Ahora, República Catalana

Las abdicaciones nos ofrecen el inusitado privilegio de poder escribir un obituario en vida. Es así como hoy nos podremos ahorrar las amnesias parciales y la hipocresía típica de los panegíricos funerarios y, con respeto por la verdad, podremos describir la crisis actual de la monarquía española. Bienvenido sea el fin de los tabúes.

 

Avistemos el ocaso de la era de la opacidad, la impunidad y los privilegios por-la-gracia-de-Dios. Entiendan que la crisis de la monarquía no se limita a la figura del arrinconado Juan Carlos de Borbón, sino a una dinastía entera en pleno declive, sin crédito, falta de futuro, embarrada en asuntos de corrupción y acosada por los ciudadanos. La resignación de quien desiste al verse empantanado, nos será presentada como ejemplo de flexibilidad. Más aún, mientras la abdicación se describirá como una tendencia de las monarquías europeas contemporáneas, la opacidad fiscal y patrimonial seguirá siendo un ejemplo paradigmático de excepcionalismo monárquico español.

 

El antiguo playboy aficionado a la caza -ya fuera para conseguir marfil o bien faldas- ha tenido que aceptar la humillación que supone dimitir ante la falta de alternativas, ampliamente rechazado por la población, harta de una larga lista de escándalos. Emulando torpemente a Houdini, Juan Carlos de Borbón se escurrirá por la puerta trasera mientras, con solemnidad, los beneficiarios del régimen anunciarán la renovación de una institución caduca con sangre azul. Ciertamente, habría que ser un magistrado del Tribunal Constitucional muy ebrio por creerse esta broma.

 

PP y PSC-PSOE, partidos dinásticos por excelencia, se encargarán de trabar las cuerdas necesarias para garantizar que todo siga “atado y bien atado”, consiguiendo apretar la soga antimeritocrática imperante en España. Prepárense para apologías azucaradas, destacando una supuesta renovación institucional y constitucional que, tan sólo, será un nuevo blanqueo de sepulcros. Cambios cosméticos para perpetuar la condición de súbditos, de eternos subalternos. Un juego de humo y espejos para ocultar la obsolescencia de un Estado fallido.

 

Los catalanes no tenemos lazos afectivos con la dinastía Borbón. Más aún, para nosotros, un monarca llamado Felipe -especialmente en el aniversario del tricentenario de 1714- tiene connotaciones funestas. Los catalanes debemos poder votar nuestro jefe de Estado y centrar nuestro debate colectivo en la conveniencia de tener una República catalana parlamentaria o bien presidencialista. La virtud, el conocimiento y la dedicación deben ser los elementos clave para determinar quién encabeza un Estado. Así pues, evitemos distraernos haciendo seguidismo de las estrategias propagandísticas de un antiguo régimen en extinción y continuemos trazando el camino de nuestra libertad. Después de todo, los españoles ya decidirán quién les conviene como jefe de Estado.

 

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