En todos los procesos de emancipación nacional en todo el mundo, tanto en aquellos que han culminado con el acceso a la independencia, como en los que no lo han conseguido todavía, los imperios existentes, los estados colonizadores, las potencias dominantes, han empleado la guerra sucia para impedir la victoria emancipadora. Esto ha sido así en todos los casos sin excepción, incluidos estados de inequívoca tradición democrática como el Reino Unido (en relación a Irlanda, Israel o India), Francia (con respecto a Vietnam, Argelia o Córcega), o bien el Canadá, (correspondiéndole Quebec). Son ejemplos de situaciones en las que los estados opresores no han tenido la más mínima duda o escrúpulo a la hora de emplear dinero público para el mantenimiento de la integridad territorial, al margen de los métodos empleados para conseguirlo. Todo el abanico de posibilidades ha sido utilizado con este objetivo inequívoco, al que se ha dado una importancia superior a cualquier otro principio o finalidad.
Hablo desde enviar paquetes bomba a dirigentes independentistas, a asesinatos de líderes del movimiento secesionista, a dinamitar un edificio donde se refugiaban combatientes independentistas con niños incluidos en su interior, torturas a menudo hasta la muerte, atentados de falsa bandera organizados por el Estado para incriminar en los mismos a los independentistas, secuestros, pruebas falsas para permitir su detención, encarcelamiento y condena, etc. En estas prácticas, siempre tienen un papel muy protagonista los servicios de inteligencia, con infiltraciones en el interior del movimiento emancipador, no sólo para obtener información, sino también para radicalizar su acción mediante provocaciones intencionadas, de manera que se consiga el descrédito del objetivo final, mezclándolo con el asco moral y formal del método empleado, sobre todo en los casos donde el independentismo no tiene una expresión armada o violenta y sí, por el contrario, pacífica, democrática e, incluso, festiva.
Cuando empieza a verse que los anhelos de independencia abandonan el ámbito minoritario, estrictamente sentimental o simbólico, para llegar a obtener un espesor social más que considerable, es cuando los estados no están para bromas y abandonan las formalidades democráticas mínimas, porque constatan que empieza a peligrar de verdad la integridad territorial. Es en este caso cuando se produce una alianza nacional tácita, pero real, entre todos los estamentos contrarios a la independencia y partidarios del ‘statu quo’, de mantener las cosas tal y como están, es decir, de mantener el poder económico y político en manos de las minorías privilegiadas de siempre, con sede en Madrid, y sucursales aquí y allá. Y esto afecta a todas las instituciones y poderes del Estado, desde el jefe del Estado, hasta el gobierno, pasando por la justicia, el funcionariado civil y militar, los cuerpos policiales, la estructura diplomática, los medios de comunicación públicos y privados, los grandes grupos financieros y empresariales, partidos políticos, centrales sindicales, asociaciones profesionales, etc. Periodistas, intelectuales, editorialistas, famosos en campos diversos, activan su autodefensa nacional y la ponen al servicio de esta causa, incluso si, para hacerlo, deben utilizar la mentira, la manipulación o la exageración o bien se hacen, simplemente, cómplices, por acción u omisión. La integridad del Estado, pues, antes que cualquier otro principio.
Todos juntos consiguen crear un universo ficticio que, sin embargo, son muchos los que lo dan por cierto, por más que sea el resultado de una operación de inteligencia muy bien montada y nada improvisada. Estas acciones perdigonada, con frecuencia saltándose la legalidad por ellos mismos establecida, persiguen, pues, objetivos diversos. Son factor de disuasión para atemorizar a los partidarios de la independencia, advirtiéndoles de lo que les puede pasar si persisten en su posicionamiento político, sirven también para desprestigiar el independentismo asociándolo a prácticas rechazables como el terrorismo y, también, para hundir a líderes políticos y sociales, desde el desprecio institucional y la acusación falsa, situándolos detrás de acciones tan condenables como inexistentes.
Si Francia, Canadá o el Reino Unido han practicado la guerra sucia, con toda la implicación del aparato del Estado, no es de extrañar que lo haga también un Estado de tanta insolvencia democrática como España. De hecho, cuando la autoridad judicial asegura que el estado de derecho se basa en la unidad de España, en la integridad territorial, y no en los principios, derechos y libertades característicos de una democracia, ya está todo dicho. Cuando la autoridad policial afirma que la ley está por encima del mantenimiento de la convivencia ciudadana, ya sabemos el pan que se da y qué podemos esperar. Ni por orgullo imperial de una memoria de siglos, ni por honor político expresado a través de la fuerza, ni, sobre todo, por no perder la fuente de financiación más importante de que dispone el Estado español para asegurar su continuidad en el futuro, España hará todo lo que esté a su alcance, no importa el método o el procedimiento, para impedir la independencia de Cataluña. Visto lo que vemos y escuchamos estos días, queda claro que, para España, ahora va en serio. La pregunta es: ¿también va en serio para nosotros o continuaremos yendo con ‘un zapato y una alpargata’, así, de cualquier modo? Esto se verá sólo en la respuesta política nacional que la sociedad catalana sea capaz de dar -más allá de caceroladas y performances-, tan clara en favor de la libertad, como España la da con la represión y la mentira institucionalizada.
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