Arantzazu Ametzaga: “El barco en el que se exiliaron mis padres sigue viajando en mí”

Nacida en Buenos Aires en 1943 y en Navarra desde 1972, ha novelado el viaje de Europa a América de sus padres durante un año, en 1941

Arantzazu Ametzaga, en un rincón de su casa en Alzuza©Jesús M Garzaron

 

“El exilio es como un mapa inmenso donde caben todos los puertos menos el nuestro”. La frase la pronuncia un personaje de la última novela de Arantzazu Ametzaga Iribarren. Se llama ‘Alazne’, es vizcaína y la escribe el 31 de diciembre de 1941, en Cuba, esperando que un barco la lleve a Argentina en su huida del franquismo. Se lo cuenta en una carta a una prima, a la que ha ido relatando su viaje al exilio: de Marsella a México en el Alsina, a Cuba en el Quanza y ahora a la espera de un tercer vapor a Buenos Aires. El viaje terminará con la carta número catorce, todas ficcionadas, pero con líneas muy reales: Ametzaga ha novelado el viaje al exilio de sus padres, Bingen y Mercedes, a bordo de esos vapores, 453 días con refugiados vascos, españoles y judíos que huían del franquismo y del nazismo. Nombres como Constantino Salinas, Niceto Alcalá Zamora, los Basterretxea, los Monzón… Un viaje en el que el Alsina estuvo retenido meses en Senegal y los pasajeros, en campos de concentración. Ametzaga nació en Buenos Aires en 1943 y vive en Alzuza. De 78 años, presenta Cartas desde la libertad el lunes en Pamplona (Elkar, calle Comedias, 19 horas).

Si me fío de las fechas de las cartas, usted nació al poco de llegar sus padres a Buenos Aires.

A los nueve meses exactos. Siempre decían que los buenos aires de la tierra nueva fueron una bendición porque, de los cinco partos de mi madre, fui la única que no tuvo dificultad y la que nací a todo correr. Y fui la única a la que pudo amamantar, cuando en Buenos Aires la leche valía menos que el agua, mientras que en París, donde tuvo a las dos primeras hijas, decía que no se podía comprar leche.

Acabo de reconocer a su madre en uno de los personajes, una mujer que debió dejar a sus dos hijas en París…

Que va llorando todo el tiempo por sus hijas perdidas… Mis padres vivían en Vizcaya y, con la toma de Bilbao, salieron en 1937, primero a Donibane-Garazi [San Juan de Pie de Puerto]. Pero a mi aita le tocaron funciones del Gobierno vasco en el exilio y con mi ama se fue a París, donde nacieron mis dos hermanas: Mirentxu, en 1938, y Begoña, el 2 de septiembre de 1939 [inicio de la II Guerra Mundial en Europa], con París a oscuras y todo el mundo temiendo que echaran gas mostaza. De París, como los alemanes entraban, bajaron a Burdeos y después a Biarritz, sin saber qué hacer.

¿Los cuatro?

Junto a una de mis tías, modista, con un taller en París y que había sido para mi madre como su madre. Y, con los alemanes encima y sin saber qué hacer, el Gobierno vasco les dio el nombre de un barco que salía de Marsella, Alsina, solo para hombres, porque corrían más riesgo. Mi aita se fue corriendo, y, a punto de embarcar, permitieron hacerlo también a las mujeres, así que llamó a mi madre para que se reunieran todos. Pero la tía no estaba por la tarea de meterse en un barco…

No quiso…

Ahora hablamos de esto y sabemos dónde está América, Marsella, el Estrecho de Gibraltar… Sabemos todo, pero dudo mucho de que mi madre y la generación de mujeres supieran dónde estaba América… Y como la Guerra Mundial iba a durar poco, eso se decía, mi tía dijo que se quedaba, y con ella, mis hermanas, por no atreverse mi madre a llevarlas a un viaje a lo desconocido total.

¿Qué sabe usted por su boca de sus padres de aquel viaje?

En casa no hablaban de otra cosa. Contaban el viaje una y otra vez, y todo lo que escribo es cierto. En el fondo estaban asombrados de haber sobrevivido. Buscados por todas partes, se salvaron y llegaron a América, tierra de libertad entonces porque Europa estaba hecha unos zorros en manos de todos los militares.

¿Por qué ha vuelto a sus padres y a aquel viaje ahora, con 78 años?

Quizá porque tengo 78 años y, a estas edades, los recuerdos florecen y los de mi niñez se han vuelto más fuertes. El Alsina sigue viajando en mi cabeza, crecí con esa historia, y el viaje del exilio fue admirable en todos los conceptos. Ya en Venezuela conocí a gente que había estado en el barco con mis aitas, la familia Bilbao, la familia Aritxabaleta…

¿Quiénes eran sus padres?

Él era un hombre muy muy culto, lleno de virtudes, encantador, y vivió el exilio con dignidad. Abogado, era profesor de euskera, sabía ocho idiomas… Fue mi tutor y me apoyó, tuve una suerte inmensa con él. Me daba libros y yo me iluminaba con ellos. Eso es una suerte. Cuando nos marchamos a Caracas, lo único que sacamos de Montevideo fue su biblioteca. Al llegar, abrió una caja y sacó un libro. Era Prometeo encadenado, de Esquilo, y lo besó, lo estoy viendo: lo había comprado durante su viaje en el exilio.

¿Y su madre?

Mi madre era muy reservada, nunca decía una palabra de más, y era efectiva como ella sola. Ahora que mi vida es más tranquila la echo mucho de menos [se volvió con ella en 1972 desde Venezuela y falleció en 1980 cuando su padre ya lo había hecho en 1969]. Era costurera, pero le gustaban las cuentas: hija de un empresario, lo llevaban en los genes [sonríe]. Mi hermana Mirentxu fue a Montevideo con 10 años, pero Begoña se quedó en San Sebastián. Fue el dolor de mi madre: perdió una hija en ese trajín del exilio.

Viajar en el Alsina fue la huida de Europa y hacerlo en el Quanza, la llegada a América.

Eso. Salieron de Marsella en unas condiciones horribles, y, aún y todo, la gente en el Alsina cantaba, y se escribieron tres libros: lo hizo Tellagorri, Monzón y mi aita. Es asombroso. En el Alsina hubo una relación perfecta entre los tres grupos que viajaban, quinientas y pico personas: los judíos, que venían de Amsterdam espantados con lo que iba a llegar; los republicanos españoles, como el médico navarro Constantino Salinas, y el grupo vasco, unas ochenta personas, muy dinámicas: gente perdida para todos y amenazada por todos, se dedicaron a hacer actividades, cantar, bailar, enseñar euskera, cuidar a los niños…

¿Con qué sentimientos hablaban sus padres de este viaje al exilio?

Es admirable también eso: en casa no hubo amargura. Habían perdido la guerra, pero tenían fe en restaurar una convivencia en libertad. En ningún momento les noté amargura, ni a ellos ni a quienes me rodeaban, en el Centro Vasco de Caracas, con exiliados de 1940. Sí hubo una catequización política del asunto, y aprendimos las danzas, el euskera, su cultura. Querían conservar las fuentes de su nacionalidad, de lo que ellos estaban buscando ser, pero desde el respeto. Nunca oí hablar mal de nadie en casa. El suyo fue un exilio económico, porque no tenían nada, e intelectual, que afecta más. Y jamás oí un desprecio o un odio contra el otro. Ellos lo habían sufrido y no querían que continuara. Decían que el mundo cabe para que todos hablemos de todo. Es una lección magna que recibí de mis padres. La vida fue muy dura, pero nos enseñaron a ser buena gente.

La novela repite varias veces la palabra libertad. ¿Qué es?

Lo es todo. El respeto al otro, sea quien sea y piense lo que piense. Mis padres habían aspirado a una libertad y creían que era respetable que pensaran así. Para ellos era poder expresarse y que los demás también se expresaran. Y era también para ellos una especie de armonía social. Mi abuela paterna, María, solía decir: “Qué fácil se mata con lo que cuesta parir”. Esa frase la he llevado en la cabeza siempre.

Y está en el libro.

Ahí está.

DNI

​Arantzazu Ametzaga Iribarren nació el 21 de enero de 1943 en Buenos Aires (Argentina) y vivió después en Montevideo (Uruguay) y Caracas (Venezuela). Desde 1972 en Alzuza, su marido, Pello Irujo, tuvo una dilatada trayectoria política y fue uno de los impulsores de la ikastola San Fermín. Tiene cuatro hijos (Xabier, Pello, Mikel -consejero de Desarrollo Económico y Empresarial- y Enekoitz) y once nietos. Técnica superior en Bibliotecología y Archivos, licenciada en Bibliotecología y con varios premios, ha publicado una veintena de libros además de artículos, ensayos, colaboraciones…

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