Uno de los argumentos retóricos que más se ha utilizado en contra de la aspiración de los catalanes a ser reconocidos como sujeto político, es decir, como nación, ha sido apelar a su diversidad interna. Se ha dicho y repetido hasta la extenuación de que Cataluña es una sociedad plural y diversa, poniendo implícitamente el acento en un supuesto problema interno de cohesión y de convivencia. Lo de la fractura interna.
Como el discurso político nunca es el resultado de la mera intención de describir la realidad sino de la voluntad de controlarla, hay que estar atentos a por qué se insiste tanto en afirmar el carácter diverso de la sociedad catalana. En primer lugar, hace pensar mal porque descubrir que los catalanes somos plurales y diversos es una banalidad. No es nada nuevo en una sociedad que hace ya décadas que Vicens Vives calificó de “marca”, de pasillo o frontera. O sobre la que Anna Maria Cabré ha demostrado que su crecimiento demográfico hace siglos que se realiza con la aportación, al cincuenta por ciento, de población inmigrada.
Pero aún es más sospechosa esta insistencia cuando, de hecho, todas las sociedades avanzadas y modernas son plurales y diversas. ¿Es que no lo es, también, España? ¿Es que no hay dificultades de convivencia en los países más desarrollados, económica y democráticamente, del norte de Europa? Así pues, ¿qué se quiere decir cuando se insiste obsesivamente en la diversidad y la pluralidad de los catalanes? ¿Es que existe algún hecho grave que nos diferencia negativamente del resto de pueblos de Europa en relación a los desafíos propios de las políticas de inclusión y cohesión social?
La respuesta me parece clara. Se nos está diciendo que, a causa de la diversidad interna, no deberíamos aspirar a la unidad nacional que justifica la aspiración a ser un Estado soberano. Se nos dice que estemos alerta, porque la defensa de nuestra unidad nacional conlleva la fractura de la sociedad y riesgos de exclusión social. Que un referéndum democrático de autodeterminación dividiría a los catalanes (lo que no hizo, se ve, ni el referéndum de la Constitución, ni el de la OTAN ni los de los Estatutos). Que la independencia dejaría fuera a quienes no la quieren, como si el nuevo Estado tuviera que expulsarlos. En definitiva, la insistencia en la diversidad interna no es más que un clamor encubierto en contra del reconocimiento de Cataluña como nación.
La gracia de esta argumentación –y lo que demuestra su carácter falaz– es que quien la avala sea el unionismo español. Es decir, que se recurra al argumento de la diversidad de los catalanes para preservar la sagrada unidad de la nación española. Según estas razones, la pluralidad y diversidad de los españoles, sus problemas de inclusión y cohesión, no sólo no ponen en cuestión la unidad de su nación, sino que es esa unidad la que les avala a la hora de imponer la lengua, a la hora de otorgar o no el derecho a voto a los extranjeros, a la hora de hacer valer sus derechos nacionales –por ejemplo, a la hora de ocupar una plaza de juez o médico – por encima de los derechos de los ciudadanos a ser atendidos en su lengua “autonómica”. Y ahora, según Aznar, incluso les legitima al golpismo popular para evitar una hipotética amnistía. ¡La unidad para ellos, la diversidad para nosotros!
Cierto es que desde Cataluña también se abonan estos discursos. Unos, porque participan del proyecto de unificación y homogeneización nacional española. Otros, porque se muestran acomplejados ante el discurso de poder hegemónico y, con docilidad, quedan atrapados en el relato del adversario y se ponen la venda antes de la herida. ¿Por qué quienes aspiran a gobernarnos deben recurrir a tantas advocaciones a la convivencia entre los catalanes y con los pueblos de España y Europa, al carácter plural, a ser un pueblo de acogida? ¿Por qué nuestros principales gobernantes, precisamente por la Diada, tienen tanta necesidad de defender la Cataluña más plural y diversa que haya existido nunca? En cambio, ¿no tenemos nada que decir de poder disponer de una nación sólida como espacio común de vinculación y pertenencia, de unos referentes simbólicos de vertebración y arraigo? ¿Debemos dejarlo en manos de voces reactivas?
Si la diversidad de la sociedad española no es un obstáculo para su unidad nacional, cultural y lingüística, ¿por qué debería serlo para la unidad nacional de los catalanes, por otra parte campeones mundiales más que probados de las mayores irreverencias con la propia tradición? Cuidado, pues, con quienes utilizan el elogio de la diversidad de la sociedad catalana para poner en duda su derecho a la unidad nacional.
ARA