La Iglesia siempre ha echado mano de la intoxicación ideológica que la tradición antirreligiosa de la izquierda ha sembrado históricamente en el Estado Español, y que aparece una y otra vez como justificación de las ganas que, pongo por caso, le tiene el socialismo a la Iglesia. Como la exactitud es la mejor enemiga del sectarismo, digamos que la tradición antirreligiosa de la izquierda jamás cobró cuerpo doctrinal ni institucional a lo largo de su andadura. Ni siquiera en la República. Y ya no digamos durante los cuarenta y tantos años de represión franquista y tampoco en el largo coletazo oscurantista de la denominada transición democrática.
Diríamos más: cierta izquierda española ha sido mayormente, por voluntad propia, también a su pesar, confesional, cristiana y de comunión dominical. Por otra parte, si el laicismo se configuró como categoría definitoria de la identidad de cierta izquierda, eso se debió a los ataques furibundos de la propia Iglesia, que confundió a posta laicismo con ateísmo e irreligiosidad. Porque, y éste es un detalle que en la historia del laicismo no suele subrayarse, ha sido la Iglesia la que más papel impreso ha gastado en escribir sobre (contra) el laicismo. Sin duda, sus inefables doctores han sido los que llenaron de contenido, espíritu y letra, la partitura muy pocas veces interpretada del laicismo.
Han sido tantas y tan variadas las caracterizaciones que ha recibido el laicismo en este país por parte de la Iglesia, que, en muchas ocasiones, ni el propio militante laico -ubi est?- sabía realmente qué significaba. Ha sido tanta la confusión terminológica que sobre dicho concepto ha caído, y siempre de manera negativa, que hoy, bajo el intento higiénico de revitalizar dicho concepto, resulta imposible encontrar un significado denotativo y que sirva como concitación unánime de sus teóricos. Por un lado, se habla negativamente de un “laicismo intolerante”, de un “laicismo agresivo” -llamado “laicismo fundamentalista”-, y, por otro, de un “laicismo moderno”, de un “laicismo abierto” y de un “laicismo inclusivo”. En el fondo más superficial, maneras terminológicas de confundir y no precisar con exactitud lo que significa de verdad dicho concepto y que lo único que consiguen es mantener el clericalismo en plena forma.
Y ha sido la Iglesia la que ha estado obsesionada con el laicismo, no la sociedad; ni muchísimo menos quienes eran sus militantes, los cuales han tenido peor prensa, incluso, que los comunistas. Hasta los propios institucionistas, como Giner de los Ríos, no le tenían ninguna simpatía al concepto: “La denominación de enseñanza laica ha venido a ser en muchas ocasiones bandera agresiva de un partido, muy respetable, sin duda, pero que, en vez de servir a la libertad, a la tolerancia, a la paz de las conciencias y de las sociedades, sirve en esas cosas por todo lo contrario” (Giner de los Ríos, F. Ensayos: La enseñanza confesional y la escuela, 1882).
Mientras que la iglesia no ha olvidado jamás su rabia doctrinal contra el laicismo, gran parte de la sociedad española hace muchísimo tiempo que dejó en el arcén de la historia toda esa simbología refractaria, que solamente recuerdan ciertos nostálgicos del pasado, con el ánimo retórico de avivar ciertos atavismos. ¿Cuándo, por ejemplo, a lo largo de la historia cobró forma institucional una enseñanza propiamente laica, tal y como la describieron Manjón y Salvany? Ni en la República se consiguió tal sueño, que ya es decir.
Y hoy mismo, si fuéramos a ser precisos, ¿qué escuela pública puede proclamar de sí misma que es laica? Ninguna. Ni siquiera el Estado lo hace, que solamente se atreverá a sostener que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Es más. La palabra laico no aparece en ninguno de los artículos de la Constitución, prueba inequívoca de que dicho término todavía sigue despertando ensoñaciones de todo tipo. Ninguna, positiva.
Y en cuanto al anticlericalismo, ¿qué decir que no sepan los propios obispos? Ellos conoce, perfectamente, cuál es el anticlericalismo que más les molesta, y si les pica es porque su actualidad resulta más que evidente y, por tanto, más que necesario poner en práctica.
Hay un anticlericalismo higiénico que consiste en rechazar toda imposición derivada de unas creencias inverificables. Hay un anticlericalismo sano que consiste en oponerse a los obispos cuando tratan de dictar al resto de la sociedad un conjunto de prohibiciones y de obediencia a sus normas que ellos contemplan como un catálogo derivado de la revelación divina. Hay un anticlericalismo profiláctico que consiste en oponerse a la exigencia de estos obispos cuando pretenden castigar lo que ellos consideran blasfemias, o cuando intentan suplantar los derechos de una democracia por unos supuestos valores religiosos y morales. Hay un anticlericalismo imperioso que consiste en defender la autonomía civil frente a las pretensiones totalitarias de la heteronomía transcendental que trata de imponer la jerarquía eclesiástica. Y hay, en fin, un anticlericalismo bien beneficioso que consiste en oponerse a los privilegios especiales, obtenidos como botín de guerra, y que los obispos exigen para sus instituciones y sociedad de creyentes.
Ninguno de estos anticlericalismos me parece desfasado. Al contrario, dada la beligerancia eclesial, son más necesarios que nunca.