En las magníficas lecciones sobre literatura y pensamiento que recogió en el libro “En el castillo de Barb Azul”, George Steiner subrayaba la importancia que tuvo el concepto de ‘ennui’ en la literatura europea del siglo XIX. Un término que podríamos traducir por aburrimiento, pero quizás de una manera más trascendente y profunda por tedio. En un siglo XIX donde las condiciones de vida en Europa iban mejorando considerablemente, donde avanzaban las ciencias, donde se respiraba una paz relativa -sobre todo en comparación con los siglos anteriores y, visto hacia adelante, también con el posterior-, los poetas y los intelectuales se sienten prisioneros de una sociedad burguesa y previsible, presentada a menudo como una especie de balneario, bastante tranquila y a menudo acomodada, y movidos en parte por la herencia de la pasión romántica se sublevan, hasta a llegar a afirmar “más vale el horror que el tedio”.
Con ese rechazo del tedio y con ese afán de encontrar algo que lo sacuda o lo rompa, la literatura –y algunos discursos políticos- comienzan a llamar a aquellos en quienes ponen las esperanzas de que todo lo destruyan, aunque lo hagan a través del horror. A menudo lo hacen con creaciones literarias extraordinarias, estupendas, bellísimas. En otros casos, no tanto. Baudelaire busca las flores poéticas en el mal. En una España que no es del todo Europa, pero que en parte querría serlo, Espronceda canta al pirata y al cosaco del desierto que puede hacer una ‘sangrienta charca’ de los campos bien cultivados de Europa. Kavafis escribe “Esperando a los bárbaros” que deben destruir la ciudad clásica, para acabar lamentado, cuando no llegan: “¿Y ahora que será de nosotros sin los bárbaros? Esta gente algo resolvía bien”. Madame Bovary –y Ana Karenina y la Regenta y la Mila de “Solitud” y la Luisa de “O primo Basilio”-, movida por el tedio matrimonial junto a un médico de provincias encarnación de la sociedad burguesa, del balneario, busca un amante fantasioso y amoral, aunque sea un sinvergüenza. Paul Gauguin se fue a los mares del sur y Van Gogh a una todavía exótica Provenza. En todos los casos, existe un mismo rumor de fondo, que es el que destaca George Steiner en su ensayo: que vengan los cosacos, los piratas, los aventureros y rompan esa monotonía aburrida de balneario. Que vengan los bárbaros, aunque tengan que destruirlo todo, porque acabarán con ese tedio pacífico y acomodado, pero insoportablemente previsible.
Este espíritu del siglo XIX, que genera alguna de las mejores obras de arte de la historia de la humanidad, tiene una pega: si llamas al horror, el horror llega. Si cree que lo deseas, acaba viniendo. A partir de la carnicería enorme de la guerra de 1914, Europa entra en una primera mitad del siglo XX donde el horror campa por el mundo y el hastío ha desaparecido absolutamente del panorama. Es el siglo de los campos de concentración y del gulag, de Auschwitz y de Katyn, de Hiroshima y Nagasaki, de la playa de Argelès y del Camp de la Bota. Si llamas a los bárbaros, los bárbaros llegan. O te das cuenta de que ya estaban dentro y no lo sabías. Y que llamados, se despiertan. Alejandro Lerroux, mucho antes de ser presidente del gobierno más de derechas de la República y de liderar la represión sangrienta del movimiento obrero en Asturias y del catalanista en Cataluña, ofrecía ya sus bárbaros para este papel de destrucción, en 1906: “Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo a las novicias y elevadlas a la sagrada categoría de madres para virilizar la especie”. El bárbaro macho y violento que había cantado Espronceda y reclamado el personaje de Kavafis que debía sacudir a un occidente tedioso y amortiguado. Antes el horror que el tedio, decían. Hasta que vino el horror. Si el siglo XIX el gran tema era el rechazo al ‘ennui’ del balneario, aunque fuera al precio de llamar al horror, el gran tema del siglo XX, tras el estallido máximo del horror, fue la añoranza del jardín perdido, destruido por la catástrofe: el jardín de los Finzi Contini, el jardín de los cinco árboles de Salvador Espriu, el jardín cerrado de Mercè Rodoreda, el Empordà de antes de la guerra de Josep Pla, la Europa anterior a la gran guerra evocada por Zweig como el mundo de ayer… Aunque el jardín pueda ser algo aburrido.
Europa, el mundo occidental, han vivido desde el final de la segunda gran guerra un tiempo de prosperidad creciente, de paz relativa, de creación del estado del bienestar, que en ciertas cosas se parece -y mejora incluso- el clima de aquel siglo XIX europeo. No perfecto, pero ciertamente mejor que el período terrible inmediatamente anterior. Y a veces da la sensación de que este mundo occidental, como el del siglo XIX, y también de una manera destacable en Cataluña, sintió también a partir de un cierto momento y siente cada vez más ese impulso autodestructivo, nihilista, que nace del rechazo al tedio de su relativo bienestar, de su relativa paz, y tiene la tentación de volver a pedir a gritos que algo, aunque tenga el rostro del mal, rompa esta nueva forma de ‘ennui’, lo que Lerroux llamaba una “civilización decadente y miserable” y como él decía desear que destruya los cimientos. Que se vuelva a gritar como en el siglo XIX “Antes el horror que el tedio”. Sin haber aprendido de la historia, porque de la historia nunca se acaba de aprender, que el horror, cuando lo llamas, llega.
EL MÓN