La principal consecuencia de todo proceso de opresión nacional, continuado en el tiempo, es la alienación nacional. Según el diccionario del IEC, enajenar es “hacer que (alguien o una colectividad) actúen de acuerdo con intereses que les son ajenos por causa de influencias ideológicas o de condiciones sociales, económicas o políticas” y, a fin de ilustrar la definición con un lenguaje comprensible y cercano al lector potencial, lo redondea con este ejemplo tan cotidiano en la vida de los catalanes: la represión no ha conseguido alienar a este pueblo. Desconozco quién es el autor material, ya que el ejemplo no sale en el (Diccionario de) Fabra, pero le agradezco la sinceridad y la claridad ejemplificadora.
En una de las acepciones de la misma palabra, el diccionario normativo valenciano lo precisa aún más, diciendo que alienar es “hacer que (una persona o un colectivo de personas) pierda la propia identidad y actúe de acuerdo con intereses que le son ajenos, generalmente por presiones y condicionamientos externos de carácter social, económico o cultural”.
Desde el concepto europeo de nación, sobre todo de base cultural y no, felizmente, racial o tribal como en otros lugares del mundo, se desprende que la alienación nacional se expresa mediante opresión política, exacción económica, sustitución lingüística, aniquilamiento cultural y manipulación informativa del colectivo alienado. Es así como se pretende borrar la especificidad cultural de un grupo humano determinado y, difuminados los rasgos diferenciales distintivos, ocupar su espacio con la especificidad nacional (política, cultural, lingüística, económica, etc.) del grupo nacional opresor o dominante.
Una nación es, fundamentalmente, un espacio compartido de intereses, referentes, valores, emociones, un universo simbólico y un saber común. El sistema nacional de referencias requiere, sin embargo, el poder político indispensable para sostener, enriquecer, cohesionar, renovar y difundir una cultura determinada, específica, única. Y requiere mecanismos de vertebración colectiva y de socialización. Cuando no se dispone de suficiente soberanía como para garantizarlo es cuando, lentamente, el alcance de otro sistema de referencias va desgastando el propio, debilitándolo, desfigurándolo, hasta que termina por sustituirlo.
Y esto empieza a ocurrir cuando la lengua propia cede terreno a la dominante, la cual se va imponiendo en todos los ámbitos de uso, disfrazando la imposición de naturalidad. Justamente, después de Almansa, los sucesivos Decretos de Nueva Planta no tenían ningún reparo en reconocer que el objetivo era “Reducir todos mis Reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, costumbres y tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla”. Se trata, pues, que “se note el efecto, sin que se advierta el cuidado”.
Así estamos todavía y lo más exitoso de su medida es que haya tantos que no se den cuenta. La uniformización o, como decían los socialistas, la armonización de las diferencias nacionales no es otra cosa que su eliminación para imponer la nación española, su lengua, sus símbolos y sus intereses a todas las demás, con todos los medios coercitivos de los que dispone un Estado y que no duda nunca a emplear para defender sus intereses.
Es gracias a la alienación nacional como se considera mala educación responder en catalán a quien te habla en castellano, pero no al revés, nunca jamás. Y no preguntarse por qué el País Valenciano y Cataluña están tan mal comunicadas entre ellas por ferrocarril, con un servicio de cercanías nefasto e insultante, mientras todo está pensado para que confluya en Madrid. De hecho, desde Girona, Barcelona, Tarragona y Lleida hoy es más fácil ir a Madrid que a Valencia en tren de alta velocidad, que llega a estaciones españolas vacías con vagones sin viajeros. Las infraestructuras articulan nacionalmente un territorio y es por eso que es más fácil comunicar con Madrid que entre nosotros mismos.
Considerar normal que Cataluña, Baleares y el País Valenciano sea donde contribuimos con más recursos impositivos al Estado, pero que seamos, en cambio, los que menos inversión pública recibimos del mismo, sin sublevarnos, es también un efecto directo de la alienación nacional y del negocio que hacen con la dependencia unos determinados sectores sociales, de allí y de aquí.
Beber a chorro el despilfarro constante de recursos públicos por parte de un Estado democráticamente impresentable, con un fugitivo que vive como un rey, mientras aumenta el sueldo y condecora a los que nos reprimen, mantiene simbología fascista en el espacio público, impide el uso normalizado del catalán aquí y en Europa, nos zurra al tiempo que nos acusa de insolidarios, todo esto es también el resultado de tantos y tantos años de opresión nacional sin tregua, mande la derecha, mande la izquierda.
La desalienación exige la voluntad de poner fin a una opresión nacional que se expresa en todos los ámbitos, desde el lingüístico al fiscal, desde las infraestructuras hasta el espacio comunicativo, en las Cortee españolas, en la Moncloa y la Zarzuela, pasando por todos y cada uno de los organismos, instituciones y entidades públicas de España. Desalienar significa, sobre todo, liberar, hablar claro, decir basta a la represión y a las imposiciones, no columpiarse más en las dudas, las vacilaciones y la desorientación colectiva.
Aquellos que hemos elegido para que nos gobiernen, ¿tendrán el coraje, el sentido de Estado y el patriotismo necesarios para romper con la opresión nacional? O continuarán sentados en la mecedora, esperando un milagro, o bien, como afirmaba aquella, que la autodeterminación caiga por su propio peso o, más científicamente expresado, por la ley de la gravedad? Como decía un torero español famoso -pedagogo destacado, supongo, porque le llamaban “maestro”: “lo que no ‘pue’ ser, no ‘pue’ ser y además es imposible”…
NACIÓ DIGITAL