A la mierda las unanimidades

Alex Gutiérrez nos explicaba que el New York Times sólo ha escrito cuatro veces la palabra mierda desde 1981. Y Magí Camps, en La Vanguardia, escribía que el honor de decirlo por primera vez en la BBC fue de los Monty Python en la serie Flying Circus (1969-74). En mi modestísimo caso, esta es también la primera vez que lo escribo, después de cuarenta años de publicar unos cuantos miles de artículos en la prensa. Sí: a la mierda las unanimidades que algunos añoran y desean y que, quizás, si pudieran impondrían.

 

La exclamación que da título a este artículo hay que definirla como de indignación preventiva. Confieso que me ha hecho saltar la tan insensata como poco relevante reacción que alguna gente ha tenido por unas reflexiones que unos días atrás hizo Raimon. El último Premio de Honor de las Letras Catalanas expresaba sus dudas sobre la conveniencia de la independencia de Cataluña en una entrevista en Catalunya Radio y también en Vilaweb (3 y 5 de mayo). Pero después de asistir, el sábado, a uno de sus extraordinarios recitales en el Palau de la Música, hablar me parece casi una obligación.

 

No discutiré ahora las observaciones de Raimon. Simplemente diré que encuentro muy razonable expresar dudas sobre las consecuencias no previstas ni previsibles de la independencia. ¿Alguien puede no tenerlas? Y lo es, particularmente, desde una perspectiva de Países Catalanes. Yo mismo las comparto, doy vueltas y he hablado mucho con amigos isleños y valencianos. Hace años publiqué en el Avui (14 de octubre de 1994) un artículo titulado “Nuestro muro de la vergüenza nacional”, donde sostenía que el artículo 145 de la Constitución y, en particular, el modelo autonómico habían ampliado las distancias entre los Países Catalanes, con la satisfacción cómplice de la política institucional del Principado y de muchos otros actores sociales, para vergüenza nuestra. Ahora el independentismo puede volver a cometer el mismo error que entonces denunciaba de “no reconocer la impagable deuda política y cultural que tenemos con los vecinos”. Tengamos claro: sin las contribuciones de las Islas Baleares, País Valenciano, Cataluña Norte y la Franja, hoy el Principado no estaría a un paso de lograr la independencia.

 

Sin embargo, lo que me ha indignado ha sido este tipo de ansia de unanimidad que condena la duda razonable y que encuentro deplorable. A ver si nos entendemos: si quiero la independencia de Cataluña, pero justamente para tener un país más radicalmente democrático donde quepan y puedan sentirse cómodos desde los cosmopolitas más internacionalistas y antipatríaa hasta los unionistas españoles y los extranjeros de paso. En cambio, me horrorizaría vivir en un país de unanimidades postindependentistas. Claro que deseo que los que queremos la independencia seamos mayoría para ganar limpiamente la consulta. Pero empezaría a temer lo peor si la proporción de sí-sí se acercaba a la unanimidad.

 

De la misma manera, quiero la independencia para que la lengua catalana tenga el estatus de lengua propia y común que asegure su futuro y su fuerza social. Pero este futuro y esta fuerza son los que deben permitir, lejos de unanimidades, que también el español, el inglés o cualquiera de las otras lenguas que los catalanes tenemos como nuestras puedan ser queridas sin miedo. ¡Mal asunto si la fuerza de la lengua catalana fuera para establecer su exclusividad! Ella misma desaparecería en cuatro días.

 

En definitiva, si alguna gracia tiene nuestro proceso soberanista es que suma voluntades sin pasar necesariamente por el independentismo militante. Y que, por democrático, evita las unanimidades y respeta a los escépticos. En cualquier caso, como canta Raimon, “Quien ya lo sabe todo, que no venga a escucharme”. Ni a mí, a leerme.

 

ARA