El viernes el municipio de Alguer dio un paso adelante en favor del catalán, con la aprobación de una nueva normativa legal que obliga a utilizar encabezamientos en catalán en todos los documentos institucionales y que prepara la financiación de la enseñanza en nuestra lengua en todas las escuelas. Era un paso esperado, que se ha retrasado demasiado tiempo, pero que, a pesar de ello y como no podía ser de otra forma, ha sido recibido con alegría e interés en los Països Catalans.
De todos los territorios donde se habla nuestra lengua, Alguer es el más desconocido por la gran mayoría de los catalanohablantes. Y ese desconocimiento es una pena, pero sobre todo es un gran error. Especialmente para los catalanes. Porque Alguer es, en términos geopolíticos, la baliza más clara, el faro más brillante, de la catalanidad.
Pasaré de largo la vieja discusión –poco entendida en la península– respecto a si los alguereses son catalanes o sardos. La identidad algueresa es muy poliédrica. De cara a los catalanes se afianzan como alguereses; de cara a los sardos como catalanes –el resto de la isla, de hecho, siempre habla de los “catalanes” cuando se refiere a los alguereses–; y de cara a los italianos, como sardos. La posición más aceptada, en cualquier caso, es que son nacionales sardos de cultura catalana, miembros, por tanto, de una minoría nacional catalana dentro de la nación sarda.
Pero aprovecho esta noticia del fin de semana para resaltar hoy un par de cosas que creo que es necesario situar en nuestro radar.
La primera es volver a poner de relieve que Italia es ahora mismo el único Estado del mundo que reconoce legalmente la existencia de una minoría catalana, y esto es gracias a Alguer. Poca broma. Concretamente, la ley 482 de 1999 establece en el artículo segundo que, “de acuerdo con el artículo 6 de la constitución y en armonía con los principios generales establecidos por los organismos europeos e internacionales, la República tutela la lengua y la cultura de las poblaciones albanesa, catalana, alemana, griega, eslovena y croata, y de aquellos que hablan francés, franco-provenzal, friulano, ladino, occitano y sardo“. La distinción, por cierto, entre “las poblaciones” y “la gente que habla” es muy significativa. “Población” es un concepto que, en la legislación y la jurisprudencia internacional, va más allá del campo estrictamente lingüístico y cultural y equivale a un reconocimiento nacional.
Lo segundo que quiero resaltar me parece aún más importante: Alguer es la máxima representación contemporánea de la visión geopolítica tradicional catalana, aquella que, en definitiva nos ha hecho como pueblo, como nación. Alguer, por así decirlo, es la baliza que nos indica y nos recuerda, gracias al solo hecho de existir, el camino que la nación catalana ha seguido siempre para constituirse como tal, que es el del mar.
Para cualquier país, gran parte de la importancia del análisis geopolítico es la capacidad de ir más allá del día a día, de bucear en el fondo de la propia realidad. La geopolítica sirve para profundizar y comprender mejor las comunidades humanas, para entender por qué son cómo son y, derivado de ello, por qué actúan cómo actúan. Y en el caso de los catalanes es fundamental entender que la geografía, combinada con la historia, nos ha volcado como país hacia el mar. Y que somos una nación con un muro en la espalda, un muro que nos ha frenado históricamente para movernos hacia poniente.
Llevo tiempo trabajando en la idea –que quisiera convertir en libro algún día– que los Països Catalans somos una creación geopolítica excepcionalmente bien dibujada. Inusualmente natural. Hablé en este vídeo (1). Somos un territorio marcado por la continuidad de seis llanuras litorales perfectamente cerradas al exterior y volcadas sobre el mar. Por el norte, el paso de Salses y Leucata es una de las fronteras más rotundas que conozco; y por el sur, la línea Busot-Biar es un cierre natural de mucha consistencia, que en todo caso ultrapasamos para quedarnos Alicante y Elche, Orihuela y Murcia –una historia apasionante que hoy no tengo tiempo de contar.
Los geógrafos y geopolíticos franceses, que en calidad y agudeza no tienen parangón en el mundo, ya resaltaron hace décadas que la gran cuestión geopolítica de la península ibérica, lo que lo definía todo, era la altitud, la meseta. Y que la dinámica esencial será siempre la contraposición entre las formas de hacer de esta meseta y las de las llanuras litorales que no se comunican de forma natural y que, con el paso de los siglos, han constituido sociedades separadas.
En nuestro caso, clarísimamente. Los Països Catalans tan sólo tienen dos salidas naturales hacia España. Una es el campo de Elche, y ya he dicho que la excepcionalidad la hace un caso aparte. La otra es el valle del Ebro, pero éste es mucho menos sencillo de lo que parece, porque va a parar a un desierto demográfico, que es la pieza clave que nos ha protegido como nación durante siglos: eso que los geógrafos llaman la región montañosa celtibérica. Es un espacio desierto enorme que va de Utiel y Morella hasta Logroño; es el segundo territorio más despoblado de la Unión Europea, solo después de Laponia. Un espacio que ha hecho, junto a más de cincuenta cimas más altas que los Urales distribuidos en la frontera entre nuestro país y España, que la relación natural entre Barcelona o Valencia y los territorios españoles fuera prácticamente nula –en términos naturales– hasta la aparición del estado moderno y la transformación territorial planificada. Ahora, por ejemplo, con el TGV radial, que quiere conseguir para España lo que la geografía le ha negado durante siglos.
Es notable, sin embargo, que paralelamente la relación de la catalanidad con las poblaciones ribereñas del Mediterráneo ha sido siempre fluida. Y todavía hoy se mantiene sorprendentemente fluida, pese al nulo interés que esta área geográfica despierta en nuestro país. No entiendo cómo no somos más conscientes del papel que este espacio geopolítico debe tener en nuestro futuro nacional, ni cómo es que ni nos esforzamos en acercarnos a él. La Generalitat de Catalunya en los años treinta creó una oficina dedicada al acercamiento a Occitania y, de algún modo, sin tanta intensidad, todavía lo mantiene abierto. En cambio, nadie –salvo algunos intentos interesantes del gobierno balear– nunca ha hecho ningún esfuerzo serio para tejer relaciones políticas, culturales y sociales en el marco del Mediterráneo occidental.
Y eso que hasta los años sesenta había pueblecitos y barrios catalanohablantes –hablantes del ‘patuet’, según el lenguaje de la época– en Argelia. Y que es conocida la sorpresa que se llevaron durante la Primera Guerra Mundial los soldados catalanes, evidentemente del norte, que se encontraron judíos todavía catalanohablantes en Estambul. En la Acrópolis de Atenas la última placa del recorrido que hace cualquier turista es en catalán, en recuerdo del elogio de Pere el Ceremoniòs, en la condición de monarca de la ciudad. Cerdeña fue el único lugar del mundo en el que se conservaron las leyes catalanas cuando la Nueva Planta las abolió en el Reino de Valencia, en Mallorca y en el Principado de Cataluña. En Nápoles el reciente éxito de las obras de Ausiàs Marc ha llevado a recordar que los napolitanos habían hablado catalán y a revisitar las cuatro barras rotundas que presiden el Palacio Real. Al igual que los independentistas de Sicilia han adoptado recientemente la bandera como símbolo de la libertad de la isla. Y esto sin hablar del continuum lingüístico con el occitano provenzal o de las grandes sorpresas que a poco que rascas te encuentras en Malta.
Nada de eso, o nada parecido, ocurre en la otra dirección, más allá de Almansa. Lo que me hace pensar que recuperar nuestra mirada mediterránea, emplear esfuerzos en saber más, en explorar más, en construir más vínculos no sólo sería un acto de coherencia nacional, sino también un antídoto contra el movimiento antagónico que no busca otra cosa que convertirnos en la playa de Madrid y deshacernos como pueblo.
VILAWEB