Whatsapp cunde mucho en esta etapa de confinamiento. La voracidad del Estado español, también. Esta mañana he recibido un reportaje sobre los sanfermines de 1946, lleno de nostalgia, realizado por el ‘NODO’. El ‘Noticiarios y Documentales’ (NODO) era en los años de la postguerra española lo más parecido a un Telediario actual. Contaba noticias a su estilo; el oficial, claro. Y sobre todo hacía propaganda; del Régimen, por supuesto. A pesar de todo en su colección hallamos reportajes de gran valor etnográfico e histórico. Como en este caso. Además de nostalgia, se perciben aires de otra época.
Ayer recibí, de otro amigo, una grabación del economista oficial de La Vanguardia, José María Gay de Liébana, sobre el camino que debe recorrer la “economía española” tras la crisis de Covid-19. La receta consiste en volver a… ¡1946! Un retorno a la autarquía, al proteccionismo, al aislamiento, vuelta de las empresas deslocalizadas hace unos años por la globalización. En suma, el nacionalismo en su práctica más depurada. Pensaba en Juan Antonio Suanzes, ministro de Industria y Comercio con Franco desde 1945, fundador y primer presidente del Instituto Nacional de Industria (el famoso INI). Le siguió Gabriel Arias-Salgado a partir de 1951, que en 1962 fue sustituido por Alberto Ullastres. Este último no sólo supuso un cambio personal sino, sobre todo, de orientación política. Era el aterrizaje del Opus Dei, su concepción tecnocrática de la política y la economía con la mirada puesta en Europa, la OTAN. Entre la apertura y la aventura… franquista.
Aparte de la época a que nos remiten estas anécdotas, hay un tercer hecho que también nos devuelve a aquella autarquía significada por un nacionalismo de tres al cuarto. A 1946 e incluso más de un siglo atrás. En 1833 se decidió, de la mano de Javier de Burgos, la división del Estado español en “Provincias”. Una mala copia del modelo departamental francés. No fue exactamente igual, se respetaron algunos nombres históricos, aunque se crearan otros nuevos (Logroño, Santander…) y se adoptaron repartos territoriales en torno a una capital; se destrozó el modelo catalán de “veguerías”, etc., etc. Pero esa copia perseguía idéntico objetivo al francés: crear unas administraciones con el mismo régimen político y atribuciones reducidas, uniformes, todas sometidas de igual modo a la férula madrileña, a su nacionalismo de imitación recién estrenado.
A pesar de los cambios sucesivos en el Estado español (República Federal en 1873 con Pí i Margall de presidente, nueva gestión de Cataluña con la ”Mancomunitat” en 1914, Segunda República en 1931 y sus estatutos, Estado de las Autonomías en la Constitución de 1978) siempre, siempre, se mantuvieron “las Provincias”. La división territorial de Javier de Burgos siempre ha estado vigilando, agazapada o no, pero presente y diligente.
Y hoy más que nunca. La idea de dominio y control está unida a su concepto. Como ha escrito en fecha reciente el profesor Pérez Royo, el Estado español es hoy un Estado unitario en su origen (Constitución de 1978 que se basa en la unidad de la nación española en la cual reside la soberanía única), aunque en su organización adopte un formato autonómico. Teóricamente. Cuando algo chirría en la relación Estado-autonomías, siempre prevalece el Estado, la nación española, su soberanía. Y su expresión práctica, ahora como siempre, resurge en “las Provincias”. Las provincias son el recurso del que echa mano el Estado cuando necesita hacer valer su poder ante las incómodas naciones que mantiene sometidas. Las divide. Las desarticula. Es su as en la manga. Funciona con pequeños enchufes burocráticos que recompensan y manipulan las indigentes élites provincianas.
Con el retorno de “las Provincias” de nuevo prevalece el principio clientelar del Humpty-Dumpty de Alicia: “lo que cuenta es saber quien manda”. Vamos, “la autoridad competente”.