Tres hombres, una mujer, un pueblo y un destino

Unas 10.000 personas recibieron en la estación de Castejón a la comisión que viajó a Madrid para desbaratar la iniciativa del ministro Gamazo.

Unas 10.000 personas recibieron en la estación de Castejón a la comisión que viajó a Madrid para desbaratar la iniciativa del ministro Gamazo.

Voy recordando, como cada año, el día en que Nabarra tuvo una actuación impecable en la gesta democrática. El pueblo se movilizo y unió y trajinó para allegarse a Castejón en la zona sur y fronteriza del viejo reino, para recibir a sus dirigentes aquel 18 de febrero de 1895. Los representantes llegaban derrotados de la defensa de su causa en el Congreso de Madrid pero sin ceder a presiones ajenas y obedientes al mandato de su Diputación. Sobre todo, de su pueblo. Gabriel Gamazo, del Partido Liberal y ministro de Hacienda, con la derrota de la guerra de Cuba, veía perrjudicadas las ganancias del Estado. Perdida América y sus riquezas, definitivamente, pretendió suprimir de una vez y para siempre, el sistema del régimen económico de los pueblos baskos, derrotados en las guerras de 1833-41 y 1872-76, y que mantenía, como un fleco de la antigua soberanía el pacto establecido entre vencedores y vencidos, la Ley Paccionada.

No era lo que el pueblo basko quería, es que quería más, por ese apego que mantenía a su régimen foral, que era símbolo de identidad y libertad, pues le había procurado un cierto bienestar social. Tampoco querían ser rematadamente vencidos. Así que durante el año 1894 se generaron movilizaciones contra la imposición de Gamazo que fue violenta en los demás pueblos baskos pero no en Nabarra, donde se generó un movimiento popular activo pero pacífico, en muchas direcciones como la recogida de firmas, manifestaciones en la plaza del Castillo, escritos, soflamas, y la actuación impecable de tres hombres y una mujer que desde un pre nacionalismo, logran convertir la protesta y la derrota de sus diputados, en una victoria política que tomaría cuerpo y forma meses más tarde, con la creación por parte de Sabino Arana Goiri, en Bilbao, de un Partido Nacionalista vigente hoy día.

Hay que recordar a Estanislao Aranzadi Izkue, devenido de Lizarra Aldea, miembro de la Asociación de los Euskal Herikos, que ya vislumbraba desde la derrota, la victoria de las ideas de un pueblo que llevaba existiendo en los Pirineos, con su lengua y cultura, miles de años, que había creado un reino de leyes y organización admirables y economía segura, que había sido desmembrado de sus regiones históricas por una Castilla que nacía como potencia imperialista peninsular y europeista y luego mundial y conquistado por la fuerza de las armas de Fernando el Católico y sus sucesores.

Aranzadi Izkue no solo era un conocedor de las bondades del Fuero, era un atento espectador de su tiempo, un analista de la política baska, y un adelantado al nacionalismo que venía. Su mujer era Juana Irujo y su cuñado Daniel, primer profesor laico de la Universidad de Deusto en Bilbao. La familia Irujo que devenida de Tafalla, había hecho fundación en Lizarra, y llevaba consigo las profundas doctrinas foralistas de sus guerras perdidas. Daniel, exiliado en Iparralde desde niño, para aliviarle del rigor de la guerra, conoció a quien sería su amigo y maestro, Sabino Arana Goiri, quien era devenido de una familia carlista, incautados los bienes familiares por los liberatales.

La amistad de Sabino Arana Goiri y Daniel Irujo se mantuvo intacta a lo largo de la vida de ambos. Fue Daniel su abogado defensor y ganó el juicio, que se hizo famoso entre las fuerzas vivas del nacionalismo naciente. El hijo mayor de Daniel, Manuel, jugaba en los jardines de la casa de Abando de los Aranas con un jabalí domesticado, según contaba, y recorriendo los nuevos espacios de una ciudad que comenzaba a crecer desmesuradamente por el desarrollo industrial de finales de siglo. Pero ambos amigos sabían que los pueblos, si pierden sus esencias, mueren. Que se debía mantener la democracia que se observaba bajo el Árbol de Gernika. Quizá en su mejor expresión aquella en que los apoderados de los pueblos perdían su nombre y entraban en la sala de juntas con el nombre del pueblo al que representaban. Al que daban valor y querencia. Como la expresión usada en la coronación de los reyes de Nabarra, advirtiéndole que era como uno de ellos. No más. Tampoco menos.

Son estos tres hombres admirables en el patrimonio de un pueblo quienes estuvieron en Castejón para recibir a sus derrotados representantes de Madrid, cuya figura principal era Arturo Campión, el gran escritor de nuestro pueblo, el que aprendió euskera, sus antepasados venían de otras tierras, para llegar al ánima de la que era suya por nacimiento, y en esa lengua admirable escribió su poema Orreaga, una ensoñación de la única victoria militar baska, pero que generó el nacimiento del reino de Nabarra.

En Castejón hubo un encuentro de cultura, tradición, una fibración mágica, de recobrar lo que se perdió en las guerras para hacerlo posible en la paz. Y veo en ese empeño de esta mitad de gélido febrero en el que los campos de Eguesibar comienzan a verdear por el trigo, a Juan Irujo bordando, es decir, trabajando una futura bandera, esa ikurriña que nos identifica como pueblo allá donde estemos.

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