Weidel y las marionetas

El resultado de las elecciones alemanas demuestra que el cordón sanitario en Europa ha caído o al menos sus efectos. Merz, el futuro canciller, se ha hartado de decir que no pactará con Alice Weidel, pero el caso es que la auténtica ganadora de las elecciones es ella; ha duplicado el número de votos y ahora la AFD es el segundo partido de Alemania. Pero lo más interesante es que esta victoria se produce como culminación de una campaña en la que la CDU, el antiguo partido de la Mutti, haya adoptado casi punto por punto el programa migratorio de Weidel, después de años de una política generosa y maternal –como la de los suecos– que se ha demostrado en quiebra. De hecho, el propio Scholz empezó hace un año a introducir, con la boca pequeña, controles fronterizos y medidas de repatriación, y el gesto de atacar a Merz durante la campaña con el argumento de que está haciendo el juego a los “radicales” no le ha servido de nada; al contrario. En cualquier caso es evidente que tanto socialdemócratas como conservadores han comprado la necesidad urgente de controlar la inmigración, y que “más allá del sentido común” les mueve el interés de frenar el escape de votos hacia la AFD. ¿Cómo es, pues, que la estrategia no funciona?

Básicamente porque Weidel dice en voz alta, por primera vez en setenta años, verdades que preexisten a la gran bola de tabúes sobre la que se ha construido Alemania de la segunda mitad del siglo XX, y que llega hasta la fecha. Se le ha acusado de escribir un correo electrónico donde decía, en referencia al gobierno federal, que “estos cerdos no son más que un grupo de marionetas al servicio de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial”. Ella no reconoce ni desmiente su autoría, seguramente porque las formas no son las más adecuadas para alguien que se presenta al cargo de canciller, pero cuando dice que los alemanes “No tenemos nada que celebrar el 8 de mayo” tiene más razón que un santo. De la misma forma que los catalanes no nos identificamos con el 12 de octubre, porque la victoria de los españoles en Hispanoamérica nos recuerda la ocupación, para muchos alemanes el famoso día de la liberación va asociado a la derrota nacional. No porque sea el día que marca el fin del régimen nazi –esta es una lectura fácil y malintencionada– sino porque comienza una ofensiva a gran escala contra todos los alemanes, arbitraria y con la boca pequeña, que da carta blanca a la venganza.

Y no son precisamente las víctimas del holocausto, lo que hay que vengar, o no sólo ‒ al menos no desde la perspectiva de las grandes potencias, porque como es sabido la geopolítica nunca se ha movido por nada que tenga que ver con los buenos sentimientos, sino por parámetros relacionados con el poder. La venganza de los aliados no respondía al objetivo de compensar ningún agravio moral, sino al de castigar a una nación recién llegada que en el último siglo había causado enormes problemas al equilibrio, ya de por sí precario, entre las potencias bien establecidas. Cuando Bismarck, a finales del XIX, organiza la Conferencia de Berlín para entrar en la carrera colonial en África por la puerta trasera, las naciones antiguas se indignan. De ahí el resentimiento secular que Europa empolla contra el imperio alemán. De ahí que la directiva americana que entra en vigor en abril de 1945 para regular la ocupación establece que “Germany is not to be occupied for the purpose of liberation but as a defeated enemy nation”.

Es la directiva que permitió el desmantelamiento de todo el sistema bancario alemán, y en cuyo marco se cometieron miles de asesinatos sin juicio, violaciones y otros abusos.

Esto por no hablar del gran tabú –tan grande como el gran trauma de fondo que esconde– de los doce millones de alemanes de la Europa oriental que fueron expulsados ​​de su casa entre 1945 y 1950. Weidel también habla de ello cuando se niega a utilizar el topónimo polaco de la ciudad de donde viene su familia, de raíces germánicas. Que le acusen de revisionista no quita ni pizca de verdad a su gesto. Leobschütz (hoy Głubczyce) es una localidad pequeña, pero está situada en el extremo de una zona inmensa: la cuna histórica de Alemania, cien mil kilómetros cuadrados que incluían Silesia, Pomerania, casi todo el oeste de Prusia y Prusia oriental. Uniendo nodos tan diferentes como Königsberg –la ciudad de Kant, de Arendt o del propio Bismarck– y Danzig, puerto importantísimo del Báltico, motor económico de Prusia y ciudad natal de Günter Grass, está en el hilo de un mismo poso: el corazón de una nación, que fue étnicamente vaciado y nuevamente relleno con polacos y rusos. De hecho la obra de Grass es un intento, en plena época del final de la historia, de contar todo ese pedazo de mapa que les amputaron; un gesto dificilísimo que “la voz de la conciencia alemana” disimula bajo capas de universalismo que le hace barrocas las novelas. Por eso la voz le sale estrangulada y la ironía se le llena de desprecio.

Weidel atraviesa el tabú a pelo y por eso de vez en cuando le sale algún gallo, y la oposición intenta desprestigiarla llamándole “racista” y “radical de derechas”. Pero en Europa saben muy bien que la película que cuenta Weidel en el fondo no tiene nada que ver con el racismo, por mucho que hablen de ‘far-right’ o d’’extrême droite’. En Dinamarca, quizás porque perdieron el imperio justo antes de que empezara la lucha entre los sobrevenidos y las potencias con pedigrí –todos exactamente igual de ladrones– lo miran desde la galería y sin tanta excitación. Aquí la CDU es un partido de centro y a la derecha tiene la AFD, y hay mucha expectativa para saber cómo lo hará Merz para sacar al país de la crisis sin integrar en el gobierno la alternativa por la que ha votado uno de cada cinco alemanes. Las ‘großen Koalitionen’ son para las épocas en las que las cosas funcionan, y los problemas “económicos, de defensa, de integración” que ahora mismo tiene Alemania no piden gestión: piden reformas. Que conservadores y socialdemócratas se reflejen en la AFD y al mismo tiempo los tachen de racistas no les hace quedar bien, pero si además son incapaces de cambiar nada, las verdades de Weidel resonarán cada vez más fuerte.

Mientras la Cataluña oficial (la de los vencedores del 155) sigue jugando a la gallinita ciega y hablando de ultraderecha y de racistas. Pero Orriols no tiene nada que ver ni con lo uno ni con lo otro, y tampoco es cierto que haga el trabajo sucio a Convergència; la cursilería de los ‘maizterrak’ es incapaz de conectar con el corazón de los catalanes como lo hace ella. En un país ocupado los tabúes estrangulan y cuesta romperlos ‒sólo hay que ver qué llegaron a decirnos, a los miembros del grupo ‘Koiné’ (1), cuando explicamos que la inmigración castellana había servido para ocupar el país. Pero Europa se mueve y el antifascismo ‘fake’ cada vez tendrá menos margen, y cada vez habrá más por las naciones que se liberen de pedanterías y de impostaciones.

(1) https://llenguairepublica.cat/qui-som/grup-koine/

RACÓ CATALÀ