Cada jueves los miembros de la Academia Sueca encargados de conceder el Nobel de Literatura se reúnen en el restaurante Den Gyldene Freden de Estocolmo. Supongo que comen y van hablando de sus cosas, entre las cuales los escritores que podrían ganar la siguiente edición. Que si a mí me gusta este. Que si a mí me gusta aquel. Que a mí aquel no me gusta y considero mejor al de más allá… Para acabar, los postres, los cafés o los tés y a casa. Pero esta vez estalló la bomba. Tres de los académicos (Peter Englund, Klas Östergren y Kjell Espmark) anunciaron que lo dejaban. Las dimisiones no están permitidas porque la elección como miembro es de por vida. Por lo tanto, oficialmente no puedes dimitir, pero sí no asistir más a las reuniones ni participar en las votaciones.
Todo viene del escándalo que se destapó en noviembre, cuando –en una versión escandinava del #MeToo– varias académicas, cónyuges de académicos e hijas de académicos denunciaron haber sido acosadas sexualmente e incluso violadas entre los años 2013 y 2015 por parte del marido de la académica Katarina Frostenson. El hombre es el fotógrafo francosueco Jean-Claude Arnault. La situación actual es que, de los dieciocho académicos que escogen el Nobel, cinco ya se han largado. A los tres del viernes hay que sumar Kerstin Ekman y Lotta Lotass, dos mujeres que lo dejaron hace años. Cuando las denuncias de noviembre, Kerstin Ekman dio su opinión sobre la academia: “Es una secta”. El director de Cultura de uno de los dos grandes diarios del país, el Dagens Nyheter, dice que estas dimisiones son “una catástrofe” y que la academia está “en ruinas”. El director del otro, el Aftonbladet, dice que “la torre de Babel se hunde”.
Lo que a mí me sorprende es que haya gente que todavía se tome seriamente esta camama de los Nobel, como si fuera tan diferente del Festival de Eurovisión, pongamos por caso. Con la diferencia de que a los votos de Eurovisión tiene cierto acceso el público, y a los del Nobel, sólo un grupito endogámico. Como si no estuviese claro que las decisiones a la hora de conceder el premio se basan a menudo en factores más políticos y de autoprestigio que literarios. A Mark Twain, Arthur Miller, Cortázar o Queneau los proscribieron por ser “demasiado populares”. De Boris Vian ni hablemos, claro. La Academia Sueca –una congregación de putas y Ramonetas, de hecho– es la reina de pasar de puntillas por la literatura real. “Sobre todo, ¡no nos enemistemos con nadie!”. Ni Tolstói ni Chéjov lo ganaron nunca por la tradicional tirria sueca hacia Rusia. Lo ganó el occitano Frederic Mistral, pero aprendieron la lección: nunca más lo ha ganado un escritor sin un Estado detrás. Sobre todo, no indisponerse nunca con ningún poder político ni con la carcundia: W.H. Auden se quedó sin él por haber osado decir, durante una gira por Escandinavia, que Dag Hammarskjöld era homosexual como él. Esa es la gente que decide el premio que los que leen más bien poco consideran el más importante del mundo. El Ikea de la literatura, vaya.
LA VANGUARDIA