Da la impresión de que África está abrumada por sus problemas: guerras, matanzas, golpes de estado, crisis políticas y sociales, dictaduras, enfermedades, éxodos… Pero aquí también hay mujeres y hombres que luchan por sus derechos y su dignidad, proliferan las asociaciones cívicas, perduran las experiencias democráticas, los creadores, artistas y artesanos tienen una vitalidad enorme, y las sociedades, cada vez más urbanizadas, avanzan, se transforman y encaran el futuro con confianza.
Sin embargo, en Occidente los especialistas agoreros siguen prediciendo desgracias. Algunos de ellos les echan la culpa a los africanos. No contenta con morirse, África, aquejada del “síndrome victimizador”, estaría suicidándose, asistida por las lágrimas de sus sepultureros, los “negrólogos” que le mienten. Demasiado simple para ser justo. Porque las sociedades africanas que luchan y resisten también merecen muestra atención, y no sólo esa África de pesadilla que pintan algunos intelectuales occidentales desencantados.
Después de las independencias, muchos países optaron por políticas voluntaristas de desarrollo que no lograron el despegue económico, debido al peso aplastante de la deuda externa y a una división internacional del trabajo desequilibrada. Después, las instituciones financieras del Norte, con la complicidad de los dirigentes locales, impusieron políticas liberales que agravaron la crisis. Con los acuerdos de Lomé, la Comunidad Europea quiso atenuar los rigores de la competencia mundial concediendo a los países de África, el Caribe y el Pacífico ciertas ventajas, como el acceso privilegiado al mercado europeo. Así pretendía compensar las variaciones de los precios mundiales de las materias primas y los productos agrícolas. En 2000, con el acuerdo de Cotonou, los europeos renunciaron a esta pretensión y se inclinaron por el libre cambio clásico.
Pero la mundialización no favorece al continente. El que fuera vicepresidente del Banco Mundial y premio Nobel de economía Joseph Stiglitz ha demostrado, partiendo del caso de Etiopía, la inanidad de las directrices impuestas por el Fondo Monetario Internacional a los países africanos. Escribe Stiglitz: “Lo que dicen las estadísticas pueden verlo con sus propios ojos quienes salen de las capitales y visitan los pueblos de África: el abismo entre ricos y pobres se ha ahondado, el número de personas que viven en la pobreza absoluta -menos de un euro al día- ha aumentado. Si un país no cumple unos requisitos mínimos, el FMI suspende la ayuda, y en ese caso otros donantes suelen seguir su ejemplo. Esta lógica del FMI plantea un problema evidente: significa que si un país africano consigue ayuda para cualquier proyecto, nunca podrá gastarse ese dinero. Si Suecia, por ejemplo, concede ayuda financiera a Etiopía para que construya escuelas, la lógica del FMI impone que Addis Abeba guarde esos fondos en su reserva so pretexto de que la construcción de las escuelas acarreará gastos (sueldos del personal, mantenimiento) no previstos en el presupuesto, lo que produciría desequilibrios perjudiciales para el país”.
Estas políticas neoliberales debilitan, en particular, a los productores africanos de algodón. Toda la economía de los grandes países del Sahel está amenazada. En Chad el algodón es el primer producto de exportación, en Benín supone el 75 % de los ingresos de exportación, en Malí el 50 % de las entradas de divisas y en Burkina Faso el 60 % de los ingresos de exportación y más de un tercio del producto interior bruto (PIB). El aceite extraído de las semillas de algodón es la principal grasa alimentaria en Malí, Chad, Burkina Faso y Togo, y también es muy consumido en Costa de Marfil y Camerún. Por no hablar del pienso derivado del algodón.
La devaluación del franco CFA, impuesta en 1994, no mejoró las cosas. Agravó los desequilibrios estructurales de los catorce países implicados, once de los cuales figuran entre los menos desarrollados del mundo. El fracaso económico de gran parte del África subsahariana obliga a definir de nuevo el concepto mismo de desarrollo.
En política exterior, tras la abolición del apartheid en Suráfrica y el fin del conflicto Este-Oeste, se han vuelto a repartir las cartas en el continente. Varios países desarrollan una diplomacia autónoma, en especial la República Surafricana, que se ha convertido en un actor principal aun cuando, más allá de ciertas iniciativas concretas, la política de Pretoria parece vacilante.
Las potencias occidentales han desatado una nueva guerra de influencias a fuerza de acuerdos económicos y alianzas militares. So pretexto de luchar contra el terrorismo, Estados Unidos ha multiplicado en los últimos años los acuerdos militares con los países africanos, incluyendo a los francófonos, vinculados a París. Washington va ganando así posiciones en el coto cerrado francés. La verdad es que 40 años después de las independencias, Francia ya no tiene un proyecto claro. Antaño era “fabricante de reyes” en su vedado africano. Y sus embajadores, secundados en Chad, la República Centroafricana o Gabón por poderosos agentes más o menos encubiertos, orientaban abiertamente la política interior. Incapaz de romper con esta tradición “francafricana”, Francia está entrampada en Costa de Marfil.
Cuando el presidente Laurent Gbagbo bombardeó la zona rebelde del norte el 4 de noviembre de 2004, la situación política marfileña sufrió un grave deterioro. Los militares franceses de la operación Licorne, desplegados en el país tras la rebelión de una parte del ejército con la misión, encomendada por la ONU, de controlar una “zona de confianza” que separase Costa de Marfil en dos partes, tuvieron que intervenir en la ciudad de Abiyán para proteger de las turbas a los extranjeros -africanos y europeos-, a riesgo de aparecer como un ejército de ocupación.
Las crisis que azotan África también son sanitarias. El paludismo mata entre 1 y 2 millones de personas al año y el sida a muchas más. El principal aliado del sida es la pobreza. En los países africanos las poblaciones y los estados no pueden hacer nada para atajar la enfermedad, por falta de medios. No hacer nada significa resignarse a la desaparición de poblaciones enteras. Sólo en el África subsahariana el 71 % de las personas, es decir, 24,5 millones de adultos y niños, están infectadas. Entre los jóvenes, la proporción de africanas infectadas es cinco veces mayor que la de los varones.
Pero no faltan motivos para la esperanza. A poco curioso que sea, un observador descubrirá un sinfín de experiencias que revelan una vitalidad extraordinaria. Por ejemplo, en diciembre de 2004 se celebró en Lusaka (Zambia) el tercer Foro Social Africano. Pese a la escasez de medios, esta reunión -culminación de varios foros locales- ha puesto de relieve la diversidad y riqueza del movimiento social. A pesar de la crisis y la inestabilidad política, los experimentos democráticos han proliferado desde la década de 1990. De ellos han surgido iniciativas cívicas originales. Con la llegada del pluripartidismo se han abierto nuevos espacios de libertad, aunque esto apenas se ha traducido en transformaciones cualitativas irreversibles, tanto en la vida cívica como en el bienestar material de las poblaciones. Además, a falta de alternativas creíbles al modelo neoliberal, se busca refugio en la moral y la religión, se enconan las diferencias étnicas y se agravan las luchas por la conquista o la conservación del poder. Lo hemos visto en Senegal, donde en marzo de 2000, con la derrota electoral del presidente Abdou Diouf y la llegada al poder de Abdoulaye Wade, cundió la esperanza en un cambio político y social. Pero hasta ahora el nuevo equipo ha sido incapaz de emprender las reformas profundas que se necesitan.
A escala continental, el fracaso de la Organización de la Unidad Africana (OUA), fundada en 1963 en Addis Abeba (Etiopía), es patente. Su balance global es negativo, en relación con las metas marcadas en su carta fundadora y especialmente en su artículo 2, que habla de reforzar la solidaridad entre estados y coordinar sus políticas. En el otro aspecto fundamental, la defensa de la soberanía, la integridad territorial y la independencia de los estados miembros, la OUA ha sido incapaz de solucionar los conflictos de Liberia, Somalia, Sierra Leona, Ruanda, Burundi y la República Democrática del Congo. No es de extrañar que después de tantos reveses, en julio de 2001 la OUA fuera reemplazada por la Unión Africana, que deberá enfrentarse a los grandes retos continentales. Comienza así una nueva etapa en la historia del panafricanismo.