Balmes, ¿patriota español?

En los sesenta el marxismo tuvo un gran éxito en el mundo historiográfico (e intelectual) del país por dos razones. En primer lugar, porque ofrecía una estructura teórica muy fácil de digerir y aplicar para entender la realidad esencialmente caótica de la historia humana. En segundo lugar, porque la situación del momento pedía, en línea con la idea del compromiso sartriano o del compromiso cristiano-socialista de la época, hacer de la historia un arma de combate contra el régimen franquista. Siguiendo las instrucciones de Gramsci, era necesario construir una hegemonía cultural para forjar una alianza interclasista que transformara el futuro, y esto pasaba por la reinterpretación y control del pasado.

 

Hace dos décadas que el marxismo, fuera, murió. Cosas de la vida y del Sr. Gorbachov. En casa, no, al menos en términos de historiografía catalanista. Como mucho, los historiadores más avispados se apuntaron a la historia de la vida cotidiana y a la de las ideas. En la historiografía sobre el catalanismo, esto significaba investigar (interpretando a Benedict Anderson con torpeza) cuándo se inventó la identidad catalana -hacia 1840 o 1860 o el 1900 o el 1920-. La década dependía del historiador de turno. La idea era, sin embargo, la misma: el catalanismo ha sido un invento al servicio de una determinada clase dominante.

 

Aunque con un retraso considerable respecto a los cambios de la sociedad catalana (Marx no se sorprendería), esta hegemonía cultural o pensamiento único comienza a peligrar. Es testimonio de ello enésimo artículo publicado contra el congreso de historiadores ‘España contra Cataluña’ en el que el Sr. Elorza (El País, 28 de junio) nos alertaba, con un lenguaje pretransicional, contra “una perversión de la línea historiográfica catalana que arrancó de Pierre Vilar” que “se inscribe en esa deriva hacia un ensimismamiento agresivo” de los catalanes.

 

La historia, sin embargo, no puede ser un catecismo, y los apuntes dibujados, más bien a toda prisa, por Pierre Vilar no pueden impedir que reconsideremos nuestro pasado y que volvamos a poner sobre la mesa uno de sus hechos fundamentales: el conflicto territorial o nacional. Y que lo hagamos con más flexibilidad.

 

Usaré un ejemplo difícil: Jaume Balmes. Como no hay duda de que se sentía español (él mismo escribía que sentía “correr en sus venas sangre española”), la mayoría de nuestros historiadores han corrido a datar el catalanismo (como movimiento defensivo del país) y la misma identidad (política) catalana como un hecho posterior, como una creación de la Renaixença y de sus élites. Sin embargo, esta decisión no es convincente por una razón que pasa a menudo desapercibida y que es propia de la aplicación de una metodología positivista plana, un poco primaria.

 

Los personajes políticos hay siempre que leerlos en su contexto. Sólo un loco, que es, por definición, un hombre libre, no atrapado por convenciones sociales ni por cálculos estratégicos sobre su futuro profesional, dice la verdad y revela sus preferencias íntimas. El político siempre calcula. Lo que dice no es nunca exactamente lo que piensa. Por ello, para entenderlo, hay que entender los límites impuestos por su entorno. Para entender a Balmes y su relación con la cuestión catalana hay que recordar la España de 1840: en guerra civil; con una renta per cápita como la de Somalia y Afganistán hace cinco años; un analfabetismo similar al del país más pobre de la Tierra hoy; con un Estado capaz de bombardear Barcelona doce horas seguidas en diciembre del 42.

 

En ese contexto Balmes advierte a sus lectores que “no sueñen en absurdos proyectos de independencia”. Si publicó aquellas palabras sería porque el sentimiento, aunque difuminado, estaba. Como, de hecho, se sigue de la descripción que, en su ‘Diálogo razonado’, el general Van Halen, que dirigió el bombardeo de la ciudad, hace de la intensidad patriótica “anticastellana” de los sitiados. (Como es habitual, las fuentes de fuera son siempre más transparentes que los artículos, autocensurados, de nuestros periodistas, que andaban o andan siempre con el alma en vilo).

 

Balmes era un patriota español por convicción (la doctrina del papa Gregorio XVI sobre el nacionalismo italiano debía tener un impacto importante). Lo era por razones profesionales: vivía en Madrid. Y sabía que, en la España de 1840, el radicalismo catalán era imposible. Por eso mismo gastar tanto tiempo en sus series de artículos ‘Cataluña y Barcelona’ en construir una interpretación sobre las causas y consecuencias de la industrialización catalana mejor que la de Pierre Vilar.

 

Ahora bien, a pesar de ser un patriota español, nunca fue ni jacobino ni absolutista. Dos años antes de morir, y en una respuesta a las preguntas de El Heraldo, dejó claro que España necesitaba un provincialismo prudente. Si lo hacía debía ser también porque otra solución no era viable. Y si Balmes, el gran patriota español, pensaba así, ¿no es hora de que nos tomemos más en serio las continuidades del conflicto de España contra Cataluña?

 

 

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