Lizarra se construyó sobre un meandro del río Ega. Desde tiempos inmemoriales, las ciudades y poblaciones humanas se han asentado en lugares señalados por el agua. Egipto con el Nilo. Mesopotamia. El Mediterráneo… El agua es inseparable de la civilización humana. Y sin embargo, es un elemento tan familiar, tan cotidiano, que hemos llegado a ignorar que nos acompaña. Olvidamos su importancia. No solo es un líquido incoloro, inodoro e insípido, sino que, perdido su significado, lo hemos degradado a mero recurso o detritus.
Como decíamos, la historia de Lizarra está vinculada a su posición junto al río Ega. Se construyó sobre el río. Contra el río. Con su fluir de siglos. Los puentes más antiguos señalan el recorrido del camino de Santiago. Los posteriores vertebran el espacio que ocupa la población, y dan acceso a las calles, plazas, barrios… En un primer período la riqueza del lugar surgía del cuidado de las terrazas fluviales, repartidas unas alrededor del Ega y otras en torno al cauce del Urederra. Pero también, cíclicamente, la destrucción llegaba con las crecidas, inundaciones y desbordamientos.
Desde una época temprana vinieron viajeros gascones, francos, a disputar a los vecinos vascones el terreno. Y pronto apareció la iglesia para ocupar los mejores sitios, y levantar sus conventos en tierras bien situadas. Junto al río, por supuesto. Porque todo el territorio de Lizarra, y de hecho toda la comarca de Tierra Estella está organizada en torno al eje del río Ega. Por sus fuentes, valles, regatas, llanos, barrancos, puentes, caminos. El agua no sólo modeló el paisaje de Lizarraldea sino también la ordenación territorial de cualquier comarca, más en nuestra tierra, distribuida por la divisoria de aguas entre las vertientes atlántica (Baztan-Bidasoa, Oria, Ibaizabal, Aturri…) y mediterránea (Ebro, Aragón, Arga, Zadorra…)
El agua está en nuestra historia. Nuestras ciudades y barrios, como Lizarra, se han levantado junto al agua. También la industria que ha hecho prosperar al país, las ferrerías, los molinos, las papeleras, los polígonos; como los caseríos, las huertas, los regadíos. Es un elemento que ha ido de la mano de nuestra soberanía; pero como en otros campos también en este la hemos perdido; y quizás de ahí, al convertirse en algo ajeno, venga esa costumbre de degradar las aguas, maltratar los manantiales y contaminar los ríos.
Al ser parte de nuestra vida, de nuestra naturaleza, también pasa a formar parte de nuestra memoria. ¡Quién no rememora su infancia con algún episodio del baño en el mar, en un río o una charca! El juego, la pesca, el descenso por los rápidos y aguas peligrosas; el paseo por la ribera o los castillos de arena en la playa. Y con esos recuerdos y el paisaje de nuestro país, el agua se incorpora a la identidad y la memoria. De los pueblos acostados en las riberas de las corrientes fluviales; pero también a la de los individuos.
El problema surge cuando, con los valores mercantilistas de nuestra época, despojamos el agua de esas cualidades y la contemplamos como un simple recurso. Industrial, agropecuario, de uso y consumo. Y a lo sumo le exigimos un rango en términos de calidad. Que sea sana, limpia, sin contaminar. Que tenga buen gusto.
Pero dejamos de lado que el agua está en nuestra cultura; en las fuentes que han llenado el país de cantos y cuentos. En las lamias que las habitaban. En el puente que debía construir el diablo en una noche, antes de que el gallo cantara (y cantó antes de tiempo por alguna triquiñuela humana). Está en los nombres que llenan nuestra geografía de hidrónimos y otros títulos: Urbasa, Urederra, Baiona, Garona, Iturriotz, Iturmendi, Iturzaeta, Deba…
El agua está en la arquitectura, en los arcos y ojos de los puentes, en su silueta. En los lavaderos que eran, en otros tiempos, lugares de encuentro y conversación social. En la estética de las fuentes que han decorado las calles históricas. Los acueductos…
El agua está en nuestra naturaleza, cuya salud no sólo depende de un consumo limpio y depurado, sino en un país dotado de bosques, pastos, flora, fauna, en definitiva lleno de vida. Porque el río es todo, desde el peñasco más alto hasta el vertedero. El río es un lugar espiritual, que ofrece una terapia discreta a sus vecinos. Es el oficiante de una religión mineral, no retórica, sino de equilibrio, estética, plácida, llena de sosiego y sentido.
Los días 15 y 16 de octubre tenemos en Iruñea un encuentro con el agua como patrimonio, KultURA. Porque este elemento natural ha de jugar un papel esencial en nuestro futuro; en la calidad de vida de nuestro país. En la cordura y la salud de nuestra población. En los paisajes de nuestra tierra. En la frescura y verdor de nuestros montes, si sabemos cuidarlos sin agotar sus acuíferos naturales, sus bosques y biotopos.