No, la catalanidad no es ningún subproducto

Hemos aceptado, quizás sin darnos cuenta, que la catalanidad es tan sólo lo que España y Francia determinan que es. Y esto debe cambiar

El otro día, a raíz de un editorial que publiqué en esas mismas páginas (1), recibí un correo electrónico de un lector notoriamente contrariado. ¿El motivo de su indignación? Haber osado equiparar la catalanidad de Juan Marsé con la de Claude Simon. Lo que, francamente, tiene cierta gracia. Tiene gracia que irrite, quiero decir.

El profesor –supongo que es profesor por el tono doctoral de la misiva– se definía como independentista, pero al mismo tiempo me reprochaba que comparara a un escritor “realmente catalán” como Marsé con uno “francés” como Simon. Y ahí está precisamente el quid de la cuestión: ¿por qué Marsé sí y Simon no? La respuesta, me parece, es tan simple como reveladora: porque Marsé es español y Simon, ¡ay!, era francés.

Hablemos de ambos. Marsé, nacido Juan Faneca, criado en las calles de la Barcelona de la posguerra, aprendió el castellano y se quedó allí. Simon, nacido en Madagascar de padres catalanes del Roselló, creció entre Perpiñán y Canet, se deslumbró por Barcelona y se relacionó con la gente del sur refugiada en el norte después de 1939. Dos escritores, en definitiva, que podrían tener algunas circunstancias paralelas y vicisitudes biográficas complejas, de familias marcadas por la historia y la política –el padre biológico y el padre digamos real de Marsé eran ambos de Estat Català.

Pero ahora fijémonos bien en la trampa: según la lógica de mi corresponsal, sólo puede ser catalán quien antes es español. Es decir, la catalanidad no existiría por sí misma sino que vendría a ser una especie de subproducto de la españolidad, una denominación de origen controlada y autorizada por la administración de Madrid. El caso concreto de Simon es revelador del despropósito: resulta que, según algunos, no puede ser catalán lo suficiente porque tiene el pecado original de la ciudadanía francesa. Pecado que milagrosamente no se reproduce cuando la canonjía es española.

La paradoja es deliciosa y deberíamos utilizarla más: alguien que lleva la catalanidad en la sangre y en la crianza, que ha vivido en Cataluña –del norte o del sur, da igual– y la ha conocido, no puede ser catalán si previamente no es español. En cambio, cualquier funcionario de Valladolid destinado en Barcelona puede empezar a presumir de catalán de adopción. ¿No es algo absurdo? Un poco no: mucho.

¿Que Simon escribiera en francés y Marsé en castellano? ¿Y qué? Uno creció bajo la administración francesa y el otro bajo la española, rotundamente franquista además. Uno aprendió a escribir en francés, el otro en español. La diferencia de fondo, la única que justifica la discusión, es que uno tenía en la cartera un ‘documento nacional de identidad’ y el otro, una ‘carta de identidad’. Y aquí es donde quiero llegar: hemos aceptado, quizás sin darnos cuenta, que la catalanidad es solo lo que España y Francia determinan que es. Una catalanidad con fronteras administrativas fijadas desde fuera, con papeles sellados, con permisos oficiales, reducida a peculiaridad colonial en el noreste.

Pero algo que siempre me ha sorprendido –y es muy curioso– es que algunos de los que más gritan reclamando la libertad de Cataluña, en cambio, son los primeros en aceptar los corsés mentales que nos imponen los dos estados que debemos aguantar. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es más importante: el pasaporte que te dan o la cultura que vives y respiras? ¿La autonomía dónde has ido a parar o la voluntad política que tienes? ¿La burocracia que nos clasifica, a mí como valenciano, a aquél como andorrano, al de más allá como de la Franja y, por tanto, como vaporosamente “aragonés”, o la lengua de los tuyos?

Para volver a situarnos en un escenario de liberación no hay nada más urgente y efectivo, me parece a mí, que deshacerse de esta visión restrictiva y funcionarial de la catalanidad.

Cataluña no es lo que Madrid y París dicen que es. Cataluña no es las cuatro provincias administrativas que decidió dibujar cómo le pareció un día al señor De Burgos. O, al menos, no debería serlo. Cataluña es –o debería ser– lo que los catalanes decidamos que es suficiente. Y si esto incluye considerar tan catalán a Claude Simon como Juan Marsé, pues qué le vamos a hacer. Quizás incomodará algunos espíritus provincianos, pero ya es hora de que nos quitemos encima ciertos corsés mentales. Que al fin y al cabo las fronteras no son sino líneas imaginarias dibujadas sobre un mapa.

(1) Editorial

Si nos quieren nacionalistas…

Vicent Partal

Precisamente para que nos fuercen, nosotros deberíamos ser nacionalistas del género inteligente. Es decir, no deberíamos caer en la trampa de reproducir los vicios, defectos, catástrofes y miserias del nacionalismo español

Ya me perdonarán la obviedad, pero siempre me ha parecido muy curioso cómo es que aquellos que más gritan contra el nacionalismo –y sigo el hilo de lo que hablábamos ayer– son los mismos que más se esfuerzan en hacernos tales.

Ya sé que esto no es ninguna novedad. La historia va llena de estos predicadores (armados) de la unidad que, con el pretexto de combatir los particularismos, en realidad trabajan para que se imponga uno solo: el suyo. De predicadores (armados) que después, muy teatralmente, se sorprenden –y se indignan y bracean y parlotean, desbarrando– cuando los demás reaccionamos diciendo lo suficiente. No sé qué caramba se esperaban: ¿la resignación perpetua? ¿El silencio cómplice? ¿Qué nos dejemos matar como quien se come un plato de aceitunas? ¿Qué entonemos nosotros mismos el responso?

Lo decía el maestro Fuster y lo reafirmaba el maestro Pedrolo: el caso es que a nosotros nos obligan, a ser nacionalistas. No nos dejan otra opción. Cuando criminales como Mazón te niegan la lengua y quieren extirparla de la escuela, tienes que defenderla. A muerte. Cuando ignorantes con título te niegan la cultura y reivindican, por ejemplo, que don Juan Marsé sea un autor catalán, pero, en cambio, te dicen que monsieur Claude Simon no lo es –y éste tiene el Nobel–, tienes que pararles los pies, claro que sí. Al igual que cuando los manipuladores de todo tipo te niegan la historia –hablábamos ayer, a raíz de los filmes catalanes– debes recordarla y reivindicarla. Entre pitos y flautas, pues, y sin quererlo, te encuentras así cada día ejerciendo de nacionalista. Debiendo ejercer de nacionalista. Por necesidad, por supervivencia, por pura y simple dignidad.

Y como resulta que el nacionalismo es como el agua –que sirve para cocinar cualquier cosa, pero que no sabe a menos que se lo pongas desde fuera–, aquí nos tenéis, nacionalistas contra nacionalistas, en todos los rincones del planeta constatando que la historia nunca se acabó. Unos intentando esconder que lo son y otros conscientes de que no tenemos más remedio que serlo. Nacionalistas oprimidos contra nacionalistas opresores. Nacionalistas pequeños contra grandes nacionalistas –si es que Botran me da permiso para invocar al camarada Ílich. Nacionalistas armados de razón contra nacionalistas armados de pistolas y de cosas que duelen más todavía. Yo y vosotros lo somos. Lo es Pedro Sánchez y Emmanuel Macron y el reverendo obispo de la Seu d’Urgell. Y lo son los presidentes Illa y Prohens. Y el alcalde Aliot lo es un montón. Lo es el señor Trump en el despacho oval amenazando con desatar el infierno este sábado, y lo son los palestinos, y lo son los israelíes… En todo caso, la pregunta sería: ¿quién no lo es en este mundo?

Y cuando hago esta pregunta la hago con intención. Porque normalmente quien dice que no es nacionalista es un nacionalista de campanario, monumental, como una casa de payés. Como quien dice que no tiene ideología es siempre de derechas y quien dice que puede discutirse cómo se creó el mundo es un ignorante. Ellos, algunos, todo esto nunca lo reconocerán. Los vemos caminar cada día a nuestro lado y charlar por las radios, dar conferencias o tuitear en X quejándose de que nada es como era. Bien que lo sabemos, que se desentenderán tanto como puedan. Que bostezarán de aburrimiento si se lo contamos, si les explicamos que ellos, por criaturas dulcísimas que fueran, son tan nacionalistas españoles como lo era doña Concha Piquer o el Zarra aquel de la futbolera furia hispánica, como lo es el Tejero del bigote o “victormanueles”, “anabelenes” y compañía.

Ahora, y esto creo que lo dijo la figura de Sueca (Fuster) –más o menos así–, precisamente porque nos fuerzan, nosotros deberíamos ser nacionalistas del género inteligente. Es decir, no deberíamos caer en la trampa de reproducir sus vicios, sus defectos, sus catástrofes y miserias. Reconocer al otro –algo que ellos no saben hacer con nosotros– no es ninguna debilidad; es más bien una fortaleza. Entender que la diversidad enriquece –lo que nunca entenderán–, que las fronteras son relativas o que las identidades son complejas… Todo esto no quita fuerza a nuestras reivindicaciones. Por el contrario: las hace más sólidas, mucho más maduras, y en términos prácticos incluso mucho más difíciles de rebatir. Por mucho que nuestros fascistoides, profesorales o escuadras militantes, se agiten tanto cuando lo explicas y protesten ruidosa e insistentemente con los mismos argumentos que utilizan aquellos a quienes pretenden querer combatir.

Precisamente: no debemos jugar su juego. No debemos aceptar sus reglas. Si nos quieren nacionalistas, seamoslo nosotros con todas las consecuencias, sin vergüenza ni limitaciones, sin renunciar a nada, plenamente nacionalistas. Pero no seamos como ellos. Que nuestro país nunca sea una Españita pequeña, una imitación patética del país de poniente y de sus defectos consuetudinarios. Seamoslo sin exclusiones, sin fanatismos cegadores, con la mínima retórica hinchada posible, con los mínimos vivas posibles, soñando como Estellés con una patria “luminosa y alta”, que son los dos calificativos nacionalistas más universalistas y elegantes que podemos declamar.

También porque, al fin y al cabo, nosotros siempre hemos sido así y es mejor que no lo olvidemos. Hagámosles ver que se puede defender lo propio sin negar lo ajeno. Que se puede amar con una pasión reverencial una lengua sin que esto nos obligue a odiar otra. Que podemos ser fieles a una tierra –a esa tierra que nos pertenece– sin convertirla en una cueva en la que nos arriesguemos a acabar mirando el reflejo en la pared. Demostremos que su nacionalismo y el nuestro no son la misma cosa ni lo serán nunca. Que hay maneras y formas de ser nacionalista, miles de maneras de serlo. Y que la más civilizada –si me permiten la expresión y nadie se la toma como una ofensa– es justamente la que ellos ni practican ni conocen ni entienden ni entenderán. Y derrotémosles. Por el bien de la humanidad.

VILAWEB