Apartheids

El nacionalismo español tiende a mezclar la grandilocuencia con el esperpento; el ensimismamiento del orgullo herido, con la falta de medida. Por eso, sus acciones y declaraciones suelen implicar una retórica exagerada, una gestualidad sobreactuada y una actitud de desprecio hacia aquel a quien considera inferior.

Las declaraciones del presidente del PP de la semana pasada, en las que presionado por el monstruo mediático que Aznar se dedicó a inflar dos décadas atrás, sobre la existencia de un supuesto ‘Apartheid’ lingüístico en Catalunya escenificado a partir de la inmersión y de las maniobras (estériles) para salvarla, no dejan de ser una buena muestra de este nacionalismo a medias entre la honra de Calderón de la Barca y la generación resentida del 98. En el fondo, el PP, como C’s (esta formación creada con aportaciones de las élites posfranquistas) y, últimamente, la nueva generación de Vox (el brazo político de uniformados y togados y expresión actualizada y neoliberalizada del franquismo de siempre) no representan sino éste nacionalismo sobreactuado que reivindica el derecho a despreciar públicamente el catalán, al derecho a todo aquel que se reivindica español a desconocer una lengua y todo aquello de lo que consideran inferior.

El nacionalismo español, especialmente a partir de la enmienda a la totalidad que recibió a raíz del proceso independentista, se ha acostumbrado a la máxima goebbelsiana de repetir mil veces que las víctimas son culpables, y que los catalanes son totalitarios porque se resisten a reconocer la primacía lingüística y cultural del castellano y porque se resisten a provincianizarse. En otras palabras, y como hace cualquier persona, movimiento, cultura o ideología tóxica, que las víctimas de una injusticia merecen el sufrimiento por ser o existir. Y para ello, no dudan en utilizar el clásico recurso de la deshumanización hacia aquellos a quienes consideran inferiores, objeto de desprecio y no sujetos de pleno derecho. Los catalanes, especialmente durante los últimos años, en plena descomposición de la cleptomonarquía borbónica y posfranquismo togado, ha puesto en marcha una campaña de atribución de una serie de características esenciales, casi “raciales”, a los catalanes: nazis, lazis, cobardonas, totalitarios, violentos, peor que los etarras, egoístas, insolidarios… No importa la incoherencia de las premisas, sino el efecto de generar rechazo a quien, en el fondo, cuestiona el orden posfranquista de un Estado que, durante décadas, fue capaz de simular ser una democracia, y que cuando ha visto peligrar la hegemonía de los herederos de 1939, literalmente, ha enloquecido.

El último desatino ha sido la acusación de que la Generalitat ha creado un régimen de ‘Apartheid’ contra los ciudadanos que tienen el castellano como primera lengua. Que el sistema de inmersión del catalán (un tipo de quimera que, simplemente no se ha aplicado nunca de forma seria) es una herramienta totalitaria. De hecho, buena parte de la ofensiva contra la autonomía del país y su esencia reflejada en un asunto tan sensible como la lengua, tiene que ver con la escuela catalana, uno de los escasos ámbitos en los que la Generalitat intentó hacer algo (con resultados, como se ha visto, más que flacos debido, sobre todo, a la timidez con la que se aplicó). Fueron las entidades de defensa del castellano –la mayoría de ellas conectadas con el mundo de la política, o de las élites funcionariales y empresariales españolas a las que molestaba la presencia pública del catalán y su pugna para que la lengua tuviera un estatus de igualdad respecto al español– la punta de lanza de una catalanofobia que en el fondo, no es más que uno de los ejes identitarios del nacionalismo español y sus servidores políticos.

Es muy duro tener que pelearse por demostrar que dos más dos son cuatro, o que, parafraseando a Carod Rovira, nos llamamos Josep Lluís aquí, y en China Popular. Sin embargo, la comparación histórica con el ‘Apartheid’ sirve para demostrar precisamente lo contrario de lo que pretenden los acusadores-inquisidores. El ‘Apartheid’ fue todo un conjunto de leyes promulgadas en Suráfrica con la intención de establecer un sistema de discriminación legal sistémico de la minoría colonial europea en contra de la mayoría africana autóctona. Sin embargo, este ‘Apartheid’ no era una causa, sino un instrumento para someter a un colectivo nacional, lingüístico y cultural, porque partía de la premisa de que había personas que, por el mero hecho de tener unas características raciales y culturales determinadas, tenían más derechos que otras. Y en Cataluña, se mire como se mire, la cruda realidad es que los catalanohablantes están discriminados, porque, a diferencia de quienes tienen el español como primera lengua, no tienen el derecho a utilizar su lengua en todo contexto y circunstancia. Los españoles residentes en Cataluña tienen el derecho a ignorar el catalán y ejercer su existencia monolingüe sin la menor violencia. Los catalanohablantes no pueden ejercer el derecho a vivir en catalán de forma exclusiva o a ignorar completamente al español. De hecho, no tienen reconocido ni el derecho a que les atienda el médico en catalán, a ser juzgados en su lengua o, ni siquiera a que les sirvan un café sin tener que pelearse por él. La asimetría constitucional es clara: el español es una lengua que todo el mundo tiene el derecho a utilizar y la obligación de conocer. Los catalanohablantes se encuentran objetivamente, por el contrario, en un escalón inferior. Los hablantes del español pueden vivir en su idioma. Los catalanohablantes, no. Y, además, en la España de hoy, estos últimos deben sufrir numerosas humillaciones cotidianas en manos, especialmente, de una población que se comporta como una élite colonial, y utiliza el desprecio cultural como una herramienta de sometimiento. Y atacan, insultan, desprecian, difaman sin que ninguna persona con liderazgo social o político se atreva a censurar actitudes hooliganistas como las de Lambán, Arrimadas, Espinosa de los Monteros, Ayuso, Feijoo o cualquier otro oportunista o cínico que desea ser aclamado por la plebe.

Ciertamente, buena parte del nacionalismo catalán ha caído en la trampa de abusar de un victimismo ‘woke’ que no lleva a ningún otro lugar que a la esterilidad política y cultural. Ciertamente, en las últimas décadas, y con el supuesto retorno de la democracia (como historiador discrepo completamente de esta premisa, porque España, ni siquiera durante el período republicano, ha sido nunca una “democracia plena”, ni siquiera mínimamente equiparable a la de los países occidentales) se realizó un ingente esfuerzo de recuperación cultural. Sin embargo, este esfuerzo fue fruto del voluntarismo, no de una decidida voluntad institucional. Al fin y al cabo, la lengua o la identidad nunca ha gozado de un mínimo apoyo institucional, o de suficiente firmeza.

La responsabilidad, por tanto, recae también en nuestro propio país. Conviene cambiar el país y ser más quebequeses, es decir, mantener una decidida voluntad (que incluye también utilizar cualquier tipo de autoridad pública para desafiar esta asimetría de derechos) para hacer del catalán y de Cataluña (y como reclamaba Ferran Soldevila) un país normal. En este sentido, hay que dejar de buscar constantemente la aprobación de los opresores, para quizás señalarlos y combatirlos, que es lo necesario cuando uno se enfrenta a aquellos que reivindican menos derechos a quien considera inferior. El miedo a la ruptura de la convivencia debe desaparecer, porque la convivencia ya se ha roto por la parte de arriba, por parte de las élites coloniales que reclaman el derecho a una Cataluña sin catalán. Por tanto, quizás necesitamos un poco más de Franz Fanon y erradicar este intento patético de parecer más simpáticos a base de renuncias. Si no les gusta el catalán, pueden taparse los oídos. O irse, que encontrarán muchos países donde no tendrán que oír hablar catalán.

EL MÓN