falta de control. De momento no ha prendido la mecha, pero con la próxima vuelta de tuerca sucederá, por una sencilla razón, porque la gente no tiene expectativas de futuro. .

Pero vuelvo a Bilbao. Si tendría que definirla hoy, lo haría como una ciudad que me recuerda a una obra pictórica titulada De compras de Inka Essnhigh, con una sensación visual embaucadora, fascinadora, seductora, en la que aparecen expresadas las vidas banales en imágenes distorsionadas de la ciudad contemporánea, convertida en una sátira de las zonas residenciales, de las vidas intrascendentes, en donde se refleja la hipocresía y la estupidez de nuestro tiempo…

 

Publicado por Deia-k argitaratua