Años… siglos llevamos dando vueltas al asunto sin que hayamos conseguido hasta el presente liberarnos del principal motivo de conflicto que enturbia nuestra convivencia. El llamado “problema vasco”.
¿Vasco? Decía Kafka que una cosa es tener un problema, y otra muy distinta serlo uno mismo. Un problema tiene solución; pero cuando uno es el incordio, el único arreglo es desaparecer. Quitarse de en medio. La fiesta sigue pero uno ya no es invitado ni bien venido… Si somos como dicen el “problema vasco”, ése es nuestro triste destino kafkiano.
Pero, ¿es cierto? ¿Somos los vascos el problema, hasta el punto de no existir una solución que no pase por nuestra desaparición y acomodación a parámetros más “civilizados”, como le gustaría a más de uno? ¿O son otros el meollo del conflicto y, con medios para confundir (y confundirnos), invierten la definición de la situación y nos colocan entre el yunque y el martillo?
Silencio. Se rueda
Dos apuntes se me ocurren para responder a este dilema, como datos prioritarios, a la hora de desembarazarnos de discursos kafkianos y situarnos con dignidad y libertad a la altura de los tiempos.
El primero, que tenemos tanto derecho como cualquiera a ser ciudadanos del mundo, y a nuestro modo. Pero para ello debemos sacudirnos el silencio, el olvido, la ignorancia, la empanada mental que nos han inculcado y que nos impide, como a tantos dominados, asumir que el rey que nos gobierna está desnudo.
Resultado de siglos de violencias y ocupaciones militares, nuestra sociedad vive hoy en gran medida olvidada de sí misma, ignorante de su pasado como Estado independiente, confusa en cuanto atañe a su condición de sujeto de su propia historia.
Durante ese tiempo hemos carecido de universidad, de producción intelectual de cosecha propia. Y hoy las universidades existentes no toman nuestra realidad como objeto de investigación y estudio, con lo que en las generaciones que se educan en ella se desdibujan nuestros contornos. Nuestro perfil desaparece (y con él señas de identidad, significados, personalidad, circunstancias… Pero también proyectos compartidos, colectivos, necesidades). Se desdeñan los temas, problemas y oportunidades que nos conciernen.
Tampoco las instituciones, ligadas a un orden estatal exterior, ofrecen una perspectiva diferente. En las más cercanas, centradas en una visión provincial, nadie se atreve a formular una versión conjunta, nacional, de cuanto nos afecta. Servicios, aeropuertos, inversiones, infraestructuras, comunicaciones, se planifican y diseñan según criterios parciales y disparatados. Si grandes urbes como París o Madrid, con muchos millones de habitantes, se organizan con miras funcionales, nuestra tierra es un desbarajuste en el que se superponen media docena de aeropuertos, tres superpuertos, redes inconexas de trenes… ¡Qué decir de tejidos económicos separados por una frontera estatal que aún divide! Ello no significa mejor servicio ni más posibilidades para el consumidor, sino puro desmadre. Cada territorio vive en su corral de espaldas al resto de su entorno.
Desde luego, no está en nuestras manos resolver estos embrollos, que derivan de una situación de aculturación y de la pérdida de referencia del país en sus propias dimensiones. No somos un poder político, ni un ministerio, ni disponemos de los recursos o la autoridad correspondiente.
En este sentido, el reto que ha asumido Nabarralde es enorme, pero básico y estratégico. Nuestro grupo se ha empeñado en la recuperación de los referentes (simbólicos, patrimoniales, culturales, históricos…) que permitan superar esa aculturación de siglos.
Fruto del desencuentro y el conflicto de nuestro pueblo con los poderes dominantes, ajenos, hemos desarrollado los músculos y resortes de una sociedad civil potente. Pujanza económica, movimientos sociales y civiles, resistencia, transmisión de la cultura (por precaria y limitada que haya sido), ikastolas… Nuestra sociedad ha conservado parte de lo que construyó a la sombra de aquel histórico Estado de Navarra (nación vasca, euskara, cultura, conciencia colectiva…), ha sobrevivido a la ocupación y mantiene una capacidad de acción sorprendente. Si conseguimos que esa actividad, esa organización social, esa iniciativa ciudadana, revierta sobre un proyecto consciente y compartido, estaremos poniendo las bases de un futuro en libertad.
Nabarralde ha comenzado esta tarea a partir de los argumentos que ofrece nuestra historia. Desde el silencio deliberado; desde el olvido del que partimos. Como decía el intelectual palestino Edward Said, “la escritura de la historia es el mejor camino para dar su definición a un país, y la identidad de una sociedad es en gran parte función de la interpretación histórica, campo en el que se enfrentan las afirmaciones que se discuten y las contra-afirmaciones”.
Nos han colocado la etiqueta despreciativa de historicistas, anacrónicos, a veces monárquicos. Pero bien sabemos que el argumento histórico es un buen recurso para desvelar verdades ocultas, aunque sean grandes como puños. Y también es un excelente método de comunicación, de convicción, de explicación, un modelo narrativo que no requiere grandes abstracciones, sino que transmite ideas y mensajes como relatos de sentido.
Pero no podemos quedarnos en un mero grupo de nostálgicos, limitados al recuerdo de glorias del pasado. Hemos de recorrer el resto de campos de estudio, para ofrecer a nuestra sociedad una perspectiva clara del presente, del futuro y de su lugar en el mundo.
Estado de naturaleza
El segundo apunte que propongo es más complejo y necesita más amplitud que la de este breve artículo. Pero intentaré resumirlo con la ayuda de las citas de dos pensadores contemporáneos tan diversos y dispersos como Francis Fukuyama (neoliberal, antiguo asesor del presidente norteamericano) o Jürgen Habermas, filósofo neomarxista de la escuela de Frankfurt.
Vivimos un tiempo marcado por el signo inexorable de la globalización. Circulan entre nosotros flujos de personas (inmigrantes, refugiados, turistas, estudiantes, inversores…), flujos de capitales (especulativos, inversiones…), de ideas, de información… Es una globalización del modelo productivo, que no encuentra barreras que lo detenga: mercancías, capitales, tecnología, mano de obra, condiciones favorables… Es un sistema global de comercio, de especulación, de burbujas financieras, de dinero electrónico que se mueve por el mundo con sólo pulsar un botón aunque desestructure poblaciones y países enteros… Es el mundo de Internet, del saber compartido, de la información al segundo, de la industria audiovisual que homogeniza gustos, estilos de vida e imaginarios simbólicos. Es la dominación cultural que deriva de la superioridad indiscutible del inglés en la ciencia, en las universidades, en el cine, en los medios…
Frente a este caos, los dos pensadores que cito, desde posiciones tan divergentes, coinciden en valorar cómo se sitúan las sociedades más solventes, las que saben defenderse y sobrevivir ante el desbarajuste que es el sistema globalizado:
“Para aprovechar la globalización, como han hecho India y China en años recientes, se requiere ante todo disponer de un Estado competente que pueda establecer cuidadosamente las condiciones de exposición a la economía mundial.
La existencia de Estados competentes no es algo que pueda darse por sentado en el mundo en desarrollo. Muchos de los problemas que experimentamos en la política del siglo XXI están relacionados con la ausencia de instituciones estatales fuertes en los países pobres, no con el antiguo programa de Estados excesivamente fuertes que se daba en el siglo XX” (“El fin de la historia y el último hombre”. Francis Fukuyama).
Por su parte, Jürgen Habermas, David Held, Will Kymlicka y otros 200 participantes en el XXII Congreso Mundial de Filosofía Jurídica y Social, reunido en Granada en mayo de 2005, expresaban un punto en común en sus argumentos:
“La globalización es un fenómeno nuevo que ha colocado otra vez a la sociedad internacional en una especie de estado de naturaleza que necesita ser sometido a regulación. El paradigma de la democracia estatal se ha hecho insuficiente pese a que los Estados siguen siendo protagonistas del orden internacional y todavía pueden actuar eficazmente para frenar estos efectos perversos del nuevo sistema de relaciones económicas, políticas, sociales y culturales que se hacen realidad más allá de las fronteras estatales”.
Nabarralde
El horizonte está perfilado. Como grupo, no somos un ministerio, ni gozamos de los favores o subvenciones de las autoridades, de modo que nos vemos obligados a sostenernos a nosotros mismos. Pero la orientación que damos a nuestra actividad está bien dirigida al país, a nuestras gentes, a una tarea que debemos emprender como pueblo que se sitúa ante los retos de su tiempo. La historia nos dice quiénes somos; pero nosotros hemos de decir qué queremos: un lugar en el mundo, un proyecto de futuro, que nos exige organizarnos en un Estado, en el contexto europeo en que nos movemos.